por Gastón Soublette
Diario El Mercurio,
jueves 30 de agosto de 2012
Aconsejado por unos amigos
del Cerro Toro de Valparaíso
visité el enorme basural
que hay tras unas colinas
en el sector alto de la ciudad
llamado «Montedónico».
Se me advirtió
que si iba solo, no saldría vivo.
Por esa razón, contraté a cinco matones,
a quienes pagué por mi protección.
Según se me informó,
hay un centenar de personas
que viven en el basural,
porque seleccionan desechos
que venden obteniendo por ello
una pequeña ganancia.
La acumulación de desechos
en ciertos lugares ha formado
una capa estratificada
de varios metros de espesor.
En algunos cortes a pique
de esa gruesa costra,
algunos recicladores de basura
han cavado cuevas
dentro de las cuales viven.
En nuestro deambular de ese día
pasamos frente a una de esas guaridas,
cuya entrada estaba cubierta
por una tela de saco.
Su ocupante solitario
al oír nuestros pasos
y nuestras voces,
creyendo que veníamos
a disputarle su mercadería,
comenzó a insultarnos desde adentro.
Uno de mis acompañantes le gritó:
«Tranquilo, tranquilo, compadre,
no le venimos a quitar nada de lo suyo,
sólo andammo visitando».
Él, entonces, corrió la tela
que cubría la entrada
y salió a nuestro encuentro.
Era un hombre de baja estatura,
de unos cuarenta años de edad,
mal trajeado y muy sucio,
cuyo rostro exhibía
la cicatriz de un tajo
de más de diez centímetros.
Mientras nos miraba sin decir palabra,
y obedeciendo yo a un impulso irresistible,
descendí hasta la entrada de la guarida,
y lo saludé dándole la mano
y diciéndole: «buenos días, señor».
Esa actitud pareció complacerle
porque sonrió, tras lo cual dijo:
«Yo soy el cordero».
Sorprendido por este recibimiento
le pregunté por qué se presentaba
de ese modo, a lo que él me respondió:
«Entre en mi casa y lo sabrá».
Mis acompañantes
me aconsejaron no hacerlo.
Uno me dijo al oído:
«Lo quiere matar», lo cual
no me amedrentó en lo absoluto,
y convencido de que nunca más
volvería a vivir
una experiencia semejante,
y haciendo de tripas corazón,
entré en la cueva de basura,
la cual era suficientemente alta
como para caminar agachado.
Sobre una mesa destartalada
había una vela encendida.
Él la tomó y la acercó
a un poster coloreado
que había pegado
en una de las paredes,
el cual representaba a Jesús
llevando sobre sus hombros
la «oveja perdida».
Entonces él, mostrando con el dedo
la oveja, dijo: «Ese corderito soy yo».
Mis acompañantes
estaban muy sorprendidos
de que «el señor profesor»
hubiera consentido en hacer algo
que ellos consideraban descabellado,
y más sorprendidos
de verme salir de la cueva
con lágrimas en los ojos,
imposibilitado por la emoción
de explicarles en lo inmediato
qué había ocurrido adentro,
a ellosque habían imaginado lo peor.
Había escuchado este relato de don Gastón Soublette en una entrevista que transmitieron por televisión. Me alegro que ahora lo haya consignado por escrito.
ResponderEliminarTodos somos, particularmente el suscrito, ovejas perdidas...
O para ponerlo en palabras de ese notable poeta chileno, Juan Luis Martínez: «El sublime pescador es el Cristo de la mano rota a cuyo anzuelo aún nos resistimos»
Hay una lección magistral del único Maestro
contenida en este emocionante relato y testimonio
a cargo del distinguido «señor profesor».