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Una Abrupta Eternidad


por Raúl Zurita
[Extractado del libro
Cultura de Taller
27 artistas fotografiados en su espacio
Paz Errázuriz & Luis Poirot
Fundación Itaú
Santiago de Chile, 2009.]

Resulta difícil hablar de este libro 
de fotografías de atelieres de pintores,
realizadas por Paz Errázuriz y Luis Poirot,
sin comenzar por su final; por su En Memoria.

Son las fotografías 
de siete artistas muertos
captados en sus estudios.

Estas fotografías, empleando la odiosa
pero eficiente expresión puesta de moda
por Harold Bloom, han adquirido
un carácter canónico y las imágenes
que guardamos de muchos de esos artistas,
como lo muestran, por ejemplo,
los retratos de Mario Carreño de Errázuriz
y de Juan Egenau fotografiado por Poirot,
son exactamente lo que han construido estas fotos.

Pero más allá de esta constatación,
hay algo sobrecogedor en esta muestra,
algo irreductible que tiene que ver
con las formas con que nuestra sociedad
ha integrado a la vida aquello que por definición
está fuera del lenguaje y que por ende
es imposible de ser integrado: la muerte.

El hecho en sí no es complejo:
desde el comienzo de la historia
todas las sociedades humanas
son fundamentalmente
modos particulares de enfrentarse
con el dato insoslayable de la muerte.

Eso es concretamente una cultura,
y el problema esencial que nos plantea esta muestra
es que si alguien no informado mira estas imágenes,
no tendría a priori cómo saber quiénes son
los artistas vivos y quiénes son los muertos.

Nada hay en esos rostros que podría informarlo,
ninguna expresión en particular, ningún dato externo,
como sí lo sería la aparición en la fotografía 
de un diario con titulares muy recientes, 
poniendo un ejemplo con seguridad ingenuo.

Sólo la frase En Memoria reafirma el orden básico
con que nos entendemos con el mundo
en nuestra comunidad de vivos 
la memoria es sobre todo la memoria de lo muerto,
de lo que ya no está.

Me ha parecido que la refutación de la fotografía
a separar los vivos de los muertos
es el punto medular de este libro
y es inseparable de su desgarradora elocuencia.

Sabemos que el revelado fotográfico
es en sí un acto de la memoria,
acto que es a su vez la base
de ese inabarcable recordatorio
de la modernidad
que constituye la imagen fotográfica.

En rigor, todas las imágenes,
desde la pintura lacustre hasta la fotografía,
son el gran cementerio en donde reposan
los trazos de lo humano y cada cuadro
del museo decimonónico es el registro inmediato,
sin intermediarios, de la vida petrificada en la muerte.

La pincelada es así la huella 
de una existencia material, física, concreta
-aquello que hoy llamamos Rafael, Goya, Rubens,
son esas manualidades irrepetibles,
esas levísimas torsiones del pincel
estampándose para siempre en la tela-
tal como en ese museo omnipresente
de la modernidad que constituye la fotografía,
ella es el registro de vidas que 
se han convertido en irradiación, en auras.

La fotografía dobla lo real 
como en el cuento 
Funes el Memorioso de Borges,
sabiendo que nunca tendremos el tiempo
para ver ese doblez infinito
de cada segundo de la vida
que es exactamente lo que llamamos la muerte.

El invento de la fotografía en base al revelado
es, junto con la creación de los sistemas hospitalarios
y la masificación del periódico, el hecho medular 
de la cultura a la cual todavía permanecemos.

A través de la imagen fotográfica 
las nuevas sociedades
que emergían de la revolución industrial,
pudieron, segundo a segundo,
ritualizar lo que ya no es,
e integrar de un modo nuevo
la muerte en la trama de la vida.

Es precisamente esa profunda relación 
con la muerte y la memoria
lo que caracteriza esta muestra.

Paz Errázuriz y Luis Poirot,
junto con contarse 
entre los creadores 
más poderosos de nuestro país,
representan extremos opuestos
y a la vez complementarios
de entender la fotografía
y cuya característica común,
tal como se puede ver nuevamente acá,
es que sus imágenes carecen
de la más mínima sombra de concesión,
son impecables y de un rigor formal extremo.

