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La costra severa y solemne...

La costra severa y solemne...
por Leonardo Sanhueza
Diario Las Últimas Noticias, martes 20 de septiembre de 2011

Como muchos niños,
yo también tuve la fantasía
de la metamorfosis súbita.

Me figuraba que de repente,
para bien o para mal,
iba a producirse en mí
un cambio extraordinario,
causado por un traumatismo craneano
o un golpe magnético que tocara
fibras claves de mi organismo.

Esa idea, por cierto alimentada
con historias como las del Hombre Araña
o la de Hulk, se atenía también
a las noticias de personas
que, luego de algún shock,
habían perdido la memoria
o ganado alguna habilidad insólita
como el personaje Funes el memorioso 
del relato de Borges.

Me acuerdo de un caso inverosímil:
un tipo, tras recibir un latigazo voltaico
de un cable que culebreaba en la vía pública,
salió del coma hablando un galimatías
que, según los curiosos era castellano antiguo.

Dicen que el amor lo deja así a uno:
aturdido, trastornado, al punto
de que ya nunca podrá ser el mismo.

"I'll never be the same" es, de hecho,
una canción de amor vieja y hermosa,
que comienza así:
"Nunca volveré a ser el mismo/
ya nada significan las estrellas para mí".

No por nada se suele comparar
el amor con una borrachera
y hasta con un envenenamiento letal,
que repta por la médula de los huesos.

Las metáforas del amor
a menudo se refieren a cierta 
capacidad o transformación invalidante:
volverse loco, estar ciego, ver pajaritos,
sentir mariposas, padecer rotundo empotamiento.

Quizás por eso, casi siempre, los poetas jóvenes
comienzan a escribir por el lado del amor
y prosiguen en el desorden de los sentidos:
buscan una experiencia absoluta, una transformación.

Para bautizar a The Doors, Jim Morrison
se inspiró en la idea de Blake de que
"si se limpiaran las puertas de la percepción,
veríamos el mundo tal cual es: infinito".

La idea es muy antigua
-se remonta a Platón, creo-
y de ella han salido un lote de esperanzas y fantasías:
los paraísos artificiales, la embriaguez baudeleriana,
la flor azul del romanticismo, los colores
dudosamente primaverales de la sicodelia, etcétera.

Poetas o no, en el fondo todos han esperado
lo mismo en algún momento de sus vidas:
un golpe de suerte o un milagro
que le dé sentido, desde un lugar metafísico,
al naipe de la existencia.

Así como los niños quiere amanecer
convertidos en el Hombre Araña
y los jóvenes intentan tocar el todo
con un reventón de la mente o del corazón,
el desventurado mortal que camina
por el Paseo Ahumada vuelve a ser inocente
cuando se compra un Kino con revancha
o se envalentona en el bar para empinarse
un pasaje líquido a cualquier lugar
fuera de su situación difusa y opresiva.

Ahora veo que una de las razones 
que Raúl Ruiz llegó adonde llegó
es que supo levantar la costra severa y solemne
que recubre las peticiones de milagros
y no deja apreciarlos como lo que son en realidad:
hipos de inocencia perdida,
exabruptos de nuestro infantilismo latente.

Justamente ayer vi un clip de Cofralandes,
el episodio en que Pedro Urdemales
hace un pacto con el Diablo,
quien lo hará rico a cambio de su alma.

¿Pero qué es el alma?

El sujeto resuelve la cuestión
por medio del habla:
el alma está en el corazón,
ergo, está en la cuchara.

Así que le entrega al Coludo
una cuchara que saca de su bolsillo
y que refleja el mundo entero
con su distorsión cóncava y convexa.

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