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Sauces en la Alameda


por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias
Lunes 7 de Noviembre de 2011

Cuando uno ve viejas fotos de Santiago
no puede sino abismarse al observar
a algún ciudadano anónimo
en un punto secundario de la escena,
sobre todo si éste enfrentó la cámara
en el momento de la obturación.

La sensación inquietante procede
de que no tenemos la menor idea
sobre esa persona; los detalles,
el ritmo de su paso por el mundo
sólo podemos inferirlos
en ejercicios deductivos.

Generaciones y generaciones de individuos
se han ido en nuestra ciudad sin dejar una huella,
un registro, alguna pista que indique quiénes fueron.

Hoy mismo se están muriendo tantos
y sabemos que las paletadas del olvido
se cernirán sobre sus sombras
para mayor provecho del silencio.

En esta prescindencia por sumariar 
los hechos de la existencia común
hay una especie de filosofía de fondo:
me voy como vine, sin nada;
hice lo que pude, 
soy solamente un hijo de vecino,
a nadie le va a interesar mi biografía.

Si supieran cómo se desgañitan los historiadores
por reconstituir aunque fuera sólo un día
de la Roma imperial o de la Baja Edad Media
o de cualquier tiempo pasado.

En Chile mismo leemos con pasión
las cartas privadas de la gente de antes
tratando de elucidar aquel elemento inestable
llamado "el tono de la vida".

Alonso Ovalle, en su famosa Histórica relación,
da cuenta, por ejemplo, de que la Alameda
en el siglo XVII tenía en toda su extensión
una acequia flanqueada de sauces.

Nos habla de que aquella era una calle muy ancha 
en la que por las tardes se presentaba un benéfico viento,
solaz de los vecinos en los meses de verano.

Pero no dice más: inmediatamente pasa a otra cosa.

Y uno quisiera saberlo todo:
el olor específico de las raíces podridas
levantado por el agua fresca,
si a alguien se le repetía la imagen
de esos sauces en los sueños,
si hubo bajo sus ramajes inclinados
amores nacientes o sombrías traiciones.

Muchas veces nos pasa eso
con la historia de Santiago:
que el paisaje queda trunco,
aislado de los sucesos mínimos
que la realidad suele encubrir o estructurar.

Hacia 1828 -lo sabemos por la litografía de un viajero-
ya no había sauces sino álamos, y la acequia
había sido empedrada por O'Higgins.

Hay diferencias esenciales entre ambas especies:
el sauce es somnoliento y cansino
y el álamo es enhiesto y vigilante.

El sauce motiva las ganas de sentarse a su sombra
a contemplar la ondulante superficie de un canal;
el álamo, las de pasar con el pecho parado.

La Alameda de los álamos ya era
un paseo un poco burgués, de circunstancia;
la Cañada de los sauces una vía metapsíquica,
vinculada al simbolismo mortuorio
de los cursos de agua.

Como sea, hoy no hay ni sauces ni álamos
en la Alameda, y sería difícil precisar
qué es lo que hay en su bandejón central,
ya que la avenida se ha transformado
en una zona de la que uno quiere salir
lo más rápidamente posible.

Décadas de demoliciones y un exceso de tráfico
le han quitado cualquier asomo de encanto
a esa calle que los santiaguinos antiguos
presumían como una de las más aventajadas del mundo.

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