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Roberto Merino y el escepticismo socarrón (transcripción)‏

  • Imágenes integradas 1


ROBERTO MERINO y el escepticismo socarrón

Roberto Merino (1961)

Es uno de los cronistas más relevantes de nuestro tiempo.
Posee también una destacada trayectoria en edición periodística.
Ha trabajado en revistas como Paula Fibra
y ha publicado en revistas, catálogos y suplementos,
artículos y ensayos sobre literatura y artes visuales.

Ha impartido clases en diversas universidades
y actualmente se desempeña como académico
de la Facultad de Comunicación y Letras
de la Universidad Diego Portales.

Merino es autor de los poemarios 
Transmigración (1987) 
Melancolía Artificial (1997).

A ello se suma 
La Antología literaria del humor chileno (2003),
Luces de Reconocimiento (2008) 
y los libros de crónicas
Santiago de Memoria (1997), 
Horas perdidas en las calles de Santiago (2000),
En busca del loro atrofiado (2005)
Todo Santiago (2012)
volumen que recoge 160 textos
en torno a la ciudad
y que en octubre de 2013
fue galardonado con el
Premio Municipal de Literatura
en la categoría No Ficción.

Santiago de Memoria,
Horas perdidas en las calles de Santiago 
En busca del loro atrofiado (2005) 
fueron utilizados 
para la elaboración de este capítulo
así como crónicas publicadas
en diario Las Últimas Noticias
entre los años 2005 y 2007.

Caricatura: ORCULLO

"El verdadero viaje de descubrimiento
no consiste en encontrar nuevos territorios,
sino en mirar con nuevos ojos",
dijo Marcel Proust alguna vez.

Eso es precisamente
lo que acostumbra a hacer
Roberto Merino en sus columnas
las que, pese a su brevedad,
pueden contener una notable
dosis de observadora humanidad.

Él mismo señala:
El mundo se constela 
de individualidad en individualidad,
y la crónica es probablemente
el formato más adecuado
para dar cuenta de esa figura movediza.

No por nada el subgénero
es -Inglaterra mediante-
remotamente heredero de Montaigne,
cuyos ensayos perfilaron
a un hombre que se observa cambiar
en un mundo que cambia a su vez.

La rapidez del bosquejo 
ofrece la posibilidad
de anotar intuiciones precisas
-como el efecto del golpe de un piedra
a un exiguo poste- y al mismo tiempo
considera el riesgo de la imprecisión.

Provisto de una memoria alerta, 
socarrona y nada nostálgica,
Merino registra y da forma
a esa secreta cotidianeidad 
que nos constituye 
en donde se trasunta 
la situación existencial de un sujeto.

Así ciudad e individuo, 
gesto personal y rutina social,
circunstancia y epopeya
quedan definitivamente fundidos
en un retrato de conmovedora realidad.

SANTIAGO ¿ES CHILE?

Me parece que estamos viviendo
un valioso momento de estabilidad.

No se me ocurre que exista alguien
dispuesto a trocar la mediocridad de nuestros días
por pasajes más interesantes de la historia de Chile.

¿El odio de 1891, los levantamientos de 1905,
la incertidumbre de 1932, la pelotera de 1973,
el marasmo de los años posteriores?

A diferencia de muchos de mis amigos,
vengo de una familia notoriamente 
despistada en cuestiones políticas.

Mi abuelo no votaba 
y a mi abuela una vez la convencieron
en la fila que cambiara su voto
y apoyara a un tal Prat.

Para 1964, cierto tío mío del campo
anunciaba que iba a votar por Allende,
"porque es el único que puede
poner en orden a estos rotos".

Indudablemente este es un país
donde es difícil ser distinto
y cualquier despiste 
aunque fuera «poco extravagante»
se paga caro.

Hasta hace un par de décadas
el aspecto de los santiaguinos
estaba regido por la severa uniformidad.

Quien salía de la norma oficial
se exponía a la pulla de los obreros
y a los consejos indulgentes
de las amistades de ocasión.

