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La cultura del ruido

Jorge Edwards
[Diario La Segunda, Viernes  29 de Julio de 2005]
 
Tengo bastante suerte.
Vivo en el sector del cerro Santa Lucía,
a una relativa distancia del Parque Forestal.
 
En las mañanas de los domingos
escucho un tam tam lejano,
apagado por la distancia.
 
Si estuviera más cerca del Parque,
para mi desgracia, no podría leer,
ni escribir, ni escuchar música.
Ni siquiera pensar.
Para no hablar de alguna siesta reparadora.
 
Tendría que bajar a la calle
y unirme a la pretendida fiesta juvenil,
tomar botellones de cerveza,
fumar yerbas pestilentes,
derramar pócimas de contenido dudoso
encima de la estatua de Rebeca Matte,
en las alas mismas del ángel caído,
a un ritmo de rock estridente,
o partir en busca de algún exilio silencioso.
 
A veces pienso que el silencio
se va a terminar en el mundo
y que entonces sonará la hora de mi suicidio,
aun cuando soy la persona menos suicida
que alguien se pueda imaginar.
 
Pero la tortura del ruido es superior a mis fuerzas,
y creo, con toda honestidad,
que es superior a las fuerzas humanas.
 
Las autoridades actuales,
sin distinción de ideologías, por lo visto,
sostienen, o pretenden sostener,
que se trata de actividades sanas,
de eventos de cultura.
 
Sería, entonces, la cultura del ruido,
y soy capaz de formar un movimiento en contra,
de organizar protestas en gran escala.
 
Porque la cultura del ruido
es una forma actual de la incultura,
incluso de la barbarie.
 
Si las autoridades
nos imponen eventos
de esta especie primaria,
contaminadora, en nombre de la cultura,
quiere decir que nos tratan de pasar gato por liebre.
 
Son gatos anticulturales, arestinientos, chillones, apestados.
 
No es que me oponga
a los conciertos de música popular
en estadios, en salas adecuadas,
en islas desiertas.
 
Pero una ciudad está hecha de barrios,
de costumbres, de sectores particulares, de formas de vida.
 
Y si las autoridades urbanas no lo entienden, estamos mal.
 
Me imagino un porvenir negro, siniestro,
en el que se retire la basura cada tres días,
en que los guarenes hagan su agosto,
en que los bocinazos, gran especialidad chilena,
se multipliquen en las calles,
y en que todo se haga
con fondo de chillidos y de música electrónica.
 
¿Qué piensan ustedes?
¿O no piensan nada, o están dispuestos a someterse?
 
Me acuerdo ahora de algunos viejos rabiosos de mi juventud:
viejos que arremetían a bastonazos
contra los adolescentes ciclistas
que pasaban con sus bicicletas demasiado cerca de ellos.
 
Pude ser alguno de esos adolescentes ciclistas,
pero entiendo ahora las amenazas del bastón.
 
¿Será que me he convertido en otro viejo rabioso?
 
Voy a tratar de explicar aquí el espíritu del Parque Forestal,
el espíritu que tuvo y que podría seguir teniendo.
 
Yo vivía en la Alameda frente al cerro Santa Lucía
y caminaba por el Parque
hasta la Escuela de Derecho de la calle Pío Nono.
 
He visto a medio Chile caminar por el Parque,
y el solo hecho de haber visto a esta mitad del país
caminar por ese lugar es un misterio,
un milagro de la memoria, un bien intangible
y que habría que respetar.
 
Estamos hechos de estos bienes intangibles,
de misterios, de apariciones.
 
El viejo que nos amenazaba con su bastón,
por ejemplo, era don Luis Orrego Luco,
el autor de Casa Grande.
 
Sólo veíamos a un anciano cascarrabias,
pero después, con el paso del tiempo,
entendíamos otras cosas.
 
Y ocurre que toda maduración,
todo paso a un conocimiento más rico,
opera por vías parecidas, no previstas.
 
En el Parque Forestal
recuerdo también a don Arturo Alessandri Palma,
con su bastón grueso a la espalda,
a muchos de sus hijos, a Pedro Prado,
a Jaime Eyzaguirre, a Luis Oyarzún Peña,
a Roberto Humeres de abrigo largo
y sombrero enhuinchado, a tantos otros.
 
Misiá Marie Louise Edwards,
que vivía en una casa inglesa
de la parte sur poniente,
pasaba por los senderos centrales
a tranco largo, sin detenerse,
como si la caminata fuera un rito sagrado.
 
 Y a veces, detrás de los arbustos,
llegaba el Loco Marín
con sus banderas y sus estandartes,
empeñado en organizar
algún congreso mundial de jefes de Estado.
 
Para mi generación,
bautizada en alguna oportunidad
como generación del cincuenta,
el Parque Forestal fue un espacio esencial,
un lugar de reflexión, de encuentro,
de aventura, un centro único.
 
Por ahí llegaban las musas,
echaban una mirada indirecta y se perdían.
 
Enrique Lihn estudiaba en la Escuela de Bellas Artes
y paseaba por el Parque con un paso inconfundible,
desastrado, leyendo libros mal encuadernados,
rayados, llenos de páginas sueltas.
 
El desorden de los libros era como el desorden de la vida misma.
 
Enrique leía a Rainer Maria Rilke,
a Martín Heidegger,
a Kafka, a Jorge Luis Borges.
 
También leía, si ahora no me equivoco,
el Gaspard de la nuit, de Aloysius Bertrand,
y el Grand Maulnes, de Alain Fournier.
 
