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Volver a Santiago



por Jorge Edwards
Diario La Segunda, Viernes 13 de Enero de 2012
http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2012/01/13/volver-a-santiago.asp
He regresado mil veces a Santiago, la ciudad donde nací, y he tenido a menudo la sensación de ser también un viajero inmóvil. Al final, me parece que todos somos viajeros inmóviles. Nos movemos por el mundo y seguimos anclados en la memoria, en la región, en la primera casa o el primer patio. Vuelvo a un país más poblado, con más tráfico, invadido por los veraneantes, y resuelvo quedarme en mi rincón. Con un buen manejo de las corrientes de aire, de las cortinas, de las penumbras, el calor se hace más llevadero, y la caída de algunos grados centígrados en las noches me parece una bendición. Escucho lamentos, críticas, reacciones irritadas de todo orden, y pienso, a contracorriente, que la calidad de vida no es tan mala como dicen por ahí, que la ciudad, sobre todo abandonada por muchos de sus habitantes, puede ser bastante grata. En pocos días, he podido leer un par de libros, escribir algunas páginas, reflexionar rodeado de una sensación de tranquilidad, de una falta de urgencia. No sé si son ideas mías, extravagancias terminales. Ceno con amigos en atardeceres placenteros y hablamos de esto y aquello. Alguien, en relación con algunas páginas mías, me habla deLa obra maestra desconocida, novela muy breve de Honorato de Balzac. Me pregunto si es posible conseguir en Santiago una novela de Balzac publicada en 1831. Pues bien, compruebo que sí es posible, y la rabia del artista anciano, frustrado, enloquecido, enamorado de sombras femeninas, retratado en el texto balzaciano, me parece extraordinaria. Comulgo con ella y comprendo la furia inútil del personaje. Eso sí, no sería capaz de quemar mis trabajos en una noche, y menos de suicidarme.
Redescubro, pues, algunos placeres urbanos, pero encuentro que mi vieja ciudad se ha puesto más burocrática que antes, más tramitadora, más aficionada a los papeleos. Es como el comienzo de un cáncer, y sería mejor prevenir que curar. Por ejemplo, nunca he puesto tantas veces el dedo índice de la mano derecha en una pequeña máquina rojiza. Es un curioso gesto repetido y ritual, y me pregunto si servirá de algo. En una tienda cuya publicidad es una selva, me venden un aparato que se llama algo así como “banda ancha móvil”. Es un pequeño instrumento que permite, a cambio de una suma mensual modesta, conectarse desde cualquier parte del país a internet. Me dijeron que en media hora estaría instalado y en funciones. Pues bien, la instalación duró cinco días completos, además de quince o veinte llamados telefónicos, y después la compañía tuvo la amabilidad de llamarme y preguntarme si todo andaba bien. Les contesté que sí, que por supuesto, que muchas gracias, pero que en otro país, con toda esa espera, con los llamados, con las órdenes y contraórdenes, habría tenido tiempo de sobra para comprar un edificio de veinte pisos. Los amables empleados sonrieron al otro lado de la línea, como si hablaran con una persona ligeramente enajenada. Me gustaría demostrarles que los enajenados son ellos, pero no tengo tiempo de hacerlo.
Después parto a renovar mi carnet de identidad y me sale muy fácil. Me encuentro con gente muy amable, ayudadora, y que suspira con el nombre de París. ¡Qué misterio! Una de estas personas me pide que firme un papel para dárselo a su novia. No sólo firmo un papel, sino que le regalo un libro. El buen trato debemos cuidarlo y fomentarlo. Forma parte de la atmósfera de la ciudad, del aire que respiramos. Me permite comprobar, además, que la administración pública, en estos días, es menos tramitadora que la empresa privada.
Entro más tarde a un ascensor, y nadie saluda, nadie existe, todos miran para otro lado. Entro a una tienda y nadie me saluda; salgo, y nadie me despide. Si nos limitáramos a imitar la cortesía francesa, española, holandesa, ganaríamos bastante más de lo que se cree. Pero no se cree, precisamente, en esas cosas. ¿Qué es la cortesía, para qué sirve?
En buenas cuentas, hay una burocracia generalizada, que me parece perfectamente inútil: hay que colocar el dedo índice en instrumentos mágicos y poner huellas digitales en todas partes. Me siento en una mesa que tiene sus pretensiones, hago un pedido y las gentiles, sonrientes camareras se olvidan de todo. Parece que han comido flores de loto. Después de reclamar tres o cuatro veces y de observar que los platos de mis vecinos llegan mucho antes, me traslado a un restaurante vecino. Parece que el mundo se hubiera contagiado con los inefables vendedores de bandas anchas.
El sistema de los dedos en las máquinas rojas impide el recurso a costumbres tan saludables y antiguas como la delegación, el mandato, el encargo. Si no voy en persona, no puedo recuperar una prestación de mi seguro médico. ¿Por qué? Porque tengo que colocar el dedo mío, no el de ningún otro, en la maquinita. ¿Y si vivo a doce mil kilómetros de distancia? No importa, responde la señorita del mostrador, y sonríe, porque le han enseñado que debe sonreír todo el tiempo, y cree, en su fuero interno, que soy un majadero insigne. Y la verdad es que he pensado en cortarme el dedo de la maquinita y dejarlo en Santiago, pero no me decido a hacerlo. Además, no sé si aceptarían el dedo sin la persona correspondiente.
El debate político es otra cosa. Quizá me refiera en una columna próxima al debate político, a sus presupuestos, a sus antecedentes. Pero observo que en la prensa chilena lo que más abunda son los politólogos y los opinólogos. A veces me parecen especies humanas inventadas por los santiaguinos. Y no hay que irse nunca de lengua. Observen ustedes lo que le ocurre a mi amigo el alcalde de Ñuñoa. Es mejor hacer el papel del “pobrecito hablador”, como decía Mariano José de Larra, y ahorrar la munición de grueso calibre.
En otras palabras, la ciudad, Santiago del Nuevo Extremo, tiene sus cosas, sus juegos, sus placeres y sus disparates.

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