La historia es
la proliferación retrospectiva
de los mundos posibles.
Se mueve,
se arma y se desarma
con unos pocos datos.
Y lo hace, a su vez,
al ritmo de una multiplicidad
de historias que se entrecruzan.
De fragmentos con orillas discontinuas,
de momentos que se dispersan en el tiempo,
de geografías que nunca se funden en un mismo plano.
La complejidad está siempre
corriendo el riesgo
de abrir paso a la confusión.
La armazón de retazos
está constantemente amenazando
con convertirse en un amasijo
de islotes incomunicados.
La historia se repite de una forma
en que no es posible prever
y lo más difícil de predecir
es el pasado que no ocurrió.
Esta estructura agrietada
plantea, entonces, un desafío:
cómo disponer las piezas
en un todo coherente
y fijar el rumbo de la narración
histórica al interior del relato.
El problema es que la ficción
puede brindar una cierta
coherencia interna
a una narrativa
de una imaginación desatada
con historias de lo más fantasiosas.
Eso que llamamos realidad,
la suma de historias
imposibles de pesquisar
-para no decir nada acerca
de dimensionar el alcance
y multiplicidad de sus interacciones-
no parece adecuarse
a lo que hemos logrado
establecer como fundamentos lógicos.
Sólo la cadencia de una escritura
luminosa y vacilante,
tal vez con algo de oficio y talento
que provean a las diversas voces narrativas
de una identidad propia, es la que,
en una de esas, permita
con el pretexto de indagar sobre el pasado,
sumergirnos en las profundidades
de nuestra interioridad,
concluyendo con lo que al final importa:
narrar una buena historia
desolada, compasiva, intuitiva e imprecisa...
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Este texto está construido a partir de un saqueo
descarado a un comentario literario de Rodrigo Pinto,
más aportes de otros próceres, que mi ignorancia
no ha logrado dar con su identidad.
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