Diario La Segunda, Viernes 24 de Agosto de 2012
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Los olvidados suelen ser mejores que los recordados, más interesantes. La lista de los olvidados disminuye por un lado y aumenta por el otro. En una época no existía en la memoria común José Lezama Lima, el autor cubano deParadiso, después empezó a existir, y ahora lo hemos olvidado de nuevo. Caprichos de la memoria, se podría decir. Los escritores que luchan por ser conocidos y recordados, los que difunden por internet la menor de sus producciones, los que corren y sudan la gota gorda, me dan un poco de risa. Es decir, no me infunden verdadero respeto. Hay que aguantar, hay que tener paciencia. Hay que hacer como Fernando Pessoa, el poeta portugués, que declaraba que la fama era una cuestión plebeya (con este adjetivo preciso), y que cuando salía de su oficina para tomarse una copa de vino, le decía a su jefe que tenía una reunión importante con el señor Perales. El señor Perales era el mesonero del bar de la esquina. Si usted huye del mal gusto, como decía el joven Pablo Neruda, cae en el hilo. Si usted se toma en serio, cae en el más completo ridículo.
Estuve hace algunas semanas en la provincia francesa de Picardía, en la ciudad de Compiègne. Miré el mapa, como aficionado que soy a los mapas, en esta época de orientación electrónica, y descubrí que estaba a muy poca distancia del pueblo de Gournay. Conozco Gournay por María de Gournay, la joven que le escribió una apasionada carta de amor a Miguel de Montaigne, ¿amor literario, amor físico?, en un momento en que ella tenía 22 años y él, 55. Pues bien, descubrí algo que me pareció más bien inquietante: que nadie en Gournay tiene la menor idea de quién era Marie de Gournay. Ella perseveró en su pasión literaria, se transformó en la editora póstuma de los ensayos, consiguió llamar la atención del cardenal Richelieu, recibió una pensión vitalicia suya, pero en su pueblo, en su provincia, junto a la casona familiar que a ella le gustaba llamar castillo, nada. Gournay es un lugar amorfo, sin memoria, sin historia. Me hubiera gustado decírselo a su alcalde, y me imagino su reacción. A lo mejor me habría preguntado que dónde queda Chile. Y yo habría contestado a su pregunta con la mayor amabilidad, con toda clase de indicaciones y detalles. Chile, fértil provincia y señalada… Así habría podido comenzar.
Pues bien, Marie de Gournay, hija de elección del señor de Montaigne, como a ella le gustaba definirse, sólo es recordada hoy entre pequeños grupos feministas y uno que otro profesor universitario. Doblo esa página y un amigo español, durante unas breves vacaciones en el pueblo de Comillas (fui ganador en una época remota del Premio Comillas de biografías, autobiografías y memorias), me propone visitar el pueblo no demasiado lejano de Oña. A mí se me encienden algunas luces mentales. Usted encuentra Oña en el mapa si baja de Santander, antes de llegar hasta Burgos. Me imagino que existe alguna relación entre ese lugar, y ese nombre, y nuestro Pedro de Oña, el autor deArauco Domado, el furibundo contradictor de don Alonso de Ercilla y La Araucana. Mis amigos del norte de la península, a todo esto, no habían escuchado hablar nunca del poeta nuestro, que nació en Angol, llamado en el siglo XVI Angol de los Confines, pero cuyos antepasados probablemente provenían de Oña. Haré la excursión, buscaré huellas históricas, y lo más probable es que no encuentre nada. A lo mejor tendré ocasión de advertir sobre la existencia del personaje. La única persona de España que ha leído con atención y con entusiasta admiración a Oña, que yo sepa, es el poeta Pedro Gimferrer. La contradicción entre Oña y Ercilla es una paradoja interesante. Oña, chileno de origen español, católico ferviente, vivía al lado de la Araucanía y les tenía mucho miedo a los malones, a los ataques de las tribus araucanas. Detestaba el paganismo en todas sus formas, y sobre todo el paganismo supersticioso, el de los imbunches y las meicas tribales. Don Alonso, en cambio, poeta cortesano, oriundo de Bermeo, hombre de cultura clásica, llegaba a los escenarios de guerra del sur de Chile, en medio de la maravillosa selva austral, entre volcanes, ríos profundos, lagos comunicados, y sentía que Lautaro, Colo Colo, Caupolicán, eran héroes de la mitología griega, semidioses de un mundo ignorado. Don Pedro se dedicó a describir la barbarie primitiva, con versos barrocos admirablemente cincelados, y don Alonso, el hombre de corte, poeta soldado, cantó a sus enemigos en octavas reales. Las estrofas de Oña sobre la brujería en el sur del mundo, en aquellos confines, son oscuras, sombrías, maestras. Las octavas reales de Ercilla son doradas, admirativas. A Ercilla, en su contienda personal con el jefe de su expedición, don García Hurtado de Mendoza, le fue bastante mal. Obtuvo algunos cargos menores, a su regreso a España, y al final, olvidado, desdeñado, tuvo que ganarse la vida con una pequeña tienda de cachivaches y antigüedades en su pueblo natal. Pedro de Oña, en cambio, se instaló en Lima, la capital del Virreinato, y prosperó. La posteridad ha sido mezquina con él y generosa con Ercilla. Por razones que no son estrictamente literarias. Propongo un ajuste de reconocimientos, aunque sea tardío: celebrar las octavas reales del poeta soldado de Bermeo y aplaudir también los deslumbrantes versos barrocos, que alcanzan acentos superiores en la alabanza de la naturaleza, del hombre de Oña y de Angol de los Confines.
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