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Todos los Prefacios Reunidos (una adaptación)‏

Todos los Prefacios Reunidos (una adaptación)‏

En verdad es justo y necesario,

es nuestro deber y salvación,

darte gracias siempre y en todo lugar,

Señor, Padre Santo,

Dios todopoderoso, Pastor eterno,

por Cristo, Señor nuestro,

en todos los momentos

y circunstancias de la vida,

en la salud y en la enfermedad,

en el sufrimiento y en el gozo,

por tu siervo, Jesús, nuestro Redentor.



Porque él, en su vida terrena,

pasó haciendo el bien

y curando a los oprimidos por el mal.



También hoy, como buen samaritano,

se acerca a todo hombre

que sufre en su cuerpo o en su espíritu,

y cura sus heridas con el aceite del consuelo

y el vino de la esperanza.



Por este don de tu gracia,

incluso cuando nos vemos

sumergidos en la noche del dolor,

vislumbramos la luz pascual en tu Hijo,

muerto y resucitado.



Quien, por su misterio pascual,

realizó la obra maravillosa

de llamarnos del pecado y de la muerte

al honor de ser estirpe elegida,

sacerdocio real, nación consagrada,

pueblo de su propiedad, para que,

trasladados de las tinieblas a tu luz admirable,

proclamemos ante el mundo tus maravillas.



Nuestro Señor, compadecido

del extravío de los hombres,

quiso nacer de la Virgen;

sufriendo la cruz

nos libró de eterna muerte,

y, resucitando, nos dio vida eterna.



Porque reconocemos

como obra de tu poder admirable

no sólo haber socorrido

nuestra débil naturaleza

con la fuerza de tu divinidad,

sino haber previsto el remedio

en la misma debilidad humana,

y de lo que era nuestra ruina

haber hecho nuestra salvación,

por Cristo, Señor nuestro.



Porque Él, con su nacimiento,

restauró nuestra naturaleza caída;

con su muerte, destruyó nuestro pecado;

al resucitar, nos dio nueva vida;

y en su ascensión,

nos abrió el camino de tu reino.



Porque creaste el universo entero,

estableciste el continuo retorno de las estaciones,

y al hombre, formado a tu imagen y semejanza,

sometiste las maravillas del mundo,

para que, en nombre tuyo, dominara la creación,

y, al contemplar tus grandezas,

en todo momento te alabara,

por Cristo, Señor nuestro.



En ti vivimos,

nos movemos y existimos;

y, todavía peregrinos en este mundo,

no sólo experimentamos

las pruebas cotidianas de tu amor,

sino que poseemos ya en prenda la vida futura,

pues esperamos gozar de la pascua eterna,

porque tenemos las primicias del Espíritu

por el que resucitaste a Jesús de entre los muertos.



Porque tu amor al mundo

fue tan misericordioso

que no sólo nos enviaste

como redentor a tu propio Hijo,

sino que en todo

lo quisiste semejante al hombre,

menos en el pecado,

para poder así amar en nosotros

lo que amabas en él.



Con su obediencia

has restaurado aquellos dones

que por nuestra desobediencia

habíamos perdido.



Porque has querido reunir de nuevo,

por la sangre de tu Hijo y la fuerza del Espíritu,

a tus hijos dispersos por el pecado;

de este modo tu Iglesia, unificada

por virtud y a imagen de la Trinidad,

aparece ante el mundo

como cuerpo de Cristo

y templo del Espíritu,

para alabanza de tu infinita sabiduría.



Porque nos concedes

en cada momento lo que más conviene

y diriges sabiamente la nave de tu Iglesia,

asistiéndola siempre con la fuerza del Espíritu Santo,

para que, a impulso de su amor confiado,

no abandone la plegaria en la tribulación,

ni la acción de gracias en el gozo,

por Cristo, Señor nuestro.



A quien hiciste

fundamento de todo

y de cuya plenitud

quisiste que participáramos todos.



Siendo él de condición divina

se despojó de su rango,

y por su sangre derramada en la Cruz,

puso en paz todas las cosas;

y así, constituido Señor del universo,

es fuente de salvación eterna

para cuantos creen en él.



Que por amor creaste al hombre,

y, aunque condenado justamente,

con tu misericordia lo redimiste,

por Cristo, Señor nuestro.



Porque has querido ser,

por medio de tu amado Hijo,

no sólo el creador del género humano,

sino también el autor generoso

de la nueva creación.

Por eso, con razón

te sirven todas las criaturas,

con justicia te alaban todos los redimidos

y unánimes te bendicen tus santos.



Pues aunque no necesitas nuestra alabanza,

ni nuestras bendiciones te enriquecen,

tú inspiras y haces tuya nuestra acción de gracias,

para que nos sirva de salvación,

por Cristo, Señor nuestro.