La memoria del siglo XX
no está registrada en su pintura
sino en su fotografía,
por lo que es en buena parte
una memoria en blanco y negro,
y en ese sentido las imágenes
que aquí miramos tienen un sustrato común
sin el cual serían inconcebibles: la memoria chilena.

Esa memoria, al menos hasta el año 1978
en que se introduce la televisión a color,
es una memoria en blanco y negro.

Fotografiar hoy en blanco y negro, 
es siempre, sea cual sea el tema que se elija,
regresar a ese punto central donde 
la realidad se revela como tragedia.

Las fotografías que los familiares
de los detenidos desaparecidos
llevan adheridos a sus chalecos
son fotos en blanco y negro,
las fotografías del bombardeo de La Moneda
son en blanco y negro, y las notables
secuencias que ahora vemos,
inevitablemente comparten
ese río profundo de nuestra historia.

Optar entonces por la fotografía en blanco y negro
implica una elección que no sólo es estética,
sino que es una elección moral  y, en su sentido 
más acuciante, es una opción política.

Los actos humanos son más efímeros
que sus consecuencias
y los hechos trágicos de Chile
también han determinado
una manera de mirar, 
de ver, de ser captado.

El tema de este libro son los atelieres de 27 
de los más reconocidos artistas visuales de Chile.

Como documento está plenamente logrado,
y quienes miren estas fotografías
estarán mirando el registro,  a menudo arrasado,
de la infinita soledad de la creación artística,
de la ferocidad devoradora de su angustia
y, al mismo tiempo, estarán leyendo
dos maneras de mirar esa soledad.

Todo arte llevado al extremo
-y la fotografía es uno 
de los ejemplos más elocuentes de esto-,
es siempre un autorretrato.

El fotógrafo fotografía su propia mirada;
lo conmocionante es que esa mirada es el mundo.

Vemos así estos rostros capturados,
ninguno de ellos ríe.

Por el contrario,
la sumatoria de estas imágenes
nos ha puesto frente a un escenario
donde lo primero que parece emerger
es el espectáculo de una desolación inextirpable.

Siguiendo al Kawabata de Lo Bello y lo Triste,
vemos que parte de la tumefacta grandeza
de estos retratos radica en que son
extraordinariamente bellos
y extraordinariamente tristes.

Así, tanto las alucinantes perspectivas 
de Luis Poirot, la metafísica de sus encuadres,
donde lo humano emerge como un dato más del espacio
revelando la dimensión abismante de su soledad,
sin el más mínimo interior para entablar otro diálogo
que no sea el monólogo con la propia angustia, por una parte, 
como la intimidad de los planos sobrepuestos de Paz Errázuriz,
donde las imágenes parecen querer salirse de sí mismas
para abrazar la mirada que las acoge
(ese detalle de los zapatos al borde del muro,
de la silla de playa en el estudio de Balmes y Gracia Barrios,
la cara de Bororo asomándose sobre su tela),
convergen en tomas que tocan el límite de lo expresable.

Se trata entonces de una tristeza radical, desértica,
irremontable, que se apodera de todo, de las caras
y de los espacios como se ve en ese cuadro de Bororo
que la fotografía de Errázuriz revela en su contenido latente:
los característicos trazos chorreantes de su pintura
están informándonos por la sangre, que muestra también
la dimensión casi premonitoria de las desérticas tomas
de Gonzalo Cienfuegos o la iluminación abrupta, sacra,
del rostro de Federico Assler, realizadas por Poirot.

Desde ángulos diferentes vemos unirse así
las conmovedoras fotos de Gracia Barrios
y Conchita Balmes de Paz Errázuriz, por ejemplo,
con las desoladas tomas de Samy Benmayor
y de Francisco Gazitúa, captadas por Luis Poirot.

Nuevamente lo impresionante 
es el trasfondo que iluminan estas imágenes.

Lo que aparece entonces
es una suerte de contracara,
pues son retratos 
que a su vez retratan una historia 
que no había sido expuesta
de esta manera antes:
la historia de nuestra mirada.

Aunque el hecho de que se tratase
de fotógrafos de la jerarquía de ambos
hacía presagiar de inmediato
el nivel de lo que ahora vemos,
lo que no era presumible
es la magnitud de lo expuesto,
la vastedad de su gesto,
la totalidad que mueven.

