No importa lo innovador que sea su formato de estreno ni el alto perfil de sus responsables. A la hora de las segundas temporadas, todas las series son iguales y por eso, desde ayer, House of cards también salió a probar que sorteó con éxito el momento decisivo. Porque aunque a simple vista pueda parecer que el primer ciclo es más complejo, en realidad, es en el segundo año cuando una producción muestra realmente de qué está hecha. Es ahí donde tiene que dejar claro que puede mantenerse en el largo plazo y consolidar su identidad.
Viendo los tres primeros capítulos de la temporada de House of cards, es la segunda tarea la que arroja dudas. No hay que perderse. Se trata de una serie perfectamente competente, con buenas actuaciones, dirección y algunos muy buenos momentos. Y, por como ha desarrollado su historia, ha dado muestras de que las maquinaciones de Frank Underwood (Kevin Spacey) pueden darle material para rato. Pero también es cierto que el éxito de un cometido se mide de acuerdo a lo que pretendía lograr, y cuando se tiene una producción con David Fincher, Kevin Spacey y Robin Wright en los créditos, hay poca ambigüedad respecto de dónde apuntaban las ambiciones.
Uno de los rasgos distintivos y ventajas de las series, versus una película u otro formato de extensión limitada, es que la naturaleza abierta de la narrativa y las incontables horas que se tienen para desarrollarla da la oportunidad de que las producciones se encuentren a sí mismas, afinen su puntería, corrijan el curso, descubran qué elementos que subestimaron en un principio son vitales o que algo que en un inicio sería central, en verdad es secundario. Gracias a eso, Jesse, el personaje de Aaron Paul en Breaking bad, pasó a ser protagonista cuando debía morir en los primeros episodios. Lo mismo con Walton Goggins en Justified. O como Jason Dohring se transformó en el real galán de Verónica Mars. De permitir que la historia adquiera su identidad de manera orgánica surge gran parte de la riqueza y especificidad de la televisión a la hora de contar historias.
Y es ahí donde House of cards parece estar estancada. A estas alturas quedó claro que el mayor potencial de la serie, y donde mejor lo hace, es cuando se deja ir a lugares más desatados, menos serios y profundos, encaminados a configurar un divertimento simple, donde la gracia está en ver cómo el siniestro Underwood vence a todos sus enemigos. Pero el programa parece estar atrapado por sus créditos, intentando ser una serie de “prestigio”, que se pueda medir con la misma vara que Breaking bad o Mad men. Pero para eso no le alcanza. Y tampoco tiene por qué hacerlo.
House of cards es demasiado superficial, convencional y predecible para acercarse a los grandes títulos televisivos, y no lo suficientemente desatada como para ser puro divertimento del bueno. Entonces queda en un medio camino que no satisface plenamente ninguno de los dos lados. Lo que le hace falta es dejar de tomarse tan en serio y asumir que para hacer buena televisión no hay un único camino.
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