Dicen que a comienzos de los 60,
el pintor Mario Cisternas
era uno de los pocos 
que se atrevía a andar en la calle
con el pelo largo.

Todos los días lo escupían por la espalda.
De los andamios de las construcciones
le llovían improperios que ponían en duda su virilidad.

Ese medio a salirse de la norma es, de algún modo,
lo que nos ha impedido ver realmente nuestro entorno.

Santiago sigue siendo 
un hervidero de la picaresca clásica,
y en esto, me parece, es igual 
a cualquiera de las grandes ciudades del mundo.

Por eso la recurrente proposición 
de que "Santiago es fome" 
habla más que nada 
de la fomedad de quienes la enuncian,
por lo general personas pendientes
de la cartelera cultural
y muy poco de vida que pasa ante sus ojos.

Que seamos aburridos no nos impide ser ágiles
para aprovechar oportunidades,
para no decir que somos oportunistas…

Episodio curioso es el que vivió un taxista
recientemente tras un choque
en la esquina de Avenida Matta y Vicuña Mackenna.

El auto se da vuelta y el pobre hombre,
cabeza abajo y machucado,
ve que se acercan algunas personas.

Exánime, saca el brazo por la ventanilla,
solicitando auxilio: le roban el reloj.

No sólo no recibe ayuda,
sino que le desmantelan el auto.
Se llevan, a velocidad de pirañas,
los espejos, las tapas, la radio.

Y cuando parecía que no había 
ya más beneficio que rapiñar,
dos individuos atraviesan la calle corriendo
con bidones de plástico y una manguera
para aprovechar la bencina.

De allí que la desconfianza 
se nos haya impregnado en el ADN.

En Chile este tipo de escepticismo socarrón es endémico.

Pareciera que los engaños
de los caciques políticos,
y de los poderosos en general,
han logrado despertar a la gente
una alarma genética
ante cualquier versión o proposición.

Hace unos años, 
escuché contar a un huaso 
que, cada vez que llegaban curas al fundo, 
él se negaba a confesarse.

Temía que fueran "ricos" disfrazados
para averiguar en qué maldades
andaban los inquilinos.

Expresión de lo mismo es una suerte
de desubicación a la hora de proyectar
nuestra imagen como país.

Da un poco de escalofrío
el intento de establecer
qué cresta éramos en 1974.

Cuando se inauguró el Mundial de Fútbol
de ese año, la delegación artística chilena
pretendió lucirse con una cueca bailada
por María Eugenia de Ramón
y una suerte de aria nacionalista
interpretada por un señor vestido de huaso:

"Chile, donde aprendí a querer,
donde aprendí a sufrir,
donde quiero morir… Chileeeeee".

La imagen propia devuelta
por la indiferencia de unos tenues aplausos
en un estadio alemán gigantesco era absurda, vergonzosa.

Había cierta falsedad en el número criollista,
pero tampoco teníamos mucho más que mostrar.
¿Una alegoría de la extracción del cobre?

Estoy hablando, claro, 
de una sensación subjetiva de desaliento,
pero también de un país quebrado, sin perspectivas, 
dominado por los slogans de un discurso
odioso y revanchista de una capital
sin muchos restaurantes, sin vida,
con un comercio de vidrieras mortecinas.

La cotidianidad era técnicamente aburrida.

De vez en cuando se escuchaban balazos por las noches,
o se avistaba un par de platillos voladores,
o allanaban una casa vecina.

Si Ringo Starr grababa Only you
y John Lennon Stand by me
-en un fugaz revival de los cincuenta-,
los tontos opinaban que cantaban mal,
que no tenían "voz", recalcando su preferencia
por Estela Raval o Ramón Vinay.

¿Qué hay en nuestro entorno que nos hace ser así?

A veces me pregunto si Santiago
tiene un conjunto de características propias
que inciden en la estructura anímica de sus habitantes.

Sin duda es una interrogante difícil de responder.

Es posible que la presencia del río
haya influido psicológicamente en nosotros
a través de los años.

