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Divagaciones no van de vacaciones... por Jorge Edwards



Diario La Segunda, Viernes 31 de Agosto de 2012
Durante las vacaciones europeas del año pasado, hice un breve viaje a Chile, me enredé, o me dejé enredar, en interminables cuestiones ministeriales, pasé frío, me mojé con la lluvia y no llegué a ninguna conclusión interesante. Ahora vine al pueblo cantábrico de Comillas, lugar que conocí en épocas mejores, gracias a mi amigo y editor Antonio López Lamadrid, y he gozado de unas vacaciones insuperables: lectura, escritura, contemplación del mar desde mi habitación de hotel, reencuentros diversos, en lugares variados de la geografía montañesa, con viejos amigos y con algunos nuevos. Tenía algunas nociones, pero ahora he descubierto, en pocos días, aspectos extraordinarios de una región que se extiende entre Santander, Laredo, algunos pueblos de Asturias, Oña y Burgos por el sur. Mucha gente pasa el verano por estos lados, en casas de campo, de playa, en mansiones santanderinas, que me recordaron hasta cierto punto, guardando algunas distancias, las buenas casas de Viña del Mar de mi juventud, del barrio de Chorrillos, de Reñaca y sus alrededores. Me encontré, también, con una forma de conversación, con apasionantes países de la memoria o, si quieren ustedes, de la historia privada.
Por ejemplo, me enteré anoche de que hubo un curioso intento de canonizar a don Marcelino Menéndez y Pelayo, el autor de la enorme Historia de los heterodoxos españoles. No hablo de un intento figurado, no empleo una metáfora. Los admiradores de don Marcelino, entusiastas, fanáticos, incondicionales, llegaron al extremo de pedirle al Papa, creo que Pío XII, que iniciara el proceso de su canonización. En su análisis crítico de la heterodoxia, de la blasfemia, de la herejía, don Marcelino acumulaba méritos indudables. Pero el examen de su vida privada arrojó resultados nefastos, que terminaron con el intento de canonización sin réplica posible. Se comprobó que don Marcelino tenía la desgraciada costumbre de ir a casas de mala reputación, y su asistencia era imposible de ocultar. En esos tiempos, existía el hábito de formar cola, pero cuando los clientes divisaban a don Marcelino, le cedían los lugares, por respeto, y le pedían que pasara adelante. Se dice que el polígrafo, a sus 22 años de edad, hizo oposiciones en contra de don Emilio Castelar, político y orador célebre, citado con frecuencia por don Arturo Alessandri Palma, y le ganó. Fue el catedrático más joven de España. Pero ser santo del santoral católico ya era otra cosa.
En la reunión había un gran experto en arte, coleccionista y economista, cosa que me permitió conocer relaciones curiosas de los artistas con el dinero. Velázquez, el pintor de Las meninas, era, como ya se sabe, un notable anticuario, pero yo no había escuchado nunca que Marcel Proust hiciera operaciones eficaces de bolsa, en los años mismos en que vivía encerrado y escribía su novela monumental. Expresé dudas, con abierta mala educación, y me dieron pruebas documentales y referencias que no conocía. Supe, sin ir más lejos, que el abuelo materno del novelista, de apellido Weil, era corredor de la Bolsa de París. La gente que opera en la bolsa habla del tema en las conversaciones familiares y los niños se impregnan desde sus primeros años. Aprenden desde muy temprano a conocer un título, a conocer el significado de la palabra “cotización” y de la palabra “dividendo”. Eso me consta por experiencia. Y Marcel Proust, a quien llamaron durante años “el pequeño Marcel”, tuvo que manejar con habilidad sus bienes hereditarios para dedicar doce o más horas del día a la elaboración de su manuscrito, o para poder contemplar sin la menor distracción un cuadro de Vermeer, o para recuperar una sensación visual u olfativa que había perdido en Venecia. Sí, señores. Visité la ciudad normanda de Illiers, el Combray de Marcel Proust, como dicen las señales del camino, y conversé con el doctor encargado de la casa de veraneo de la familia, un antiguo amigo del hermano médico de Proust. Había convencido a Mario Vargas Llosa para que se uniera a la excursión, a cambio de acompañarlo después a una visita flaubertiana de alguna clase. El doctor y curador de la casa “de tía Léonie” nos dijo que Proust había muerto en un departamento del Boulevard Haussman de París. Me permití corregir el dato del amable doctor y presidente de la sociedad de amigos del escritor. Proust, en realidad, junto a su manuscrito de más de un metro de altura y no terminado, en su habitación acolchada para amortiguar los ruidos de la calle, había muerto en el número cincuenta y tantos de la rue Hamelin, a pocos metros de la avenida Kleber, no lejos del Hotel Raphael, que todavía existe. El simpático doctor se golpeó la frente, reconociendo su error, y exclamó: “Ces sud américains savent tout!” (¡estos sudamericanos lo saben todo!). Yo me abstuve de decir que vivía muy cerca y que pasaba frente a la placa del autor de la Recherche, que correspondía ahora a un hotel de barrio, casi todos los días. La librería Au sans pareil, uno de los templos del surrealismo de los años veinte, editora de los manifiestos de Vicente Huidobro, hoy día desaparecida, quedaba a la vuelta de la esquina. Y ya que he mencionado a don Arturo Alessandri, puedo informar, sin pedirle a nadie que me canonice, que durante su exilio de los años veinte vivió en la rue Boissière, al otro lado de la avenida Kleber, a metros de la Plaza de Victor Hugo.
La conversación montañesa me sacó de las montañas, como advertirán ustedes, pero podría regresar con facilidad a sus vericuetos, a sus desfiladeros geográficos y mentales.

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