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El soñador de tormentas


El soñador de tormentas
por Juan Villoro
[publicado en su momento en Revista de Libros del diario El Mercurio 14/07/2006]

Lo más extraño del periodista Jon Lee Anderson 
es que no se trate de un personaje de Graham Greene. 

Desde hace algún tiempo nadie lo supera 
en el arte de dar bien las malas noticias. 

Su monumental crónica 
La caída de Bagdad (Anagrama, 2005) 
combina el heroísmo 
de quien escribe en situaciones extremas 
con la cuidadosa tensión narrativa de un viajero 
que reserva cuartos en tres hoteles 
y depende de la intuición para dormir 
en el que no va ser bombardeado.

Anderson fue uno de los pocos 
periodistas norteamericanos 
que permanecieron en Irak durante la guerra. 

A la dificultad de obtener información bajo las bombas 
se agregaba el hecho de hacerlo en el idioma del enemigo. 

El cronista necesita pactos de confianza 
y el más importante que logró Anderson 
fue el de Ala Bashir, médico 
y pintor favorito de Sadam Husein. 

La caída de Bagdad ofrece el retrato 
de una nación en ruinas, 
pero también y sobre todo, 
el perfil de un hombre culto 
que aceptó estar cerca del dictador 
para evitar males mayores 
y sembró el país de atormentadas 
esculturas surrealistas. 

Anderson encuentra 
en el poeta iraquí Mutanabbi 
una clave para la peculiar relación 
del médico pintor con su mecenas: 
“La experiencia más amarga 
de un hombre libre es entablar amistad 
con alguien que no le agrada”. 

El tirano aceptó que Bashir 
lo contradijera ocasionalmente 
porque no podía perder la terapia 
de ser sincero al menos con una persona. 

Por su parte, el médico vio esa amistad 
como una imposición histórica 
que despertaba su curiosidad ante el poder 
y el deseo compensatorio de introducir 
cierta sensatez en medio del delirio. 

¿Puede haber resistencia en la complicidad? 
La caída de Bagdad indaga este tema inagotable.

Entre las muchas postales 
de los desastres de la guerra 
que recoge Anderson 
reproduzco una: 
en una palacio en ruinas 
un soldado norteamericano, 
incapaz de distinguir 
lo público de lo privado, 
defeca con tranquilidad 
sobre una lata de leche, 
mientras lee la revista Playboy. 

¿Hay estampa más elocuente 
de la procaz normalización del horror?

Durante tres años Anderson viajó a Irak 
como enviado de la revista New Yorker. 

Uno de los méritos de La caída de Bagdad 
es que reproduce los asombros en tiempo presente, 
como si se ignorara el desenlace. 

No escribe un historiador 
que busca el orden retroactivo del caos, 
sino un cronista en la indecisa línea de fuego.

Nacido en Estados Unidos en 1957, 
Anderson pasó buena parte 
de su infancia en Colombia, 
donde aprendió el español 
que domina con la inquietante 
pericia de los agentes dobles, 
y en Corea, donde entendió 
que las culturas distantes 
pueden ser una forma de la naturalidad. 

Su padre tenía un cargo diplomático 
un tanto vago: Agregado Agrícola. 

Más que un agrónomo, 
era un asesor político 
destinado a supervisar 
que el new deal se aplicara 
en naciones donde la propiedad 
y la explotación de la tierra 
son asuntos delicados. 

Cada cambio de país 
entusiasmaba al hijo 
que mataba los ratos perdidos 
revisando atlas.

La familia se iba a trasladar 
de Corea a Egipto, 
donde Jon Lee planeaba tener un camello, 
pero la crisis política en Medio Oriente 
hizo que fueran repatriados. 

Llegaron a Washington 
justo a tiempo para atestiguar 
los asesinatos de John F. Kennedy 
y Martin Luther King. 

A Jon Lee le costó trabajo 
adaptarse a un colegio 
donde se ganó el apodo 
de Chino Blanco 
por lo mucho que sabía de Oriente 
y donde el único camello 
perdía pelo en el zoológico.

Una nueva pasión 
lo acompañó en esos días: 
la taxidermia. 

El gusto por recrear 
de cuerpo entero 
ejemplares estofados de aserrín, 
regresaría años después 
en su exactitud para trazar perfiles 
del Rey Juan Carlos, Hugo Chávez 
o Gabriel García Márquez. 

A los 12 años se convirtió 
en el colaborador más joven 
del Instituto Smithsonian. 

Ahí trabó contacto con la secta 
de los taxidermistas extremos que 
saben todo de la vida sexual de las salamandras 
pero ignoran la hora en la que viven.

El cronista busca fijar la vida 
con una pasión equivalente a la del médico. 

Esto une a Anderson 
con su personaje Ala Bashir, 
a tal grado que le pregunta 
si se considera el embalsamador 
de Sadam Husein. 

Su interlocutor sonríe y guarda silencio. 

Poco después, comenta 
que ha leído un libro 
sobre la momia de Lenin. 

La crónica y la medicina 
son disecciones aplazadas.

Anderson heredó de su padre 
el gusto por la aventura en países lejanos, 
y de su madre, la pasión por escribir. 

Esta mezcla se advierte 
en cualquiera de sus crónicas. 

Después de conversar cuatro días con él 
en Cartagena de Indias, en la Fundación 
de Nuevo Periodismo creada por García Márquez, 
recordé una frase que mi hija me dijo a los cinco años: 
“Había pensado ser escritora, pero prefiero ser heroína”. 

Aunque Anderson se sitúa 
en el segundo plano del cronista, 
es obvio que su escritura 
depende de adentrarse 
en el horizonte de la acción. 

El heroísmo 
del corresponsal de guerra 
consiste en no cerrar los ojos.

Aunque profesa ideas de izquierda democrática, 
Anderson escribe sin agenda preconcebida: 
recrea el oportunismo de Aznar ante la Corona española 
con la misma distanciada ironía con que cuenta 
la relación de Hugo Chávez con su psiquiatra. 

La caída de Bagdad ofrece una subtrama elocuente: 
la forma en que los demás cronistas cubren los sucesos. 

El libro recrea el desplome 
y el modo en que Occidente lo registra. 

Anderson desconfía tanto 
del periodista ideologizado 
que llega a Bagdad 
intoxicado de certezas 
y rechaza todo lo que ve, 
como del león mediático 
que busca el ángulo fotogénico 
de la desgracia y acepta la invasión 
como un asunto de alto rating. 

La caída de Bagdad 
parte del presupuesto 
de que toda guerra 
es una disputa por la información: 
el retrato de los hechos 
incluye a sus testigos 
(algunos tan fastidiosos 
como el peluquero que insiste 
en que Anderson mantenga quieta la cabeza 
para mejorarlo con ínfimos recortes).

¿Es posible que un testigo radical aspire a relajarse? 

Desde los desiertos de Afganistán 
o las selvas de Bolivia, 
Anderson sintoniza 
el pronóstico de las tormentas 
para los pescadores ingleses. 

El reporte de los vientos 
le produce el sedante efecto 
de una canción de cuna.

En los rincones donde la historia se desordena 
en frentes de batalla, el americano impaciente 
sueña tempestades y despierta para contarlas.

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