Porque, unidos en la caridad,

celebramos la muerte de tu Hijo,

con fe viva proclamamos su resurrección,

y con esperanza firme anhelamos su venida gloriosa.



Por él, que es tu palabra,

hiciste todas las cosas;

tú nos lo enviaste para que,

hecho hombre

por obra del Espíritu Santo

y nacido de María la Virgen,

fuera nuestro Salvador y Redentor.



Él, en cumplimiento de tu voluntad,

para destruir la muerte

y manifestar la resurrección

extendió sus brazos en la cruz,

y así adquirió para ti un pueblo santo



Porque tú llamaste a Abrahán

y le mandaste salir de su tierra,

para constituirlo padre de todas las naciones.

Tú suscitaste a Moisés para librar a tu pueblo

y guiarlo a la tierra de promisión.

Tú, en la etapa final de la historia,

has enviado a tu Hijo,

como huésped y peregrino

en medio de nosotros,

para redimirnos del pecado y de la muerte;

y has derramado el Espíritu,

para hacer de todas las naciones

un solo pueblo nuevo, que tiene

como meta, tu reino,

como estado, la libertad de tus hijos,

como ley, el precepto del amor.



Tú eres el Dios vivo y verdadero;

el universo está lleno de tu presencia,

pero sobre todo, has dejado la huella

de tu gloria en el hombre creado a tu imagen.



Tú lo llamas a cooperar con el trabajo cotidiano

en el proyecto de la creación y le das tu Espíritu

para que sea artífice de justicia y de paz,

en Cristo, el hombre nuevo.



Quien al venir por vez primera

en la humildad de nuestra carne,

realizó el plan de redención

trazado desde antiguo

y nos abrió el camino de la salvación;

para que cuando venga de nuevo

en la majestad de su gloria,

revelando así la plenitud de su obra,

podamos recibir los bienes prometidos

que ahora, en vigilante espera,

confiamos alcanzar.



A quien los profetas anunciaron,

la Virgen esperó con inefable amor de Madre,

Juan lo proclamó ya próximo

y señaló después entre los hombres.



El mismo Señor nos concede ahora

prepararnos con alegría

al misterio de su nacimiento,

para encontrarnos así, cuando llegue,

velando en oración y cantando su alabanza.



Tú nos has ocultado

el día y la hora en que Cristo,

tu Hijo, Señor y Juez de la historia,

aparecerá revestido de poder y de gloria,

sobre las nubes del cielo.



En aquel día terrible y glorioso

pasará la figura de este mundo

y nacerán los cielos nuevos y la tierra nueva.



El mismo Señor

que se nos mostrará entonces

lleno de gloria viene ahora

a nuestro encuentro en cada hombre

y en cada acontecimiento,

para que lo recibamos en la fe

y por el amor demos testimonio

de la esperanza dichosa de su reino.



Te alabamos, te bendecimos y te glorificamos

por el misterio de la Virgen Madre.



Porque, si del antiguo adversario

nos vino la ruina, en el seno virginal

de la hija de Sión ha germinado

aquel que nos nutre con el pan de los ángeles,

y ha brotado para todo el género humano

la salvación y la paz.



La gracia que Eva nos arrebató

nos ha sido devuelta en María.



En ella, madre de todos los hombres,

la maternidad, redimida del pecado y de la muerte,

se abre al don de una vida nueva.



Así, donde había crecido el pecado,

se ha desbordado tu misericordia

en Cristo, nuestro Salvador.



Porque gracias al misterio

de la Palabra hecha carne,

la luz de tu gloria brilló

ante nuestros ojos

con nuevo resplandor,

para que, conociendo

a Dios visiblemente,

él nos lleve al amor de lo invisible.



Porque en el misterio santo

que hoy celebramos, Cristo, el Señor,

sin dejar la gloria del Padre,

se hace presente entre nosotros

de un modo nuevo:

el que era invisible en su naturaleza

se hace visible al adoptar la nuestra;

el eterno, engendrado antes del tiempo,

comparte nuestra vida temporal

para asumir en sí todo lo creado,

para reconstruir lo que estaba caído

y restaurar de este modo el universo,

para llamar de nuevo al reino de los cielos

al hombre sumergido en el pecado.



Por él, hoy resplandece ante el mundo

el maravilloso intercambio que nos salva,

pues al revestirse tu Hijo

de nuestra frágil condición,

no sólo confiere dignidad eterna

a la naturaleza humana sino que

por esta unión admirable,

nos hace a nosotros eternos.