Me parece que lo miramos y lo consideramos
más de lo que estaríamos dispuestos a confesar,
y que nos devuelve una imagen de incompletitud.

Es una corriente sucia y escuálida
que no alcanza a imponer ante nosotros
una condición metafísica.

En sus orillas no hay -no puede haber-
actividad de ninguna clase, 
como no sean las de la empedernida miseria.

En este sentido, podría decirse
que somos individuos carentes de río,
y, por lo mismo, poco fluidos, 
reconcentrados y de ideas de corto alcance.

No es lo mismo, por cierto,
contemplar el paso del Támesis o del Sena,
con sus márgenes amplios y un pasado caudal
que se pierde sinuosamente en los campos amables,
con misteriosas casas ribereñas.

Creo que la mayoría de los santiaguinos
no sabemos qué pasa con el Mapocho
más allá de las proximidades de la estación.

Esa imagen de incompletitud se acentúa
si miramos la arquitectura de la ciudad.

Por angas o por mangas, 
a las construcciones santiaguinas de algún valor
-arquitectónico o sentimental-,
les llega la hora más temprano que tarde.

Antes era el empobrecimiento de determinados sectores
lo que motivaba la muerte lenta de dignas casonas:
abandonadas por sus antiguos dueños, iban cayendo 
en un estado de postración y deterioro progresivos, 
ocupadas por el comercio al menudeo 
o por el conventillo insalubre.

Hoy es otra la modalidad: 
es el explosivo crecimiento 
el que invoca a la muerte,
que se aparece al instante,
no ya agitando la guadaña sino la picota.

Decía la otra vez un sociólogo
que los santiaguinos pensábamos 
que nuestra ciudad se parecía a Madrid,
omitiendo deliberadamente
lo mucho que se parecía a Lima.

Hablaba con delectación,
como si el fracaso del sistema de transporte público
no hiciera más que probar su tesis.

Yo creo que estaba equivocado.

Hace mucho que se dejó 
de pensar en Madrid como modelo,
al menos desde comienzos del siglo XIX.

Hay barrios de Santiago 
que no se parecen,
por lo demás, a nada.

No podríamos definir de manera eficaz, por ejemplo,
a la calle Santa Isabel, por donde desviaron
a los buses el día de las manifestaciones.

Los pedregales y los paredones grises
se alternan con los edificios en construcción,
mezclándose el espíritu de iniciativa bursátil
con el del abandono y la mugre.

En las sucesivas esquinas
se apuestan personas inclasificables,
que aprovechan la luz roja de los semáforos
para pedir colaboraciones a los automovilistas.

En la esquina de Carmen vimos,
durante todo el verano, al Hombre de Plata,
un sujeto que hacía de estatua humana a pleno sol,
cubierto de un traje sintético, taponeada la cara
con pintura de aluminio, y un poco más allá
a una mujer famélica, consumida, que salía 
de los árboles para exponer su condición fantasmal.

Toda esta fealdad no hace pensar en Lima
sino en una entidad primitiva
que habita en el trasfondo de la sociedad
y que se niega a abandonarnos.

Quiere exhibirse tal cual es, desnuda averbal.

El chivateo de la multitud nos perturba
porque nos despierta sordas e inconscientes
imágenes de saqueos, incendios y malones.

Hoy día Santiago vive la monstruosidad
de la desmedida escala deshumanizada
que la convierte en tierra de Don Nadie.

Nunca como ahora se dio entre los santiaguinos
una experiencia tan atosigante de la masa.

La masa, es decir, la incesante y renovada muchedumbre
cuyo flujo generalizado ocupa las calles, los subterráneos,
los cines, los malls, los estacionamientos, las farmacias,
los cafés, las clínicas, los centros de pago.

Ya no existe lugar 
donde nos atiendan de modo expedito:
siempre hay gente que llegó antes, 
señoras con el número en la mano,
casos más urgentes que el nuestro.

Da la impresión de que por todas partes
hay infinitos grupos de personas
dispuestas a usufructuar de bienes y servicios,
a hacer uso de sus derechos,
a disfrutar de la oferta "gastronómica y cultural".

