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Horas inmóviles

Horas inmóviles

por Matías Rivas  Diario La Tercera, viernes 18 de octubre de 2013

Los niños actuales no saben aburrirse. Tampoco se lo  permiten. Es más: deben tener jornadas donde el tedio no se filtre a la vida. Es tanto el temor a un momento sin estímulos que para combatir las horas latigudas existe el concepto de panorama, independiente de que los hogares deben tener televisores, juegos, computadores, tablets. Y, obviamente, celulares. El común y educativo aburrimiento del que gozamos décadas atrás es hoy considerado una calamidad.
Los que tenemos más de 40 años, estábamos obligados de niños y jóvenes a ir al cine para entretenernos y socializar. Las películas que veíamos eran las que estrenaban para menores, una minoría; y entrando a la adolescencia tratábamos de entrar como fuera a las cintas para mayores de 14 años, que no sólo eran más deseables, sino que además constituían el grueso de la cartelera junto al cine adulto. Todavía no se producía la infantilización de la oferta.
Para qué decir la cantidad de tardes que pasamos mirando el techo de la pieza, en especial los domingos. Es una educación sentimental en extinción. Algunos caímos en la lectura para diluir el paso del tiempo. Pasé las horas consumiendo libros que llamaban mi atención, casi siempre por sus títulos o portadas. Me  engatusaban las biografías de los autores en las solapas. Suponía que los escritores eran héroes en desgracia y creía que por eso tenían historias que contar.
Temprano, mi padre me convenció de que la siesta era el yoga latino. Por lo tanto, había que guardar silencio después de almuerzo los fines de semana. Interrumpir el sueño de los mayores era una falta de respeto y a esas horas cabían pocas posibilidades, salvo “pensar en la inmortalidad del cangrejo”. También podíamos escuchar música muy pero muy despacio, con la oreja pegada al parlante.
Después de determinada edad, cabía otra posibilidad: huir a la calle a juntarse con los amigos, vagar por el barrio, andar en bicicleta, jugar fútbol, intercambiar objetos. Sin embargo, crecer y aumentar la independencia no disminuye el aburrimiento; sólo lo trasladaba en el espacio y el tiempo. Lo que era aburrido en las tardes infantiles pasaba a ser angustia y letargo en las noches juveniles.Quienes no están preparados para este latigazo existencial se tropiezan de la peor manera con su propia identidad.
Han pasado décadas del niño que fui y sospecho que fue en los lapsos de hastío cuando desarrollé mi imaginación y voluntad de escudriñarme sin piedad. Tal vez por eso me inquieta que se prive a los niños de la experiencia de no hacer nada. Estamos sumergidos en una sociedad que pretende impedir a los menores que conozcan la sensación de soledad, de vacío, propia de la condición humana.
Más que recetas, tengo preguntas. La perplejidad me acomoda más que las certezas. Es probable que mi afinidad con la acidia sea inconducente, una afectación literaria. Pero me apoyo en Henri Michaux cuando en Puntos de referencia escribe: “Las horas importantes son las horas inmóviles. Esas fracciones de tiempo detenidas, minutos casi muertos, son lo más auténtico que tienes, lo más auténtico que eres, pues ni las posees ni estás poseído por ellas, sin atributos, y no las podrías representar, extensión horizontal por encima de los pozos sin fondo”

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