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Fantoches del pasado Roberto Merino


Diario Las Últimas Noticias
Lunes 28 de Octubre de 2013

Parece que la pérdida fuera la condición permanente de la existencia humana. Todos estamos más o menos dispuestos a hacer un relato de nuestras vidas en función de ese concepto.
A veces da la impresión de que nos reveláramos a través de la lista de cosas, personas y situaciones que hemos ido dejando en el camino y de las cuales tenemos nada más que la huella, el recuerdo, la módica posibilidad de una invocación.
Es poca la gente que se permite considerar que la vida es mejor ahora que antes.  En general el pasado es el lugar donde se depositan los sueños y los deseos sin realizar, y en ese trance nos comportamos como novelistas extremadamente convencionales.
De ahí la catadura romántica de muchos abuelos de los que se nos habla: tipos arrojados, aventureros, protagonistas de sucesos extraordinarios.  ¡Y esas abuelas misteriosamente bellas, vaporosas, elegantes a su manera! Personas peculiares, en suma, técnicamente novelescas.
Me imagino que esto explica en parte el éxito de un libro como La casa de los espíritus. La misma Isabel Allende contó alguna vez que al visitar la casa familiar de la calle Suecia -la matriz real de sus ficciones- se impresionó al ver que en la memoria esa casa tuvo tiempo de crecer y de ennoblecerse.
Un taxista me habló la otra tarde a propósito de los nombres de las calles.  En menos de un minuto pude darme cuenta de que ese tema era un pretexto para inyectar, en la feble superficie de mi atención, lo que podría denominarse su "estrategia discursiva".
Lo que quería realmente era darle rienda al viejo tópico de la edad de oro: las cosas ya no son como antes, antes había educación y respeto, los alimentos eran naturales y verdaderos, la música era armoniosa y bella, la vida nocturna intensa, los espectáculos de buena calidad, la diversión sana, el peso fuerte.
Tímidamente, medio arrinconado por su efusividad, le deslicé que a mí me gustaban los tiempos actuales, la velocidad de la vida, la tecnología y el lenguaje de los jóvenes, pero lo que yo pudiera opinar no tenía relevancia alguna en aquella circunstancia.
Me imagino que darle al pasado una categoría superior corresponde a un acomodo psicológico destinado a hacer soportable nuestra modesta participación en el teatro del mundo: convencernos de no somos en verdad tan miserables como parece, tan temerosos, tan corrientes.  
Algo como decir: usted me ve así, todo cagado, echando el bofe por la subsistencia diaria, sin embargo sabrá que mi abuelo pudo ser un héroe de la Guerra del Pacífico (o millonario rangoso o celebrado poeta) y me niego a que en su consideración de mi persona se atienda sólo a los elementos visibles.
Como sea, los políticos, extrañamente, manifiestan en relación al pasado una especie de fobia.  Se resisten a que se les lleve a esa zona de la armazón simbólica.  Sus énfasis y sus palabras se proyectan más bien hacia el futuro, esa esfera igualmente ficticia donde prosperan las promesas.

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