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El barrio



por Francisco Mouat 
Diario El Mercurio, Revista Sábado
31 de Diciembre de 2011

Una señora vende paraguas de dulce para la Navidad. Desde hace unos años se instala durante casi todo diciembre en la misma esquina del barrio alto de la gran ciudad. Complementa sus ventas con un letrero hecho a mano que firma con un extemporáneo Viva Chile. En casa hemos adquirido la costumbre de comprarle paraguas de dulce, papel de regalo, cintas y adhesivos. Sospechamos que sus ventas no son malas, porque ha decidido volver a la misma esquina cada nuevo año. La señora que vende paraguas de dulce pasa durante diciembre todo el día en la calle, desde las siete y media de la mañana hasta las ocho de la noche, y cuando tiene ganas de ir al baño suele recurrir a la buena voluntad de algún comerciante del vecindario que no se haga problema para facilitárselo, casi siempre la dueña de un bazar-librería que abre como a las diez. La señora que vende paraguas de dulce para la Navidad estaba esta mañana desesperada por ir al baño. En palabras simples, se meaba y el bazar aún no abría. Corrió angustiada hasta el edificio vecino al mío, y desde la puerta le hizo señas al conserje y le rogó para que le abriera, indicándole con sus gestos que se hacía, que por favor le prestara un baño. El conserje se hizo el loco, decidió no mirarla, y por supuesto tampoco abrió la puerta. Ella no tuvo más remedio que parapetarse detrás de un auto, bajarse los calzones y orinar. El conserje se hizo el loco no necesariamente porque sea un canalla insensible, aunque tal vez lo sea. Ocurre que ese conserje está contratado por un administrador que a su vez está contratado por un grupo de vecinos entre los cuales, estoy seguro, hay varios que verían con muy malos ojos que la señora que vende paraguas de dulce para la Navidad en la calle ocupe uno de los baños del edificio. El conserje tiene miedo de arriesgar un reto y hasta su trabajo si se sensibiliza frente al aleteo nervioso de una mujer de la que no sabe ni su nombre. El conserje piensa que podría perder su trabajo porque su trabajo es fundamentalmente desconfiar. Desconfiar de todos y cada uno de los desconocidos que aparecen por el edificio y que bien podrían ser ladrones o asesinos. Se ve cada cosa en la televisión. Gente muy mala. Todos hemos escuchado historias. La señora que vende paraguas de dulce para la Navidad no tiene la culpa, pero si le abro la puerta y justo aparece uno de los vecinos más jodidos y me acusa de descuidar la seguridad del edificio, capaz que pierda la pega por culpa de una señora a la que no conozco y que jamás podría ayudarme a conseguir otro trabajo. Así que no pienso hacerle caso. En el edificio de al lado al que quiso entrar la señora que vende paraguas de dulce es decir, el edificio donde vivo yo, una vez un vecino reclamó porque uno de los conserjes se puso trajebaño y se metió a la piscina a reparar un desperfecto a vista y paciencia de otros vecinos que a esa misma hora se bañaban. A ese ciudadano le pareció inadmisible que uno de los trabajadores del edificio ocupara por un momento la misma piscina en la que él y su familia chapotean cada verano, aunque en este caso ni siquiera lo hiciera para refrescarse, sino para ayudar a que el chapoteo del señorito fuera sin contratiempos. Tengo derecho a pensar, entonces, que el conserje que no le prestó un baño a la señora en realidad lo que hizo fue protegerse de una mentalidad extendida entre los de mi barrio, formando parte de una maldita cadena que nos tiene convertidos a ratos en unos ciudadanos monstruosos, presos de un modo de vivir del cual deberíamos sentir vergüenza. 

Y eso que el pedazo de barrio alto donde vivo todavía tiene algo de barrio. Rodolfo nos trae diarios y revistas desde el quiosco de la esquina. A Óscar le compramos menudeo de almacén casi todos los días. La Martita nos provee de artículos de bazar y escritorio. Si necesitamos un remedio, a cuatro cuadras hay una farmacia pequeña no coludida, casi al lado del peluquero y de donde enmarcamos fotos y pinturas. Hay también un bandejón central arbolado donde es grato caminar o andar en bicicleta, y donde puñados de adolescentes escolares se echan después de clases con espíritu vagabundo. La fruta y la verdura la trae don Alberto. Nos apuntamos en un cuaderno y pagamos cuando podemos. Es el mismo barrio que esta mañana mostró su peor cara, obligando a una mujer que vende paraguas de dulce en Navidad a orinar en la calle, con vergüenza, una vergüenza que es a nosotros a quienes retrata. 

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