Las comparaciones son odiosas,
como el de los escritores de los narradores,
ha sido explotado en las revistas
de las sociabilidad ABC1 de nuestro país.

La diferencia es simplemente abismante.
Es tan abismante como la distancia que media
entre Electra interpretada por Irene Papas
y una comedia de Doris Day.

Los pintores y los espacios son los mismos,
los mesones, los tubos de pintura,
la escrupulosidad minimalista de algunos
y el desorden caótico o estudiado de otros
y, sin embargo, están mostrando
dos cosas diametralmente opuestas,
tan opuestas que la emergencia
de una forma de representar
significa la muerte de la otra.

Lo que esta polaridad extrema nos muestra
es la situación del lenguaje.

Una obra entonces como la que aquí se presenta,
muestra que la excepcionalidad de Errázuriz y Poirot
reside, y en una medida esencial, 
en el haber hecho una opción de lenguaje 
en una época en que el lenguaje agoniza.

Y es paradojalmente esa agonía del lenguaje
la que le otorga a estos retratos
su desvelada consistencia.

Su contrapunto es el triunfo absoluto
del idioma publicitario, es decir,
el triunfo de aquel idioma
cuya característica más trascendental
es haber consagrado el divorcio absoluto
entre significantes y significados.

El triunfo del spot, del slogan, del Photoshop,
donde ninguna palabra dice lo que dice,
ni ninguna imagen muestra lo que muestra.

La función del lenguaje publicitario,
su omnipresencia, su absolutismo,
es borrar la memoria
para crear la mnemotécnica de la marca:
Impossible is nothing, y retirar así 
la muerte del horizonte de los vivos
creándoles, en función del consumo,
la ilusión de la inmortalidad.

Es, en un sentido metafórico,
lo que representa lo digital de lo revelado.

Debo aquí hacer un paréntesis:
por supuesto, como todo arte,
las elecciones y las afinidades son tantas
como el número de artistas que existan.

A diferencia de la ciencia,
donde el más mínimo contraejemplo basta
para que la más relumbrante teoría se venga abajo,
en arte todo es contraejemplo, y no me cabe duda
de que las nuevas tecnologías que han creado
tanto el hipertexto como la fotografía digital,
por ejemplo, ya deben tener 
sus Shakespeare y sus Miguel Ángel.

Esto es así y es absurdo entrar en una discusión sobre el punto.

Sin embargo, la diferencia entre este libro
y las otras publicaciones con el mismo tema
a las que aludíamos, es que el arte 
de Poirot y de Errázuriz
es un arte por la memoria.

Y en el caso de este territorio, de este país,
es un arte por la memoria de Chile.

El costo es que un arte por la memoria,
contra el olvido, se instala en el centro
de la resistencia contra el idioma de la publicidad
y, paradójicamente, no tendrá más aliado
que lo omnipresente de la muerte.

Es, me ha parecido, el gran tema
que muestran estas imágenes de los atelieres.

Como apuntaba al comienzo,
si por casualidad llega un marciano
o un habitante de Nepal
-supondré por un instante, lo siento,
que un habitante de Nepal
no conoce a los artistas chilenos-
carecería de todo elemento de juicio
para distinguir los muertos de los vivos.

Pues bien, esa diferencia no tiene sentido
porque lo absolutamente sobrecogedor,
lo impresionante de lo que aquí se muestra,
sin duda uno de los más conmovedores retratos
de la historia de la fotografía en Chile,
es que todos están muertos.

Que son las sucesivas oleadas de la muerte
las que le dan expresión a esos ojos,
a esos cuadros amontonados,
a esas figuras asomadas entre sus bastidores.

Entendemos entonces que el arte de la fotografía
es el arte de la muerte y que por eso hay seres
que se han negado en vida a ser fotografiados:
no hay fotografías del poeta Henri Michaux,
no hay fotografías de Salinger desde hace 50 años.

Alguien mira estas fotos
y se detiene en la soledad que transmutan,
en su infinita tristeza, vive en Santiago,
se llama Salvador, nació en Chillán el año 2057.

El En Memoria no le dice nada, todo es un In Memoriam,
todas las fotografías, todas las imágenes 
que han acompañado  la aventura de lo humano
desde que se constituyó en conciencia y decidió ver.

No es el presente.
Lo que este libro nos ha mostrado
de golpe es la eternidad.

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