Roberto Merino Diario Las Últimas Noticias, Lunes 14 de julio de 2008 Muchas veces he reflexionado sobre la importancia social del oficio de escritor, sin llegar a conclusiones convincentes. Flaubert pretendía que, de haberse leído bien su Educación sentimental , se hubiera evitado la guerra franco-prusiana de 1870. No está muy claro que una obra de ficción vaya a detener una guerra. Hubo nazis que amaban la literatura inglesa. En el siglo XIX, De Quincey y Carlyle fueron, cada uno a su modo, germanófilos. Es cierto que a través de prolongadas lecturas uno entra en la irradiación espiritual de ciudades y –más allá– de mundos extranjeros. Yo no encontré en París ni una huella de Benjamin o de Baudelaire, pero creí entender la atmósfera de ciertos cuentos parisinos de Turgueniev, si bien esto puede haber sido un espejismo de las calles sinuosas que se libraron de las remodelaciones de Napoleón III. Hay escritores que consideran una obligación del Estado difundir sus obras y homenajear sus personas. Demasiado pendientes de los mecanismos estatales de financiamiento a la literatura, se sumergen en un universo amargo empapelado de formularios. Expresiones ya poco prestigiosas como “inspiración” o “talento” han sido desplazadas por otras de procedencia burocrática: “postulación”, “proyecto”, “objetivos centrales”, “aporte a la cultura nacional”. Nadie puede escribir algo de valor si su fantasma creativo es el aporte potencial de su obra a la cultura chilena. Cuando hay que contestar a preguntas de este tipo es seguro que se redactan falsedades, perogrulladas y tonteras. Cosas como: “Mis poemas rescatan el tiempo mitológico de nuestros pueblos originarios”. O bien: “Estos ensayos intentan reivindicar la fuerza de producción simbólica de los sectores tradicionalmente segregados de la sociedad”. En los últimos años, esta filosofía de kárdex ha salido de las oficinas para permear a individuos no ilustrados. Hasta hace poco había presos en libertad condicional que se subían a las micros a pedir plata mediante una macana conceptual de tipo sociológico. Decían que la sociedad –es decir, la manga de aletargados que oficiábamos de pasajeros– tenía una deuda con ellos y que era misión nuestra darles una oportunidad de rehabilitación. Por otro lado, llama la atención cuando en los documentales de la vida vernácula y campestre entrevistan a artesanos de pueblos perdidos. El hombre que hace cuencos con madera de coigüe, el que recicla conchas de loco, el que trabaja la piedra caliza, la piedra pómez o la piedra del diablo, en fin, todos ellos evitan hablar de los procesos técnicos de su trabajo. ¿Qué hacen entonces?: filosofan. Hablan de su pertenencia a la tierra, de su identidad, de su tradición. No dirían jamás que usan una gubia convexa porque es la más adecuada para la fibra de tal madera, sino más bien: “El bosque es mi vida, la madera me acompaña, es como una prolongación de lo que yo soy, ¿me entiende?”. Cunden los filósofos por todas las localidades del país. En Santiago tenemos filósofos del reclamo, del fútbol, de la gasfitería, del rubro cuero y calzado. Es probable que hasta los que desmantelan paraderos de micros para comercializar el acero expliquen sus acciones en términos abstractos y nos responsabilicen por los inconvenientes a todos los demás. |
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Filosofía marca Chancho
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