Jean Khalfa
[Extracto de la introducción
al libro del mismo título
del cual el autor
de este ensayo introductorio,
que oficia también de editor del libro,
una compilación de reflexiones
de varios autores: Roger Penrose
Daniel Dennett, Roger Schank, entre otros.
Alianza Editorial (Madrid, 1995)
La edición original de
Cambridge University Press
es del año anterior.]
Aunque todo el mundo está de acuerdo
en que no podría haber ciencia sin inteligencia,
la existencia misma de la inteligencia
ha sido considerada y utilizada a menudo
como argumento en contra de
la explicación científica moderna del mundo.
¿No es la inteligencia la que hace actuar
a los seres vivos de una manera no mecánica
y a menudo impredecible?
No se trata de que su conducta sea errática
sino, más bien, de que aquello que la determina
pertenece al orden de las razones y no de las causas.
Lo que hace la ciencia moderna, sin embargo,
es precisamente no buscar las razones
que las estrellas o los átomos puedan tener
para moverse como lo hacen,
sino desgranar las causas
que determinan sus movimientos.
El modelo dominante del universo
antes del siglo XVII estaba inspirado,
en gran parte, por la observación del mundo viviente:
cada cosa parecía tener su propio propósito o finalidad
-del mismo modo que, por ejemplo,
la coexistencia de las partes del ojo
sólo podría entenderse en relación
con la función del órgano como un todo: la vista
-y, a su vez, todas las finalidades particulares
encontraban su razón de ser
en el propósito último de una inteligencia suprema.
La inteligencia era, pues, un medio general de explicación.
Sin embargo, tan pronto como
el modelo dominante del universo
pasó a ser la interacción mecánica
entre cosas no vivientes,
la inteligencia, obviamente,
tenía que ser explicada.
Había dos maneras de hacer esto.
Los «dualistas» postulaban que la inteligencia
era una facultad exclusiva de los seres gobernados
por una sustancia inmaterial, el alma,
una de cuyas más claras manifestaciones
en el mundo era el habla -o mejor el lenguaje,
puesto que los loros hablan, pero,
como decía Descartes, lo que dicen
no es à propos (es decir, apropiado
a las circunstancias particulares
y, al mismo tiempo, denotando algo),
salvo por accidente.
Se trata simplemente de una reacción física
adquirida ante modificaciones del entorno
que pueden no tener nada que ver
con el significado de lo que «dicen».
No es que en este caso no pudiera haber
una relación regular entre el entorno y la elocución:
se podría adiestrar al loro para que dijera
«¡Qué día tan hermoso!» siempre que el sol brillara.
El problema es precisamente
que el vínculo sea inmediato:
el entorno provoca la elocución
independientemente de su contenido
(al loro se le podría enseñar a decir
exactamente la misma frase siempre que lloviera).
Lo apropiado no es una relación causal,
sino referencial, en la que aquello
que hace referencia directamente al entorno
es el contenido de la elocución,
no la elocución misma.
Los contenidos del lenguaje
son necesariamente
algo más que imágenes inertes,
aunque la referencia lingüística
esté a menudo construida
sobre imágenes.
Es cierto que las palabras abstractas derivan de metáforas
(la palabra «metáfora», por ejemplo, está construida
a partir de la imagen del transporte de un objeto
de un lugar a otro en el espacio,
aunque nada de eso suceda realmente en una metáfora),
pero esto es, precisamente, lo que hace
de las referencias lingüísticas algo más que imágenes
(o aquello que las imágenes suelen considerarse
normalmente: meros reflejos): son actos de aislamiento
o abstracción de ciertos rasgos o estados «externos»,
si se refieren al mundo, a estados psicológicos «internos»,
o abstracciones puras.
No es de extrañar entonces
que al considerar la naturaleza del lenguaje
uno pueda verse conducido a postular
la existencia de un algo «interior» independiente,
el alma, como agente de las actividades inteligentes
que requiere el lenguaje.
La fabricación de herramientas se ha considerado en general
otra propiedad distintiva de los seres inteligentes,
en la medida en que implica la capacidad de dotar
a un objeto material de una forma de existencia
determinada por un objetivo
en gran parte ajeno a la naturaleza y origen de ese objeto
(como cuando rompemos una rama para usarla como bastón).
El uso del habla puede ser considerado
como un acto de fabricación de herramientas
en el que unos objetos materiales, los sonidos,
son, por así decirlo, separados de su propia naturaleza
de reacciones instintivas (como los gritos),
para atribuirles significados totalmente ajenos
a su naturaleza biológica y física, es decir, convencionales.
Esto lo muestra claramente
no sólo la diversidad de las lenguas inventadas
por seres dotados de los mismos órganos del habla,
sino también, una vez más, la capacidad fundamental del lenguaje
para expresar abstracciones, es decir, cosas que no podrían
tener ninguna posible relación onomatopéyica con los sonidos.
De este modo, si el punto de vista dualista es correcto,
es decir, si sólo aquellos seres cuya conducta implica
acciones de un alma autónoma irreductible
(es decir, autorregulada) pueden ser llamados inteligentes,
entonces la inteligencia debe ser el objeto,
no de una ciencia determinista de la naturaleza (física),
sino de una ciencia de los seres no físicos
o no solamente físicos...(o sea, la metafísica)...
Mientras que la inteligencia había sido antiguamente
el principio dominante de la explicación,
puesta de manifiesto en distintos grados
a través de las asombrosas propiedades
hasta de las «criaturas» más pequeñas,
la generalización del enfoque matemático
en las ciencias la convirtió en privilegio
de una sola especie del mundo natural: el hombre.
Una vez más, Descartes señaló que el ser humano
más estúpido pertenecía a una liga diferente
de la del animal aparentemente más inteligente...
continuarà...
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