por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias,
Lunes 2 de enero de 2012
Me doy cuenta de que hace días
ando acarreando para todas partes
un libro sobre el arquitecto
Ricardo Larraín Bravo
(bisabuelo de cierta Quenita
bastante más famosa que él).
El libro, cuyo autor
es Marcelo Vizcaíno Pagés,
trae, entre otros documentos,
fotos de las casas, palacios
y edificios santiaguinos
que Larraín diseñó
entre 1904 y 1936.
Observar esas fotos,
la mayoría de ellas
captadas en illo tempore,
es una experiencia
un poco inquietante
que no se queda solamente
en la apreciación de los
arquitrabes, cúpulas o espigas.
Primero, porque el conjunto de imágenes
retiene el espectro de una ciudad
de la que nos estamos despidiendo hace rato,
aquella que estaba íntegra y bullente
hace medio siglo, cuando empezábamos
a pasar los adánicos ojos por la realidad.
Hay algo más:
como estoy en el trance
de darme cuenta de cosas,
me doy cuenta de que en media vida
consagrada a la circulación pedestre
muchas veces, realmente muchas veces,
he caído en el influjo hipnótico
de las edificaciones de Larraín Bravo
sin saber que en el trasfondo
de sus bellas formas había
un autor, una persona, una mente.
La Basílica de los Sacramentinos,
por ejemplo, donde fui bautizado
en la fe que apenas sostengo:
cuántas veces después,
en años de iniciación imprecisa,
fui a contemplar
sus elevaciones desmesuradas
y sus fosos laterales,
como si hubiera en ellos
un mensaje que descifrar
vinculado al núcleo de la existencia.
La iglesia
iluminada en las noches,
visible a veinte cuadras,
parecía un faro puesto ahí
para señalar coordenadas
de una zona limítrofe
al mundo terrenal.
Como a los trece años
el destino me llevó
durante un par de meses
a efectuar incursiones
por la calle Porvenir.
Claro, esa casa
de altos techos
y de altas ventanas
de la esquina de Serrano,
con sus zaguanes caprichosos
y su pátina café descascarada,
era una cifra misteriosa del pasado.
En su interior,
espiado descaradamente
a través de los vidrios,
había todo el tiempo
una paz de hora
de once silenciosa,
una cuestión como
con dulce de alcayota
y té Demonio.
Es increíble constatar
que cada vez que
uno se quedó
estacado en la vereda
atraído por una casa misteriosa,
aparentemente hecha
para la pausada distribución
de la luz en su trayecto elíptico,
se trataba de una creación de Larraín Bravo.
De ese modo fui entrando
en contacto visual
(o "encuentro interior")
con la extraña utopía
de la Población Huemul,
más allá de la Avenida Matta;
el cité Adriana Cousiño,
la residencia del doctor Croizet,
en la calle Londres,
que tantas veces entreví
camino al colegio en las mañanas;
el palacio Iñíguez,
en Alameda y Dieciocho.
Invariablemente pensaba:
¿cómo será la vida allá adentro?
Larraín Bravo,
fichado en la casilla
del eclectismo arquitectónico,
o del barroco burgués,
participó del flujo modernizador
de Santiago del anterior
del cambio de siglo,
cuando nadie le hacía asco
a la ostentación
y se trataba de huir
simbólicamente de cualquier
rémora del marasmo colonial.
Sus construcciones obreras,
estimadas con los cánones actuales,
podrían ser calificadas de principescas.
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