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El viejo Chile



LA SEMANA PASADA hablábamos del cambio y cómo los políticos se aprovechan de transformaciones que son y no son de ellos. A todos nos ha tocado una versión de ese Chile que cambió y aún no cambia del todo. Más de 2,5 millones de chilenos son de la tercera edad (un quinto, ancianos de 80 y más años). Paradójico: a más viejos, más cambio, también más pasado y memoria viva (incluso cuando penosamente la pierden).
Bien lo sé. Esta semana murió doña Lidia Lagos Bahamondes -de las personas a quien más debo lo que soy- de 95 años (así reza su fe de bautismo, a lo que hay que sumarle seguramente otros dos). La Lidia trabajó y vivió con mi familia durante 51 años; de esos, los últimos 17 años, en mi propia casa criando a mi hija al igual que lo hiciera conmigo desde cuando recién tuve un año. Una vida entera de abnegación e incondicional lealtad que se me hace muy difícil relatar; sólo quienes han vivido algo similar algo entienden, y aun así, se queda uno corto.
La Lidia venía de “Chillán Viejo”, como le gustaba precisar. Su familia de puras mujeres (abuela, tías, madre y hermanas) se dedicaba al cultivo de flores, sustento que se volvió imposible tras el terremoto del ’39 cuando “escapó” a Santiago y trabajó en dos casas particulares. Con el tiempo trajo a sus hermanas menores que se casaron y formaron familias, ella no. Nos acompañó a Centroamérica, luego a Washington, e incluso Cambridge.
Si nunca dejé de tener un cable a tierra con el país -sus comidas, habla, canciones, plantas y cuentos- es gracias a la Lidia. Ella me relataba cómo había sido Santiago, las visitas ilustres que tanto le impresionaran (Jorge Negrete, Eisenhower, Perón, la Mistral, De Gaulle…). Conocía a los Parra Sandoval. Había asistido a todos los radioteatros que entonces hacían furor. En el quién es quién político y social se manejaba. Me llevó a ver mis primeras películas en el cine Continental del Barrio Cívico y a cuánto lugar más, algunos que niños como yo no frecuentaban. Vibraba con los desfiles militares. Leía la prensa y escribía con caligrafía envidiable que aprendió de profesoras de escuelas normales (componía también poemas). Y, como no provenía del mundo hacendal, sino de pequeños propietarios, era altiva, menuda eso sí. Solía contar cómo le paró el carro una vez a quien resultó ser un tío abuelo mío que tontamente le llamó la atención por no usar el ascensor de servicio. Recuerdo otra vez un encontrón con mi abuela (debe haber sido porque ahuyentaba a las demás empleadas o estaba por irse). Oigo todavía a mi abuela, mujer imponente, decirle, fuera de sí, que no “le arrastrara el poncho”. Corrí a perderme, porque no habría sabido por cuál de las dos tomar partido. Si hasta cuando se le fue su cabeza, nunca dejé de decirle a qué hora volvía (sólo con ella lo hacía, de lo contrario me esperaba en pie).
Siento no haber sido suficientemente rico para disponer de una casa grande a la antigua, con patios y muchos empleados para que la atendieran en los últimos siete años de vida que debió pasarlos en una casa de reposo. Atiné, eso sí, el otro día, a ponerme corbata negra, y aun cuando mis zapatos no estuviesen tan bien lustrados ni mi camisa tan planchada (por los dos lados), le di mi adiós… mi hasta luego.

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