Sin duda, las nuevas ramificaciones del metro
han incidido en esta especie de implosión de población flotante.

(…)  Desde los años veinte que se viene hablando
de este fenómeno en Santiago, pero me parece
que antes se trataba más bien de un reflejo teórico.

Cuando hace cuarenta años decían
"pucha que hay gente en el centro",
bastaba retirarse un par de cuadras
y alcanzar el Parque Forestal:
ahí, entre los árboles, se podía encontrar
el descanso silencioso y sombrío,
e incluso era posible dormir un rato
acompañado del entrópico ruido
de una caída de agua.

Hoy el parque está lleno de molestias:
han llegado levas callejeras,
los macheteros, los merodeadores.

El pasto está sucio, e incluso hace meses,
junto a la estatua de Rubén Darío,
podía verse un sillón de living,
propiedad de un vagabundo afincado.

Es imposible tener hoy
una idea coherente de Santiago.

El discurso de la desestabilización del centro,
de moda en los años ochenta,
parece haberse manifestado por fin en la realidad.

No habría hoy un centro sino muchos,
y los individuos transitarían 
indistintamente entre uno y otro, 
haciendo irreconocibles los márgenes y límites.

Hay sectores de la ciudad 
que son la escenografía perfecta para el cotilleo.

No conozco otro lugar como Providencia
donde uno se entere de tanto relato ajeno.

Es cuestión de sentarse un rato
en un café y parar la oreja:
quiebras de fundos, litigios bancarios,
proyectos de películas, filosofía del teatro,
amores envenenados.

Todo esto contado 
con voces un poco engoladas,
con conciencia de disertación.

Con estas dimensiones descomunales
que imponen la falta de individualidad,
si no se vive la tiranía del automóvil,
estamos a merced del taxista.

Los choferes de taxi
suelen ser víctimas de sus pasajeros,
pero también victimarios.

A menudo asaltan con opiniones 
políticas, sociales y económicas
o con largas relaciones biográficas.

Sólo a veces estos excesos
de confianza resultan amenos.

Casi siempre son latas memorables
relativas a dudas religiosas,
a la rentabilidad de las AFP
o a los buenos que eran los tiempos
de la mano dura de Pinochet.

El latero, con todo, no es patrimonio de los taxistas,
ni siquiera exclusividad de los puros chilenos.

Tenemos ocasión de constatar esto todos los días,
en las salas de reuniones, en el Tavelli
o al interior de nuestros domicilios,
donde el latero se deja caer por vía telefónica
para darnos "con la vara larga".

Nos aburre, sugiere Kant,
porque no nos divierte ni nos conmueve.

Tópicos recurrentes de lateros de fuste
son las admirativas descripciones de Nueva York,
las novedades cinematográficas del mundo
(o las que no podremos acceder jamás en Chile)
o las actividades del servicio secreto israelí.

El latero es atemporal: pertenece 
a todas las ciudades y a todas las épocas.

Persiguió a Horacio por las calles de Roma
y a Diderot por las de París.

La mayor paradoja urbana probablemente
se deba a que el verdadero cosmopolitismo
difícilmente lo encontraremos en Santiago.

Viña es una ciudad 
que se basta a sí misma
en términos psicológicos.

Los viñamarinos que conozco 
tienen algo en común:
un plácido desdén,
una falta de urgencia
que no es necesariamente lentitud.

Cuando uno habla con uno de ellos
tiene la sensación de que puede explayarse
con total libertad, sin ropa tendida.

Es decir, sabe que puede llegar a afirmar,
por ejemplo, "me carga Viña", sin que
al interlocutor se le pase por la cabeza ofenderse.

Semejante cosmopolitismo es escaso en Chile,
país de alegones, reivindicaciones y homenajeadores.

La gente de provincia frecuentemente se indigna
por la falta de conocimiento que los demás tienen
sobre sus lugares de origen y no soporta discrepancia
sobre la belleza y/o bondades de estos lugares.

