Columnistas
Diario El Mercurio, Sábado 15 de febrero de 2014
Abyecciones
"Vivo en un barrio donde la luz se corta a menudo, pero he sido afortunada: los cortes (siete, a la hora en que proso) no me quemaron el televisor, la heladera y la computadora, como les sucedió a muchos..."
Quizás ya sepan: durante este verano, la Argentina sufrió una epidemia de cortes de luz, con vecinos que se quedaron horas, días, semanas y hasta más de un mes sin electricidad. Entender por qué sucede esto es enredado -falta de inversión, falta de controles, aumento del consumo-, pero el resultado es el mismo: no hay luz para todos. No alcanza. Vivo en un barrio donde la luz se corta a menudo, pero he sido afortunada: los cortes (siete, a la hora en que proso) no me quemaron el televisor, la heladera y la computadora, como les sucedió a muchos (el supermercado chino que está a diez metros perdió dos heladeras), sino solo el router (y también el motor del ascensor y la bomba de agua del edificio -dos veces-, pero esos son males, digamos, comunitarios). Año tras año, los cortes se incrementan, en cantidad y en calidad: cada vez son más lujosos, más extensos, más formidables. Esta vez el desastre comenzó temprano, en diciembre, cuando el clima se prodigó en máximas de 38 grados y los cables entraron en colapso. Miles de personas se quedaron sin luz, las calles se llenaron del ruido tóxico de los generadores (que, a cambio de tragar gasolina, producen energía eléctrica), y los diarios y la televisión mostraron, durante días, las mismas escenas: gente cortando calles, aporreando containers, gritando: "¡Queremos luz!". Vimos a viejos octogenarios esperando la muerte por calor en edificios altos, sin poder bajar. Vimos diabéticos arrojando insulina a la basura. Aprendimos una nueva palabra -electrodependientes- y vimos, en vivo y en directo, a familiares llorando por el hijo o el abuelo, conectados a un respirador, que se asfixiaban de a poquito. Vimos comerciantes tirando toneladas de carne. Vimos gente furiosa mostrando heladeras inservibles, canillas de las que no salía agua, departamentos hirvientes. Las noticias no mencionaban el desastre que la falta de electricidad significa para las personas que trabajan en sus casas, que son cada vez más. Es mi caso, pero lo entiendo: la queja de alguien que no puede trabajar -y que, por tanto, no puede ganarse el sustento- es menos impresionante, y da mucho menos rating, que la de una señora de 88 años atrapada en un piso alto, enferma, diciendo a cámara: "A esta edad, pasar por esto... prefiero morir" (el caso es horriblemente real). Mientras eso pasaba, todos los días algún funcionario público aseguraba que no era un problema del Estado, sino de las empresas, o que lo que había que hacer era reestatizar, o que las empresas debían dar explicaciones. Pero nadie -nadie- implementó un plan. Nadie dijo: "Ya que no hay luz, intentemos ahorrar la que tenemos", y así los malls navegaron con todas sus luces encendidas, los carteles de publicidad estuvieron a pleno, las luminarias de las plazas también.
De todas maneras, no es eso lo que quería decir. Lo que quería decir es que lo peor de estar sin luz es el momento en que la luz vuelve. Porque, en ese momento, sobreviene un rapto de alegría frenética, de agradecimiento abyecto y bovino, una algarabía imbécil que hace que uno corra a enchufar la heladera, a prender la computadora, a encender la tele. Uno olvida rápidamente el horror -porque el horror, cuando la luz se va, siempre es mucho: es un horror sin fin, un horror sin término, un horror que puede durar semanas-, y siente ganas de correr a darle un beso al gerente de la compañía eléctrica, al jefe de gobierno, a los ministros, jurando que la próxima vez seremos mejores, y más buenos, y no emitiremos queja, pero que por favor, por favorcito, la luz no se vuelva a cortar. Lo que quería decir es que lo peor de estar sin luz no es ver la casa transformada en una cueva jurásica, sino descubrir el humillante estado de vulnerabilidad en el que uno empieza a recibir lo que es un derecho -la energía eléctrica- como si fuera una dádiva. Cuando la luz vuelve uno es un poco más cobarde, más genuflexo: un esclavo de los voltios, un ser despreciable. Uno ha sido lamido por los inmundos labios del poder y no tiene fuerzas ni para secarse la baba: solo quiere comprobar que ya pasó, que por un rato todo estará en orden. Eso, y no otra cosa, es la perversión del poder, público y privado, estatal y empresario: someter sin dar explicaciones, obligar a miles de personas a vivir bajo amenaza constante, hacer que se sientan privilegiadas mientras la luz no se corta (mientras nadie, en la fila de los que van a morir, las señala con el dedo), y lograr que se sientan agradecidas cuando, al final del calvario, descubren que se han salvado hasta la próxima vez. Eso, y no otra cosa, es la perversión del poder: la amenaza de un horror cuyo principio es inminente, cuyo fin se desconoce, cuya solución no se avizora. Una amenaza que termina por transformar a un ciudadano en una ameba miedosa. En alguien que grita: "¡Queremos luz!" y que, cuando la luz vuelve, retorna mansamente a su cueva, ahora iluminada.
De todas maneras, no es eso lo que quería decir. Lo que quería decir es que lo peor de estar sin luz es el momento en que la luz vuelve. Porque, en ese momento, sobreviene un rapto de alegría frenética, de agradecimiento abyecto y bovino, una algarabía imbécil que hace que uno corra a enchufar la heladera, a prender la computadora, a encender la tele. Uno olvida rápidamente el horror -porque el horror, cuando la luz se va, siempre es mucho: es un horror sin fin, un horror sin término, un horror que puede durar semanas-, y siente ganas de correr a darle un beso al gerente de la compañía eléctrica, al jefe de gobierno, a los ministros, jurando que la próxima vez seremos mejores, y más buenos, y no emitiremos queja, pero que por favor, por favorcito, la luz no se vuelva a cortar. Lo que quería decir es que lo peor de estar sin luz no es ver la casa transformada en una cueva jurásica, sino descubrir el humillante estado de vulnerabilidad en el que uno empieza a recibir lo que es un derecho -la energía eléctrica- como si fuera una dádiva. Cuando la luz vuelve uno es un poco más cobarde, más genuflexo: un esclavo de los voltios, un ser despreciable. Uno ha sido lamido por los inmundos labios del poder y no tiene fuerzas ni para secarse la baba: solo quiere comprobar que ya pasó, que por un rato todo estará en orden. Eso, y no otra cosa, es la perversión del poder, público y privado, estatal y empresario: someter sin dar explicaciones, obligar a miles de personas a vivir bajo amenaza constante, hacer que se sientan privilegiadas mientras la luz no se corta (mientras nadie, en la fila de los que van a morir, las señala con el dedo), y lograr que se sientan agradecidas cuando, al final del calvario, descubren que se han salvado hasta la próxima vez. Eso, y no otra cosa, es la perversión del poder: la amenaza de un horror cuyo principio es inminente, cuyo fin se desconoce, cuya solución no se avizora. Una amenaza que termina por transformar a un ciudadano en una ameba miedosa. En alguien que grita: "¡Queremos luz!" y que, cuando la luz vuelve, retorna mansamente a su cueva, ahora iluminada.
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