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HACIA LAS GALÁPAGOS


HACIA LAS GALÁPAGOS

POR MIGUEL LABORDE

JUEVES 15 DE SEPTIEMBRE DE 2011

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Felipe Cubillos terminó sus días a escasa distancia de las islas de Juan Fernández, en el grado 33 de latitud; un poco más allá fue donde encontraron, tantos años atrás, a los sobrevivientes de la ballena blanca que inspiró la novela de Melville, Moby Dick, metáfora extraordinaria sobre la relación del ser humano contra las fuerzas de la naturaleza.



        En la cosmovisión mapuche, las almas de los difuntos eran llevadas hasta el horizonte por las ballenas, animales míticos que comunicaban este mundo con el Más Allá.

        Cubillos tenía en su agenda una navegación a otras islas, las Galápagos, por los grados 1 y 2 de latitud: cerca del Ecuador. Donde Darwin creyó encontrar la clave de la evolución.

        Fuimos hace años, un grupo. Al tercer día navegando nos detuvo una calma tropical, ya de noche. No quisimos hacer arrancar el motor, el silencio era demasiado desconocido: ni una ola, nada de brisa, ningún ave, nada. El mundo en silencio, parecía recién creado, torpe todavía, inseguro de qué hacer. Como si faltara el soplo que lo pondría en movimiento.

        La luna era mínima, apenas naciente también, pero en la superficie plana del océano oscuro, océano quieto como un lago de otra planeta, monstruosamente grande, las estrellas se reflejaban por miles.

        Al avanzar la noche se produjo un extraño equilibrio. Arriba, esa inquietante cantidad de estrellas, tan luminosas que parecían observarnos.

        Alguna estrella fugaz, a lo lejos, caía a un mar sin límites. Bajo el agua había otras estrellas, casi todas móviles y de colores extraordinarios; eran los peces de profundidad, casi todos fosforescentes, eléctricos algunos. Por la quietud del océano inmóvil, se hacían visibles. Nunca antes los habíamos visto.

        En el silencio absoluto, de pronto creíamos oírlos, leves murmullos.

        Llegamos a las islas y desembarcamos en tierra, pero no era tierra.

        Entendí porqué a los hombres condenados al destierro se les enviaba a una isla.

        Faltan los ríos, la masa terrestre, la profundidad síquica de tierra adentro: el abrazo de la Madre Tierra.

        La isla es tierra en movimiento, espacio para lo inesperado, un muelle para embarcarse y seguir adelante.

        La hija de Angermeyer (“el rey de las Galápagos”), una adolescente, se lanzaba de un alto risco. En el agua era tan ágil como una foca. Al tercer día se acercó, soñaba con embarcarse, abandonar ese lugar que todos llamaban paraíso, para llegar a Tierra Firme. Ahí, sólo tenía un deseo: cabalgar en alguno de los caballos salvajes de esas islas. Sentir el retumbo de los cascos del animal en una tierra que así parecía firme. Su hermana Johanna escribió un libro, años después, sobre el lugar.

        El continente para vivirlo, las islas para viajar
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