Por él concedes a tus hijos anhelar,

año tras año, con el gozo

de habernos purificado,

la solemnidad de la Pascua,

para que, dedicados con mayor entrega

a la alabanza divina y al amor fraterno,

por la celebración de los misterios

que nos dieron nueva vida,

lleguemos a ser con plenitud hijos de Dios.



Porque has establecido generosamente

este tiempo de gracia

para renovar en santidad a tus hijos,

de modo que, libres de todo afecto desordenado,

vivamos las realidades temporales

como primicias de las realidades eternas.



Porque con nuestras privaciones voluntarias

nos enseñas a reconocer y agradecer tus dones,

a dominar nuestro afán de suficiencia

y a repartir nuestros bienes con los necesitados,

imitando así tu generosidad.



Porque con el ayuno corporal

refrenas nuestras pasiones,

elevas nuestro espíritu,

nos das fuerza y recompensa,

por Cristo, Señor nuestro.



En verdad es justo bendecir tu nombre,

Padre rico en misericordia, ahora que,

en nuestro itinerario hacia la luz pascual,

seguimos los pasos de Cristo,

maestro y modelo de la humanidad

reconciliada en el amor.



Tu abres a la Iglesia

el camino de un nuevo éxodo

a través del desierto cuaresmal,

para que, llegados a la montaña santa,

con el corazón contrito y humillado,

reavivemos nuestra vocación de pueblo de alianza,

convocado para bendecir tu nombre,

escuchar tu Palabra y experimentar con gozo

tus maravillas. Por estos signos de salvación.



Porque en la pasión salvadora de tu Hijo

el universo aprende a proclamar tu grandeza

y, por la fuerza de la cruz,

el mundo es juzgado como reo

y el Crucificado exaltado como juez poderoso.



Porque se acercan los días santos

de su pasión salvadora

y de su resurrección gloriosa;

en ellos celebramos su triunfo

sobre el poder de nuestro enemigo

y renovamos el misterio de nuestra redención.



En verdad es justo y necesario,

es nuestro deber y salvación

glorificarte siempre, Señor,

pero más que nunca en este tiempo,

en que Cristo, nuestra pascua, ha sido inmolado.



Porque Él es el verdadero Cordero

que quitó el pecado del mundo:

muriendo, destruyó nuestra muerte,

y resucitando, restauró la vida.



Por Él los hijos de la luz

amanecen a la vida eterna,

los creyentes atraviesan

los umbrales del reino de los cielos;

porque en la muerte de Cristo

nuestra muerte ha sido vencida

y en su resurrección hemos resucitado todos.



Porque Él no cesa de ofrecerse por nosotros,

de interceder por todos ante ti; inmolado,

ya no vuelve a morir; sacrificado, vive para siempre.



Porque en Él fue demolida

nuestra antigua miseria,

reconstruido cuanto estaba derrumbado

y renovada en plenitud la salvación.



Porque Él, con la inmolación

de su cuerpo en la cruz,

dio pleno cumplimiento

a lo que anunciaban

los sacrificios de la antigua alianza,

y ofreciéndose a sí mismo

por nuestra salvación

quiso ser al mismo tiempo

sacerdote, víctima y altar.



Por eso, con esta efusión de gozo pascual,

el mundo entero se desborda de alegría…



En verdad es justo y necesario,

es nuestro deber y salvación darte gracias, Señor,

y proclamar tus maravillas en la perfección de tus santos;

y, al conmemorar a la bienaventurada Virgen María,

exaltar especialmente tu generosidad inspirándonos

en su mismo cántico de alabanza.



En verdad hiciste obras grandes

en favor de los pueblos,

y has mantenido tu misericordia

de generación en generación,

cuando, al mirar la humillación de tu esclava,

por ella nos diste al autor de la vida,

Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro.



Y alabarte debidamente

en esta celebración en honor

de la Virgen María.



Ella, al aceptar tu Palabra

con limpio corazón,

mereció concebirla en su seno virginal,

y al dar a luz a su Hijo

preparó el nacimiento de la Iglesia.



Ella, al recibir junto a la cruz

el testamento de tu amor divino,

tomó como hijos a todos los hombres,

nacidos a la vida sobrenatural

por la muerte de Cristo.



Ella, en la espera pentecostal del Espíritu,

al unir sus oraciones a las de los discípulos,

se convirtió en el modelo de la Iglesia suplicante.



Desde su asunción a los cielos,

acompaña con amor materno

a la Iglesia peregrina,

y protege sus pasos

hacia la patria celeste,

hasta la venida gloriosa del Señor.



Y alabar y bendecir y proclamar tu gloria

en la fiesta de Santa María siempre virgen,

porque ella concibió a tu único Hijo

por obra del Espíritu Santo,

y, sin perder la gloria de su virginidad,

derramó sobre el mundo la Luz eterna,

Jesucristo, Señor nuestro.



