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* Un precioso recorte reencontrado...‏

José Enrique Tohá Castellá
por Eric Goles escrito en Santiago, 27 de diciembre de 1999
Obituario publicado en el Diario El Mercurio de la capital.
 
Cuando parece que nada se prefiere
y todo consiste en la sorda y banal aceptación
de lo que simplemente ocurre,
está Pepe, el que desmiente,
porque eligió este oficio
hecho de curiosidad, obsesión
y porfiado silencio.
 
Oficio de horas,
largas hilachas de tiempo
para accidentes y perplejidades
aparentemente nimias
floreciendo en la conjunción
de su mirada con las cosas.
 
Buscar el origen de esos desencuentros,
al menos una posible hipótesis,
para la engañosa simplicidad de lo manifiesto
y al dar en el clavo disfrutar el sabor de lo casi imposible,
como el leve ruido que hace la luz
al chocar con su mesa de trabajo en la mañana
o la minimalidad del código genético,
descubierto con sorpresa y alguna vergüenza,
como si hubiese robado un conejo del sombrero del mago.
 
Y la aventura, la verdadera magia y fantasía,
estaba allí en el reino para los curiosos fanáticos,
entre el Club Hípico y Fantasilandia.
 
No había que ir más lejos,
bastaba entrar a la Escuela de Ingeniería,
descender un par de escalones en el edificio de Física
para partir de viaje por el país de la maravilla y el asombro
mediante un desarreglo sistemático de todo lo cotidiano.
 
Escuchar el "quiubo" de ese hombre,
enjuto de carnes, Quijote en jeans,
provisto de gruesos lentes
cuya función es menos
la corrección de una miopía
que escudriñar el otro lado del espejo.
 
Y al llegar, antes de que uno abriera la boca,
soltaba un "¿Sabes? a lo mejor esto te interesa",
contando que había inventado un juego para explicar el ADN,
que los espinillos se reproducían a tasas siderales
y que a propósito de ese asunto de memorias asociativas
que se habla con anterioridad había discurrido
un experimento, "súper fácil",
que permitiría reproducir aquel comportamiento
en un delicado caldo de proteínas.
 
Sin moverse de su escritorio este Salgari.
¿Para qué? si inventaba el mundo
y el murmullo del planeta se escuchaba en su laboratorio,
casi justo en la intersección de Blanco con Beauchef.
 
Aventuro que esas invenciones
y ese rumor nos alimentaban a todos,
continuando por la ciudad y el país.
 
Ciertamente de manera imperceptible,
casi indetectable, aunque absolutamente necesaria.
 
Árboles filogenéticos
en la década del setenta,
cultivo de algas microscópicas,
la surrealista crianza de lombrices
y su aplicación a escala industrial
para limpiar esa agua
que bendice más de una ducha.
 
Sin embargo,
a este hacedor de belleza y asombro
por acá a menudo no le creen
y agota correspondencia
y apartados postales con sus sueños
hasta que desde las antípodas
le solicitan más información
y le copian en despoblado.
 
Pero no le preocupa en lo más mínimo,
no está ni ahí, ya anda en otra
y antes de cualquier lamento
me pilla esperando el ascensor
y reitera ese profundo "¿sabes?",
refiriéndose en la ocasión
a un asunto de números primos.
 
Me habla de un modelito proteico
que permite averiguar si un número,
codificado con pedazos de ADN, admite divisores.
 
Que escribió una nota para Nature, me cuenta.
 
Nada importante, además la rechazaron.
Según el editor, aunque era hermoso era ineficiente.
 
"Lo estoy mejorando, anda a verme,
a lo mejor le pegamos el palo al gato", dice,
cuando ya se abre la puerta del ascensor
y se escabulle, con algo de vergüenza,
tragado por el torbellino de sus inexplicables afanes.
 
Incomodidad.  Porque él está en lo justo
y tal vez esa obsesiva manera de dialogar con el mundo
supera toda noción aceptable de entusiasmo y entrega
y se hace difícil seguirlo por esos territorios
de donde saca y reparte maravilla
como quien alimenta los pájaros.
 
Tengo la sensación de que Pepe, como siempre, se nos escapa.
 
Que no es nada trivial explicarte por qué José Tohá
no es un conjunto de anécdotas o biofísica,
ni una varia colección de trabajos científicos
o formador inclaudicable de jóvenes.
 
Tampoco se agota en su rara maestría
para capturar aspectos esenciales
de la realidad con recursos mínimos,
o en el escritor de cuentos infantiles,
poemas e historias de amor
(aquella joven pareja que se besaba
a escasos metros de la puerta del laboratorio)
o su pasión de libertad para los tiempos duros.
 
Menos aún, podría definirlo el haber catalizado,
a fines de los setenta, el encuentro
con la que hoy es mi compañera.
 
¿Dónde entonces? ¿o es que se escurre como arena entre los dedos?
¿o es que este hombre se refleja en tanto otro porfiado del oficio,
tratando contra viento y marea de construir con dignidad en medio del flujo?
 
Acaso, como diría, por ahí va la cosa y ya mucho de él habite
innumerables sueños.
 
Así, con la certeza
de que la harina del verano es el pan del otoño
y que éste preludia el rigor del invierno,
esperamos, con cíclica y reiterada porfía,
la próxima primavera y digo, entre nosotros,
que me hubiese gustado, a él también, omitir todo lo escrito.

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