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Días de cine: Ruiz y los fantasmas por Héctor Soto



Sanfic 8 estrenó La noche de enfrente. Filmada en Antofagasta, es una obra de despedida: rara, funeraria y sobre todo muy chilena.

La noche de enfrente fue la última película de Raúl Ruiz, muerto hace un año. Aunque en los próximos meses sigan apareciendo trabajos que nadie sepa cuándo y cómo los hizo, estas imágenes tienen mucho de despedida. La razón es obvia. No solo es una cinta crepuscular sino también fantasmal y funeraria. A pocos realizadores les gustaron tanto los fantasmas: le fascinaron desde niño, los filmó con complicidad y terminó él mismo convertido en fantasma. No hay otro más presente que él en el cine chileno. Ni otro más poderoso en la cinefilia latinoamericana.

Filmada en gran parte en Antofagasta -una ciudad que está más en su cabeza que en el ranking de las regiones más pujantes de Chile-, la cinta comparte la vitalidad delirante del cine que Ruiz filmaba en Chile. En Francia, en otros países, tenía que cuidarse más. Aquí se abandonaba sin culpa a sus ensueños y demonios. Incluso él advirtió en una entrevista que le hicieron en Antofagasta que en La noche de enfrente las imágenes, los personajes, las ficciones, iban a terminar quitándole el control de la cinta.

Efectivamente se lo quitaron. Esto no es lo que los críticos de antes llamaban una película redonda. Es demasiado heterogénea. Está la historia de don Celso, el jubilado ya medio muerto que el destino viene a matar; está el niño que ese personaje fue, con Beethoven y el Capitán Silver incluidos; está la historia de un escritor francés que da clases a jóvenes dormidos y está también esa pensión antofagastina donde ocurren cosas extrañas. Nada se articula muy bien. Sin embargo, en cada uno de estos frentes la cinta despliega a un Ruiz haciendo lo que más le gusta, invocando detalles deliciosos del viejo Chile, reivindicando con infinito cariño la retórica hueca de nuestro discurso sentimental después de la segunda copa, apelando a la majestad del bolero o del tango, a Lucho Gatica o a canciones emblemáticas del campo chileno. Más que cualquier otra cosa, eso es la película. De ahí lo rara que es. Y lo difícil que fuera de Chile puedan siquiera entenderla.

Ruiz fue un realizador complejo, irrepetible y de una fecundidad endemoniada. Tenía una mente que se sentía a sus anchas tanto en la teología medieval como en la metafísica embriagada de las conversaciones de bar. La noche de enfrente deja en claro que también fueron muy importantes para él el teatro del absurdo de los años 60 y algunos escritores nacionales que ya poca gente lee. Esta realización se inspira en Hernán del Solar. Días de campo en Federico Gana. Son herencias literarias vacantes.

¿Tienen emoción estas imágenes? En realidad, poca. ¿Son coherentes? La verdad es que no siempre. ¿Valen la pena? Sí, claro que sí. Con todo lo extraviada que pueda ser como un todo, esta es una película muy muy cómica, asociada hasta la desesperación a ese viejo Chile un tanto fantasmal que siguió viviendo en la memoria de Ruiz mejor que en ningún otro lado.

Divertida y todo, el saldo de La noche de enfrente es triste.

Triste desde luego porque el cineasta ya no está. Porque el país de su corazón y donde su cabeza se formó se ha venido evaporando. Y triste, no en último lugar, porque para un tipo de la voracidad narrativa suya, en el fondo todos los finales dejan un sabor amargo. Sabemos que aquí termina todo. Aunque también sepamos que es aquí donde empieza.

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