Te alabamos y te bendecimos,

por Jesucristo, tu Hijo, en esta fiesta

de la bienaventurada Virgen María.



Ella, como humilde sierva,

escuchó tu palabra

y la conservó en su corazón;

admirablemente unida

al misterio de la redención,

perseveró con los apóstoles en la plegaria,

mientras esperaban al Espíritu Santo,

y ahora brilla en nuestro camino

como signo de consuelo y de firme esperanza.



En verdad es justo darte gracias, Padre Santo,

fuente de la vida y de la alegría.



Porque en esta etapa final de la Historia

has querido revelarnos

el misterio escondido desde siglos,

para que así el mundo entero

retorne a la vida y recobre la esperanza.



En Cristo, nuevo Adán, y en María, nueva Eva,

se revela el misterio de tu Iglesia,

como primicia de la humanidad redimida.



Por este inefable don, la creación entera,

con la fuerza del Espíritu Santo,

emprende de nuevo su camino

hacia la Pascua eterna.



Porque no abandonas nunca a tu rebaño,

sino que por medio de los santos Apóstoles

lo proteges y conservas, y quieres

que tenga siempre por guía

la palabra de aquellos mismos pastores

a quienes tu Hijo dio la misión

de anunciar el Evangelio.



Porque has cimentado tu Iglesia

sobre la roca de los Apóstoles,

para que permanezca en el mundo

como signo de santidad y señale

a todos los hombres el camino

que nos lleva hacia Ti.



Porque nos concedes

la alegría de celebrar hoy

la fiesta de tus santos,

fortaleciendo a tu Iglesia

con el ejemplo de sus vidas,

instruyéndola con su palabra

y protegiéndola con su intercesión.



Porque la sangre

de tus gloriosos mártires

derramada, como la de Cristo,

para confesar tu nombre,

manifiesta las maravillas de tu poder;

pues en su martirio, Señor,

has sacado fuerza de lo débil,

haciendo de la fragilidad

tu propio testimonio,

por Cristo, Señor nuestro.



En verdad es justo y necesario,

que te alaben, Señor,

tus criaturas del cielo y de la tierra,

y, al recordar a los santos

que por el reino de los cielos

se consagraron a Cristo,

celebremos la grandeza de tus designios.



En ellos recobra el hombre

la santidad primera,

que de ti había recibido,

y gusta ya en la tierra

los dones reservados para el cielo.



Porque manifiestas tu gloria

en la asamblea de los santos,

y, al coronar sus méritos,

coronas tu propia obra.



Tú nos ofreces el ejemplo de su vida,

la ayuda de su intercesión

y la participación en su destino,

para que, animados

por su presencia alentadora,

luchemos sin desfallecer

en la carrera y alcancemos, como ellos,

la corona de gloria que no se marchita,

por Cristo, Señor nuestro.



Porque mediante

el testimonio admirable de tus santos

fecundas sin cesar a tu Iglesia

con vitalidad siempre nueva,

dándonos así pruebas evidentes de tu amor.



Ellos nos estimulan con su ejemplo

en el camino de la vida

y nos ayudan con su intercesión.



En él brilla la esperanza

de nuestra feliz resurrección;

y así, aunque la certeza de morir nos entristece,

nos consuela la promesa de la futura inmortalidad.



Porque la vida de los que en ti creemos,

Señor, no termina, se transforma;

y, al deshacerse nuestra morada terrenal

adquirimos una mansión eterna en el cielo.



Porque él aceptó la muerte, uno por todos,

para librarnos del morir eterno;

es más, quiso entregar su vida

para que todos tuviéramos vida eterna.



Porque te has dignado habitar

en toda casa consagrada a la oración,

para hacer de nosotros,

con la ayuda constante de tu gracia,

templos del Espíritu Santo,

resplandecientes por la santidad de vida.



Con tu acción constante, Señor,

santificas a la Iglesia, esposa de Cristo,

simbolizada en edificios visibles,

para que así, como madre gozosa

por la multitud de sus hijos,

pueda ser presentada en la gloria de tu reino.



Por estos dones de tu benevolencia

unidos a los ángeles y a los arcángeles,

ministros de tu gloria,

te cantan con júbilo eterno

con los santos y mártires

y todos los coros celestiales,

proclamamos sin cesar

el canto de alabanza y el himno de tu gloria:



Santo, Santo, Santo,

es el Señor, Dios del universo

llenos están los cielos y la tierra de tu gloria

Hosanna en el cielo

Bendito el que viene en el nombre del Señor

Hosanna en el cielo.



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