Un rasgo de la naturaleza que ha calado hondo
en nuestro carácter son los terremotos.

Los detractores de Muñoz Ferrada
decían que una persona 
que anunciaba temblores los 365 días del año
tenía que achuntarle alguna vez con su pronóstico.

Exageraban, por cierto,
y me parece que Muñoz Ferrada
fue mucho más que esa caricatura.

Entregó su vida a la más chilena de las motivaciones:
vislumbrar mecanismos de un fenómeno inquietante y devastador
cuyo modelo está impreso en el disco duro del alma nacional.

Y es que los terremotos han fraguado 
no solo nuestros hábitos y memoria colectiva, 
sino también algunos de nuestros rasgos característicos.

Alguien me dice en sueños que el problema 
es que hace tiempo que no hay un terremoto:
[este texto fue publicado en 2008]
las energías se acumulan no sólo en las placas telúricas
sino en las paredes del sistema nervioso
de los habitantes de las zonas sísmicas.

La teoría es medio patagüina, pero algo tiene de atendible.

A veces parece que se siente el tambor lejano de esa llamada:
el deseo de arrasar con signos y perifollos, y comenzar otra vez
desde cero el triste chivateo de la especie.

DIECIOCHO Y SU OBLIGADA PICARESCA

Nunca tomamos a tiempo 
la precaución de huir al extranjero
para las festividades patrias.

La verdad es que dan pocas ganas 
de tolerar una vez más en la vida
los redoblados estímulos visuales, 
acústicos, olfativos y conceptuales
que campean en estos días de confusa celebración.

Hace ya una semana que vienen preparándonos
en la televisión para lo que se aproxima.

Lo más desagradable es el tono de picardía
que adoptan los periodistas para hablar
de la chicha y el énfasis que ponen
cuando dicen "un buen pie de cueca".

No es muy decoroso estar alegando siempre
por las realidades colectivas de las cuales
nos ha tocado en suerte participar.

Pero el Dieciocho es, por lejos, 
el escenario más obligatorio, más ruidoso
y más unánime de todos los que 
se nos plantean sin consultarnos la opinión.

Las radios más empaquetadas del dial FM,
esas que se pasan el año tocando música "orquestada",
nos infiltran en la mente "en el curso de nuestros
numerosos desplazamientos en taxi"
arpegios de arpa y voces académicas
que recitan con pronunciación atildada
cuestiones como "cogollito de laurel"
o "bien poco caso me hiciste, china de mi corazón".

El asunto es que "aparte de la cueca,
que tiene la belleza de lo salvaje"
las producciones folklóricas suelen ser 
fallidas, mentirosas y, en el peor de los casos,
chovinistas, cuando el tipo que canta
aprovecha de declarar lo mucho que quiere a Chile
como si ése fuese un tema de interés.

Uno podría haber puesto en algún momento
que el tiempo se encargaría de carcomer 
las canciones de Los Huasos Quincheros
y de otros huasos equivalentes, 
esas canciones narrativas 
que nos abismaron en la infancia
y cuya impostura descubrimos mucho después.

Pero no ha sido así: seguimos escuchándolas
mientras caminamos por el centro,
proveniente de esos parlantes municipales
solapados en las cornisas de los edificios.

"¿Qué es eso del gallo pelado, que salta la tapia y se queda enredado?"
¿No se trata acaso de un personaje de manual de situaciones campesinas?

"¿Qué es eso de la otra que va a vender quesitos frescos a la ciudad?"
¿Por qué el marido no trabaja y se pasa de la mañana a la noche
en la puerta del rancho?  Ah, fastidio.

El Dieciocho es una fiesta desordenada y excesiva.

Ya no sé si existe la sal de fruta Eno o el Yastá,
pero los isotipos de esas marcas en algún momento
entraron a la galería de los símbolos dieciocheros,
y bien podrían haber estado impresos en guirnaldas.