Eran lecturas que marcaban,
que establecían una diferencia.
 
Si uno leía a Alain Fournier o a Franz Kafka,
ya no tenía nada que ver con el mundo
de Mariano Latorre, de María Flora Yáñez,
de las academias de la época.
 
Uno pasaba a integrarse
a unos grupos misteriosos
que se daban cita en los bancos del Parque,
en las cercanías del Bellas Artes,
cerca de arbustos determinados,
y donde acudían musas espléndidas
y escritores que nunca habían publicado
y que nunca publicarían ni una sola línea,
pero que eran capaces de contar
sus libros virtuales, imaginarios,
inexistentes, en largas veladas.
 
Creo que a esa categoría pertenecían
el poeta Eduardo Molina
y el bibliófilo Jorge Sanhueza,
más conocido como el Keke Sanhueza.
 
¡Cuántas historias del Keke,
cuántos inventos del poeta Molina,
cuántas discusiones barrocas
entre Lucho Oyarzún y Roberto Humeres!
 
De ahí pasábamos algunas veces,
cuando alguien tenía un poco de plata,
al Club Alemán de la calle Esmeralda,
en cuya entrada había un busto de Mozart
pintarrajeado, de bigotes,
con la cabeza atiborrada de sombreros,
o a un boliche de mala muerte
que se encontraba en el fondo de la Casa Colorada.
 
Me acuerdo de que los músicos
también paseaban por el Parque Forestal,
confundidos con los profesores de derecho.
 
Hablo de don Domingo Santa Cruz, de Juan Orrego Salas,
de Gustavo Becerra, del maestro Armando Carvajal y de Blanca Hauser.
 
No era imposible que Acario Cotapos
también apareciera por esos lados,
y hasta don Alfonso Leng,
silencioso y un poco misterioso.
 
Los músicos caminaban casi siempre despacio,
con la posible excepción de Gustavo Becerra,
y los juristas solían avanzar a tranco firme para llegar a sus clases.
 
El profesor de caminar más lento
era Gabriel Amunátegui, especialista en Derecho
y creo que en Historia Constitucionales.
 
Don Gabriel frecuentaba los bares
de los alrededores de la Plaza de Armas,
la Bahía, el Capri, y llegaba
con los grandes bolsillos del abrigo
atestados de papeles y de diarios.
 
Había un desconocido, entretanto,
 que bajaba a paso lento, vestido de negro,
pálido de cara como la muerte,
y nosotros decíamos que era Charles Baudelaire
en su reencarnación santiaguina.
 
Entre las lecturas obligatorias de aquellos años
figuraban Las flores del mal,
además de las obras de Jean-Arthur Rimbaud,
de Stéphane Mallarmé,
de los jóvenes Jean-Paul Sartre y Albert Camus.
 
Después se escuchó hablar en los senderos del Parque
de autores algo diferentes,
de William Faulkner y hasta de Truman Capote.
 
Y Claudio Giaconi, asiduo del Parque Forestal,
figura que parecía desprenderse de la niebla
y avanzar hacia nosotros, declaró en una oportunidad,
con la mayor soltura, sin complejos de ninguna especie,
que el Faulkner chileno era él.
 
No sé si todo esto es un mito, una fantasía del pasado,
y si tampoco sé si el espíritu de las ciudades puede salvarse.
 
De hecho, la gente partió a otros barrios, emigró a otros países,
y sentí en alguno de mis regresos que todas esas cosas habían muerto.
 
Siempre me impresionó en París, por ejemplo,
el culto del silencio, del descanso
o de la concentración de los otros,
y el culto del ruido me impresiona
en Santiago desde hace décadas.
 
En el último de los conciertos roqueros que me tocó observar,
habían puesto una enorme tarima frente a la entrada del Bellas Artes.
 
Era una verdadera afrenta,
y entrar a visitar la exposición de Rodin,
que ya se encuentra en sus últimos días, resultaba difícil.
 
Además, todo el despliegue, la perturbación,
la contaminación general, se hacían en beneficio
de tres o cuatro docenas de espectadores
que comían empanadas y que tenían caras de aburridos.
 
Terminaré con una anécdota sobre el curso francés del silencio.
 
En los años sesenta, el joven Mario Vargas Llosa
escribía la primera versión de La casa verde, su segunda novela,
en un pequeño departamento de la rue de Tournon, en pleno Barrio Latino,
a poca distancia del Senado y de los jardines del Luxemburgo.
 
Con frecuencia aporreaba su vieja máquina de escribir
hasta pasadas las diez de la noche.
 
Entonces, con la puntualidad de un reloj,
escuchaba unos feroces bastonazos de advertencia
que le golpeaban el techo desde el departamento de arriba.
 
Era la viuda del famoso actor Gérard Phillipe, fallecido hacía poco.
 
La viuda admitía el ruido civilizado de las teclas
hasta las diez en punto y sabía, por lo demás,
que se trataba de un joven escritor originario de un país remoto,
pero a partir del minuto en que sonaban las diez
reclamaba su derecho sagrado al silencio y al descanso.
 
Nuestras autoridades edilicias y administrativas
habrían instalado un escenario frente al palacio del Luxemburgo,
de la época de Enrique IV y de María de Médicis,
y habrían lanzado los tam tam de la selva a los cuatro puntos cardinales.
 
Es probable, claro está,
que hubieran sido ajusticiados
en la guillotina, y muy merecidamente.

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