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Conciencia de lombriz


Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias
Lunes 17 de febrero de 2014

En medio de la noche tuve la sensación
de que mi entendimiento habitual
se expandía en algunos grados.

Unas horas antes 
había temblado
y en la televisión 
los expertos en terremotos
repitieron esas informaciones
que nos gusta tanto escuchar:
lo de una placa tectónica
haciendo fuerza 
por debajo de otra
y el estiramiento
que se produce
cuando esa fuerza cede.

Pensé que el lenguaje
no tiene por qué ser distinto
en su origen, en su dinámica,
que todas las otras cosas del universo,
que el polvo de las estrellas,
que la luz, que el hidrógeno.

La poesía, si esto es así,
sería como la parte inestable
de un permanente proceso
de transformaciones.

Se trata de una experiencia
común de noches de verano:
creer en un pálpito
que uno ha descubierto
verdades extraídas
desde el fondo del sueño.

Quizás son puras sublimaciones
de impedimentos sexuales,
gritos que no hemos tenido
forma de largar.

El asunto es que ahí está uno:
despierto a las cuatro de la mañana,
tratando de anotar 
en el celular, cuya luz alumbra 
estrictamente su individualidad,
como la de las lejanas estrellas,
como la de los faros de advertencia
en la punta de los edificios más altos.

Asteriscos en la espesa oscuridad del mundo.

Si no tuviéramos 
el famoso lenguaje
no existiría el mundo.

Esta idea no constituye
novedad alguna,
pero hay que resetearla
cada cierto tiempo,
porque uno tiende 
a quedarse pegado 
en la luminosa telaraña
de la representación.

Si fuéramos lombrices
de dos metros de estatura,
piticiegas y parcialmente mudas,
el mundo no sería más
que un pequeño espacio 
de grava o de pasto, 
el más cercano a nuestros ojos
simplemente el lugar por el cual
nos arrastramos para copular y morir.

¿Qué pasaría si en un cuerpo semejante
se introdujera una conciencia humana?

Qué pesadilla monstruosa, qué castigo infernal.

No hay novedad tampoco en esta idea.

Son cuestiones con las que 
han traficado Shakespeare, Kafka, Beckett
y hasta el afiebrado Conde de Lautremont.

El hecho es que somos como somos,
y no es mi interés plantear problemas idiotas
sólo para salir del aburrimiento.

Vivimos día a día, mes a mes,
de cinco años en cinco años;
como sea, mediums el tiempo
no en cucharadas de café
-como pretendió Eliot-
sin en tazas de café espresso.

Ahora en vacaciones
son muchas, una tras otra:
nos permiten renovar plazos,
atisbar algo así como el futuro,
dejar fluir las imágenes del pasado.

La realidad es un pequeño 
círculo de mesas rodeadas
po unos setos y unos carteles
y más allá unos edificios
en cuyas ventanas
se refleja un sol ciego,
anaranjado y rasante.

Por el teléfono alguien nos manda
una canción de Elephant's Memory.

Un amigo se acerca y nos habla
de la práctica del surf en Matanzas.

Nos avisan de la muerte de una persona
que creíamos muerta hace tiempo.

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