Aun el individuo que no tiene gran voluntad de participar en nada
termina involucrándose en algún asado laboral, vecinal o familiar,
con la consiguiente pateadura al hígado.

Se come en verdad demasiado, más allá de las capacidades humanas

Los asados, por su desorganización, presentan este problema:
que los comensales están tragando en forma permanente,
sin darse cuenta de la magnitud de la ingesta.

En el asado se trabaja todo el rato a la vez que se come todo el rato.

Es el peor invento 
de sociabilidad culinaria que pueda concebirse,
al margen, por cierto, de los festines de los caníbales
o de las panzadas de chanchos semicocidos 
de las recónditas tribus del África meridional.

Otra tarea colectiva 
de septiembre son los volantines,
juego ancestral al que los chilenos 
le hemos dado nuestro propio sello.

Septiembre se identifica generalmente 
con el mes de los volantines en Chile.

Al insinuarse los primeros vientos primaverales
comienzan tímidamente los volantines espontáneos,
encumbrados por los niños desde canchas de fútbol
o desde los techos de sus casas.

Decía Oreste Plath que en Oriente
la práctica de elevar volantines
corresponde a una especie de sinfonía
en la que cientos de cometas
especialmente diseñados 
para arrancarle zumbidos al viento,
se elevan a prudente distancia unos de otros.

En nuestro país, en cambio,
el juego aéreo tiene características
algo más violentas:  acá se impone
la competición donde de preferencia
el volantín chico se empeña en enredarse 
con el grande para echarlo por tierra.

Qué feos son los volantines chilenos,
siempre acolchonados en el horizonte,
yendo de un punto a otro
en un especie de descontrol nervioso.

No deja de ser curioso que los juegos nacionales
supuestamente vernáculos sean juegos de destreza.

Hay que tener habilidad manual
y espíritu pícaro para divertirse con ellos.

Trátase del volantín, del trompo,
de las bolitas, del palo ensebado
o del emboque, siempre habrá
que conocer "la pillería".

DIME CÓMO HABLAS

Desde hace un par de años 
que vengo escuchando
a la distancia la palabra "proactivo"
y en los últimos días 
me le he topado más de la cuenta.

No sé bien qué significa
ni cómo se escribe
-si tiene guión al medio o no-,
lo que no impide que sienta
por esa palabreja meteca
el mayor de los desprecios.

Porque intuyo 
que se usa fundamentalmente
para molestar, para fregar la pita, 
para hacer la vida imposible.

Uno de los fenómenos irritantes que nos prodiga la realidad actual
es el advenimiento de neologismos aparentemente serios,
adoptados principalmente por periodistas y autoridades políticas.

La extrema facilidad con que se utilizan expresiones nuevas
para referirse a los mismos viejos asuntos, sólo demuestra
que esta gente no piensa demasiado en las palabras, 
o no las ve o no las oye.

A mí me daría vergüenza, por ejemplo, hablar de "agenda país",
o de "tema país".  No porque crea en la misión de cuidar
el lustre y esplendor de la lengua castellana, 
sino porque no me siento partícipe del segmento social
que se agrupa tras el uso de semejante imbunche verbal.

Y a propósito, tampoco podría referirme al paisaje nevado
como "verdaderas postales norteamericanas": lo que hay
en ese símil es un pensamiento deficitario 
o una especie de falta de tino conceptual,
algo a lo que la televisión informativa
nos tiene acostumbrados.

¿Por qué cada vez que ven nevar piensan en postales?

La otra vez un señor me preguntaba
por qué ahora todos dicen "en situación calle"
para referirse al estado de los vagabundos urbanos
o de la gente que carece de alojamiento.

No tengo idea, me imagino que es por flojera
o por la necesidad de impostar la seriedad.

Es extraño, pero hay profesiones que demandan
no sólo proceder con seriedad, sino además
actuarla, representarla, enfatizarla.

Nadie que no necesite compensar una sospecha nebulosa
respecto a su seriedad profesional, puede echar mano
a un eufemismo siútico como "en situación calle".

