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Zombies en el apagón



por Leonardo Sanhueza
Diario Las Últimas Noticias, 
martes 27 de septiembre de 2011

El apagón del otro día 
nos hizo andar a tientas por un rato, 
pero enseguida permitió 
ver un par de realidades 
que permanecían soterradas, 
camufladas en la inercia de los días, 
ese tipo de verdades que, 
igual que las ratas en las demoliciones, 
sólo saltan a la vista 
cuando ocurre algún desastre.  

Todos lo sabemos: 
bastan unos pocos milímetros 
de exceso de lluvia 
para que la ciudad modelo 
se desmorone en paisajes diluvianos, 
un mísero anafe puede causar 
una mortandad de inmigrantes hacinados, 
los terremotos no sólo 
nos zamarrean sino que además 
arrancan de cuajo la escenografía del progreso 
y vuelven a fojas cero nuestro 
metódico y esmerado maquillaje de la miseria.

Nos hemos criado bajo 
la amenaza del desastre inminente.  

Quizás por eso nos parece normal, 
e incluso aceptable, 
que en un abrir y cerrar de ojos 
la orgullosa maquinaria nacional, 
como una citroneta arreglada con alambritos, 
se desbarate en medio de la autopista.  

La democracia, 
el Sistema Interconectado Central, 
la red de agua potable, 
el modelo crediticio del retail: 
todo viaja a la velocidad de los neutrinos, 
pero de pronto hace crac 
y quedamos mascando 
las tres hilachas de nuestras certidumbres.

Parece ficción, pero es verdad 
que no llevábamos ni unos instantes de apagón 
cuando una turba de docientos mamíferos rapaces 
brotó de las sombras en Quilicura 
y asoló un supermercado hasta la última góndola, 
barriéndolo todo a su paso 
como un proceloso huracán de manos y cuchillas.  

Esa escena de película de zombies 
no es otra cosa que la supuración pestilente 
de la vía chilena al desarrollo, 
aunque todos prefieran juzgar el fenómeno 
desde el punto de vista meramente policial 
y escandalizarse ante la maldad y el desbande.  

¿Alguien puede explicar cómo se forma, 
en medio de un inesperado apagón total, 
y en cosa de segundos, una banda 
de doscientos hooligans unidos y coordinados? 

¿Es realmente delincuencia, 
vandalismo espontáneo, 
o es otra cosa más profunda, 
un animal que ha estado 
incubándose durante años, 
como un cadáver que fermenta 
en el sótano social hasta reventarse 
y brotar por las grietas del modelo de desarrollo?

Recuerdo una escena similar, 
pero en miniatura, 
ocurrida a fines de los noventa, 
cuando aún creíamos 
que la desintegración social 
era una y sólo una desgraciada 
posibilidad en el horizonte.  

Estaba con unos amigos 
en 'Las Alegrías de España', 
un bar de Ñuñoa que nunca 
le hacía mucho honor a su nombre, 
cuando se formó una riña de barristas.  

Era una riña de spaguetti-western, 
con sillas de fierro 
percutidas contra la cara 
y mesas partidas como obleas 
contra los omóplatos de los enemigos.  

Hasta ahí, todo normal. 

Pero de pronto vi entrar 
en aquel patibulario local 
a un sujeto que gritaba 
como Jackie Chan o Atila 
seguido por sus huestes 
y que, después de 
elevarse magistralmente aéreo, 
fue a encajarse con una 
patada voladora en un wurlitzer, 
cuyos discos saltaron 
por todas partes como esquirlas 
de un polvorín luego de la explosión.  

Esa patada tipo rocket, creo, 
significaba algo más grave 
que un nuevo estilo de baile 
en la pachanga de la violencia 
entre las barras bravas.  

Era más bien un germen, 
un primer síntoma 
de una enfermedad mayor 
que, como el cáncer, 
se propagaba silenciosa 
por los vericuetos de la desigualdad, 
las frustraciones y la vacuidad 
de lo que por entonces alguien 
empezó a llamar "proyecto país".

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