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La fiesta sigue


Una señora francesa viaja a Isla de Pascua y saca maravillosas fotografías. Son lomajes, cráteres, perspectivas marinas diferentes de las habituales. Hay un mapa antiguo ilustrado por una frase enigmática de Pierre Loti: una reflexión sobre el centro de los misterios. La fotógrafa que firma la exposición tiene talento y hace una discreta exhibición de cultura. Los asistentes comen panes negros y pasteles de colores y el encargado de la sala y de la venta de los libros, como suele ocurrir, no sabe una palabra de la fotógrafa, de la promotora cultural, de nada.
Salgo de la sala, que pertenece a la alcaldía del primer distrito de París, y me encuentro con una colección de esculturas de un artista suizo. Son construcciones de maderas pintadas que parecen grandes jaulas de pájaros, torres religiosas, formas geométricas libres en medio delpaisaje urbano. Con o sin crisis, con todos los problemas que usted se pueda imaginar, termina el receso del verano y la ciudad se convierte en espectáculo: en interiores y al aire libre. Gozo del espectáculo, en mi calidad de ciudadano tranquilo, al margen de embajadas, administraciones, aeropuertos. Leo el último libro de Gilles Lipovetsky, “La estetización del mundo”, y él nos explica que en el capitalismo avanzado, global, la dimensión estética desempeña un papel importante. Todo es diseño, todo tiene que estar acompañado de formas bellas, impresionantes, seductoras. No hubo un simple reemplazo del buen gusto tradicional por la funcionalidad, por el cemento armado. Piense usted en el valor que agregan las formas bellas, el diseño de calidad, a una marca de automóviles, a un edificio o conjunto habitacional, a una línea de vestimenta, a los computadores, a las botellas de un vino de buena clase. Se extingue el arte por sí mismo, el lirismo desinteresado, pero ocurre que un desfile de modas, con su música de fondo, con su escenario, con la marcha rítmica de un conjunto deslumbrante de modelos, es una especie de ópera del siglo XXI. En consecuencia, por lo menos a primera vista, el arte sale por un lado y vuelve de contrabando por el otro.
Antes de mirar fotos de la Isla de Pascua y maquinarias suizas de madera, visité con atención, con todo el tiempo necesario, una completa exposición de Georges Braque en el Grand Palais. Utilizo la crónica para decir cosas en forma simple, directa, sin necesidad de entrar en pormenores académicos. Además, las digo como aficionado a la pintura, no como experto, menos como crítico de arte. Llevo largas décadas mirando obras de Braque. Ahora me parece un clásico de la modernidad, un gran elegante, un hombre de gusto absolutamente seguro. Parte de Cèzanne y pinta en los mismos lugares: sus formas son cèzannianas, anunciadoras del cubismo, pero usa en su juventud colores más vivos, menos matizados que los del maestro, por decirlo de alguna manera. Su ingreso en el cubismo decidido, creo que un poco antes de Picasso, con colores marrones que parecen quemados, con abundantes grises, con un dibujo de trazos gruesos, es enteramente maestro. Hay, en seguida, una sala de dibujos, grabados, litografías, que son la perfección en su género. La obra del final, en cambio, me da una impresión de decorativismo, incluso de exceso, en un artista que es quizá el más medido, el más riguroso de su tiempo. Todos han comparado mucho a Georges Braque con Pablo Picasso, casi siempre en desmedro de Braque. Para mi gusto personal, Picasso, malagueño, hombre del sur, tiene un lado más bárbaro, menos previsible, más abierto. La obra de Picasso recurre a la historia de la pintura y la recorre de un extremo a otro. En Picasso está Manet, está Velázquez, asoma Goya por un lado y por el otro Ingres. Braque es más uniforme, más medido. En todo caso, la obra de Braque sigue germinando, lanzando destellos, hablando, después de que uno termina de mirarla. Compararla con otra pintura no tiene mayor sentido. Braque se parece a Chardin y a Vermeer; Picasso, a don Francisco de Goya.
El espectáculo no termina. Los mexicanos han montado una muestra de Frida Kahlo y Diego Rivera. La dejo programada, mientras recuerdo la casa de los dos en el D. F. de México. Rivera, incorregible, burlesco, proteico, estuvo en Chile en 1953. Se hizo fotografiar en las escalinatas deterioradas de la parte de atrás del Museo de Bellas Artes, en aquellos años Facultad de Bellas Artes. Después me propongo asistir a una representación de Aída, de Giuseppe Verdi, en la Opera Bastilla. En la puesta en escena actual, las tropas egipcias tienen pesados tanques y llevan metralletas extravagantes. Hace años, en el Teatro del Liceo de Barcelona, escuché unos Maestros cantores de Ricardo Wagner: los maestros estaban vestidos de delantales blancos, en salas de colegio llenas de niñas y niños. No me pareció que la imaginación del escenarista fuera original o excesiva.
Pero sigo en la ciudad y la sociedad del espectáculo, donde la fiesta, a pesar de todo, no ha parado. El art decó está de moda y me proponen visitar una casa de cristal, obra maestra del género. ¿Y por qué no una exposición a propósito de Jean Cocteau, que cumple cien años? ¿Y una que lleva el título sugerente de Deseos y voluptuosidades de la época victoriana? ¿Y otra sobre Hemingway y el Barrio Latino? Hay una permanente posibilidad de saturación, de mareo, de rechazo. Conozco a un escritor de noventa y tantos años de edad que escogió irse a vivir en una casa de campo en Irlanda. Hay otros que se mantienen en sus provincias y conservan alguna buhardilla en París. Todo es agitación y todo es vanidad. Hace casi veinte años, en un ambiente parecido, descubrí la obra de Séneca. Ahora leo una obra filosófica sobre la tentación del suicidio. No estoy tentado, pero reconozco que la obra es interesante, a ratos apasionante. 

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