por Roberto Merino
Columna - Pista Resbaladiza
Diario Las Últimas Noticias, lunes 20 de diciembre de 2010
Las fiestas de fin de año
siempre nos pillan un poco desprevenidos.
Aparecen como una murga
levantando polvo en un camino lejano,
y nos despiertan la curiosidad
aunque sepamos exactamente
de qué se trata el libreto,
siempre igual a sí mismo.
Los signos se van manifestando
muy de a poco:
viejos pascueros entrevistados
en las noticias de la televisión
(por algún motivo automáticamente
apretamos el "mute"),
unas guarifaifas de colores
colgadas en las puertas
de una que otra casa,
avisos en los diarios
con precios de comidas de fin de año
en parrilladas y restoranes familiares.
En los supermercados
los boy-scouts envuelven
cosas en papel de regalo
por una colaboración voluntaria.
Volvemos a la televisión
(siempre en "mute"):
la espantosa calle Meiggs
caldeada y atiborrada,
el periodista ensartándoles
el micrófono en la cara a las señoras,
zoom a unas bicicletas apiladas,
a unas mesitas con juguetes de goma.
El periodista luego muestra unos sellos
y unas advertencias impresas
en el reverso del empaquetado
de uno de estos juguetes.
De ahí pasan a una entrevista a alguien
que parece autoridad en precios,
en fuegos artificiales, en tolueno, qué sé yo.
Son los encargados de avivarlas
temporada tras temporada, año tras año,
con discursos y réclames y cháchara
diseñados para generar expectativa y ansiedad.
Finalmente, después de tanta faramalla,
sentimos que nos estamos quedando fuera de algo,
que debemos hacer una arremetida rápida
paa comprar regalos, vituallas, aperos.
En el supermercado otra vez:
con la serena indiferencia
de los comunicados
de un campo de concientización,
una voz femenina neutra
nos informa a través de los parlantes
que la cosa no es tan fácil,
que en la víspera de la Pascua
las puertas se cierran más temprano:
otro dato que meter al magín.
Y ojalá que no se nos olvide,
porque perfectamente podemos
-el 24 en la noche-
integrarnos al grupo de boquiabiertos
que nunca escuchan instrucciones
y que rinden un triste espectáculo
intentando comprar comida y alcohol
a última hora, cuando los informados
ya celebran felices en sus distantes hogares.
Todo esto es una lata, una carga y un lastre.
No obstante, queda el lado bueno,
la parte no vulgar de la ordalía:
estrictamente, la experiencia
de los niños más chicos,
que acaban de salir a vacaciones.
En estos días se dan
sus primeras aproximaciones al tiempo propio
y sus primeros entendimientos de la noche:
porque en lo que va del 24 al 25
su sueño es muy distinto al del resto del año.
Se duermen con el mejor inductor del sueño
operando en sus nervios: una promesa de felicidad.
Esa noche los interiores de las casas
adquieren una atmósfera casi irreal:
una discreta luz en la mesa de arrimo
transforma el lugar en un escenario inminente,
al que pronto ingresará ese veterano inverosímil
-el Viejo Pascuero, el de verdad-
con el que en la edad temprana
uno se siente tan en confianza.
Lo recuerdo bien, a pesar del tiempo transcurrido:
el Viejo Pascuero conformaba una triada
con la Virgen y el Ángel de la Guarda,
y era siempre un consuelo ante un mundo nocturno
que se me antojaba parecido a las fauces de un lobo.
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