En la esfera informal, por ejemplo, 
si a uno le tocara un episodio callejero
ante un grupo de oyentes,
dirá "me encontré con un vago",
o "me encontré con el viejo del saco",
pero jamás "me encontré con un ciudadano en situación calle".

El hecho es que con la palabra "proactivo", me cuentan ahora,
se pretende señalar un cúmulo de características
vinculadas a la iniciativa, a "tener iniciativa".

Es decir que no basta, por poner un caso,
con que yo escriba medianamente bien,
con que no les dé demasiado trabajo a los editores
y con que entretenga a los lectores.

Debería ir más allá: convencer clientes,
abrir mercados, propagandearme en el extranjero,
idear libros, hacer lobby, granjearme entrevistas,
pechar premios y sacarme fotos.

O principalmente, me temo, 
hacer como si dominara mi campo propio
y el de los demás: actuar de ganador y de canchero,
no admitir dudas y estar preparado 
para adjudicarle errores a los sujetos débiles
o desprotegidos de mi entorno.

Peor aún es nuestra tendencia a evitar llamar a las cosas por su nombre.

Ciudadanos que pagan 
a sus empleadas domésticas una soldada penosa,
consideran de mal gusto que se las llame empleadas.

Se refieren a ellas como nanas.   Asesora del hogar,
en tanto, una expresión estúpida que se trató de imponer
hace unas décadas, es utilizada minoritariamente
por la burocracia municipal o por la crónica roja.

No deja de ser una curiosidad, por lo demás,
que la palabra empleada haya sido 
en su momento eufemismo para sirvienta.

Eufemismos, para todos los gustos y disgustos:
gay, tercera edad, etnia, minusválido 
y, el mejor chiste del año, hace un par de años
trabajadora sexual por prostituta.

El lenguaje también delata los grandes cambios
que nuestra sociedad ha experimentado.

Antes se hablaba de "gimnasia bancaria"
para dar cuenta de la carrera diaria 
que algunas personas efectuaban entre un banco y otro.
Ahora el término está en desuso, pero no el fenómeno.

Esta misma mañana he debido correr (en taxi)
hacia una oficina donde se me entregó un cheque,
luego desplazarme hacia un banco
donde me lo pagaron en efectivo,
más tarde apurarme en depositar el turro
en mi propio banco y luego -exánime-
transferir la suma por la vía electrónica
a una persona a quien se la debía.

Las colas de los bancos son un especie de castigo
para que no creamos que estamos en un mundo
de facilidades extremas.

Son una evocación del Chile premoderno,
demasiado reciente como para que 
su recuerdo no nos produzca escalofríos, 
sobre todo a los infelices que en la pubertad 
tuvimos que pagar la pertenencia a una familia 
haciéndole los trámites a los mayores.

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Extractado de
Tics chilenos: vicios y virtudes nacionales según nuestros grandes cronistas
Cecilia García Huidobro, compiladora
Catalonia (Santiago de Chile, 2008)

La cultura del alambrito 
La mitomanía desbordante 
El arte de la burocracia 
La imaginofobia 
La teomanía 
La hipopotamización de los chilenos
La ausencia de sonrisa
La desconfianza criolla
El culto de las apariencias
La falta de gracia
La fobia de la naturaleza
El descuido generalizado
La franca disposición a la copia
La improvisación vestida de gris
El temor a discrepar
El Miami del cono sur
El apocalipsis según San Chile
El escepticismo socarrón
Las mamis chilenas

Autores:
Adolfo Ibáñez, Joaquín Edwards Bello, 
Jenaro Prieto, Gabriela Mistral, 
Hernán Díaz Arrieta (Alone), Vicente Huidobro,
Salvador Reyes, Benjamín Subercaseaux,
Ricardo Latcham, Horacio Serrano,
Eduardo Anguita, Luis Oyarzún,
Guillermo Blanco, Enrique Lafourcade,
Jorge Edwards, Isabel Allende,
David Gallagher, Marco Antonio de la Parra,
Pedro Lemebel, Roberto Merino, Rafael Gumucio

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