Todos los Prefacios Reunidos (una adaptación)
En verdad es justo y necesario,
es nuestro deber y salvación,
darte gracias siempre y en todo lugar,
Señor, Padre Santo,
Dios todopoderoso, Pastor eterno,
por Cristo, Señor nuestro,
en todos los momentos
y circunstancias de la vida,
en la salud y en la enfermedad,
en el sufrimiento y en el gozo,
por tu siervo, Jesús, nuestro Redentor.
Porque él, en su vida terrena,
pasó haciendo el bien
y curando a los oprimidos por el mal.
También hoy, como buen samaritano,
se acerca a todo hombre
que sufre en su cuerpo o en su espíritu,
y cura sus heridas con el aceite del consuelo
y el vino de la esperanza.
Por este don de tu gracia,
incluso cuando nos vemos
sumergidos en la noche del dolor,
vislumbramos la luz pascual en tu Hijo,
muerto y resucitado.
Quien, por su misterio pascual,
realizó la obra maravillosa
de llamarnos del pecado y de la muerte
al honor de ser estirpe elegida,
sacerdocio real, nación consagrada,
pueblo de su propiedad, para que,
trasladados de las tinieblas a tu luz admirable,
proclamemos ante el mundo tus maravillas.
Nuestro Señor, compadecido
del extravío de los hombres,
quiso nacer de la Virgen;
sufriendo la cruz
nos libró de eterna muerte,
y, resucitando, nos dio vida eterna.
Porque reconocemos
como obra de tu poder admirable
no sólo haber socorrido
nuestra débil naturaleza
con la fuerza de tu divinidad,
sino haber previsto el remedio
en la misma debilidad humana,
y de lo que era nuestra ruina
haber hecho nuestra salvación,
por Cristo, Señor nuestro.
Porque Él, con su nacimiento,
restauró nuestra naturaleza caída;
con su muerte, destruyó nuestro pecado;
al resucitar, nos dio nueva vida;
y en su ascensión,
nos abrió el camino de tu reino.
Porque creaste el universo entero,
estableciste el continuo retorno de las estaciones,
y al hombre, formado a tu imagen y semejanza,
sometiste las maravillas del mundo,
para que, en nombre tuyo, dominara la creación,
y, al contemplar tus grandezas,
en todo momento te alabara,
por Cristo, Señor nuestro.
En ti vivimos,
nos movemos y existimos;
y, todavía peregrinos en este mundo,
no sólo experimentamos
las pruebas cotidianas de tu amor,
sino que poseemos ya en prenda la vida futura,
pues esperamos gozar de la pascua eterna,
porque tenemos las primicias del Espíritu
por el que resucitaste a Jesús de entre los muertos.
Porque tu amor al mundo
fue tan misericordioso
que no sólo nos enviaste
como redentor a tu propio Hijo,
sino que en todo
lo quisiste semejante al hombre,
menos en el pecado,
para poder así amar en nosotros
lo que amabas en él.
Con su obediencia
has restaurado aquellos dones
que por nuestra desobediencia
habíamos perdido.
Porque has querido reunir de nuevo,
por la sangre de tu Hijo y la fuerza del Espíritu,
a tus hijos dispersos por el pecado;
de este modo tu Iglesia, unificada
por virtud y a imagen de la Trinidad,
aparece ante el mundo
como cuerpo de Cristo
y templo del Espíritu,
para alabanza de tu infinita sabiduría.
Porque nos concedes
en cada momento lo que más conviene
y diriges sabiamente la nave de tu Iglesia,
asistiéndola siempre con la fuerza del Espíritu Santo,
para que, a impulso de su amor confiado,
no abandone la plegaria en la tribulación,
ni la acción de gracias en el gozo,
por Cristo, Señor nuestro.
A quien hiciste
fundamento de todo
y de cuya plenitud
quisiste que participáramos todos.
Siendo él de condición divina
se despojó de su rango,
y por su sangre derramada en la Cruz,
puso en paz todas las cosas;
y así, constituido Señor del universo,
es fuente de salvación eterna
para cuantos creen en él.
Que por amor creaste al hombre,
y, aunque condenado justamente,
con tu misericordia lo redimiste,
por Cristo, Señor nuestro.
Porque has querido ser,
por medio de tu amado Hijo,
no sólo el creador del género humano,
sino también el autor generoso
de la nueva creación.
Por eso, con razón
te sirven todas las criaturas,
con justicia te alaban todos los redimidos
y unánimes te bendicen tus santos.
Pues aunque no necesitas nuestra alabanza,
ni nuestras bendiciones te enriquecen,
tú inspiras y haces tuya nuestra acción de gracias,
para que nos sirva de salvación,
por Cristo, Señor nuestro.
Porque, unidos en la caridad,
celebramos la muerte de tu Hijo,
con fe viva proclamamos su resurrección,
y con esperanza firme anhelamos su venida gloriosa.
Por él, que es tu palabra,
hiciste todas las cosas;
tú nos lo enviaste para que,
hecho hombre
por obra del Espíritu Santo
y nacido de María la Virgen,
fuera nuestro Salvador y Redentor.
Él, en cumplimiento de tu voluntad,
para destruir la muerte
y manifestar la resurrección
extendió sus brazos en la cruz,
y así adquirió para ti un pueblo santo
Porque tú llamaste a Abrahán
y le mandaste salir de su tierra,
para constituirlo padre de todas las naciones.
Tú suscitaste a Moisés para librar a tu pueblo
y guiarlo a la tierra de promisión.
Tú, en la etapa final de la historia,
has enviado a tu Hijo,
como huésped y peregrino
en medio de nosotros,
para redimirnos del pecado y de la muerte;
y has derramado el Espíritu,
para hacer de todas las naciones
un solo pueblo nuevo, que tiene
como meta, tu reino,
como estado, la libertad de tus hijos,
como ley, el precepto del amor.
Tú eres el Dios vivo y verdadero;
el universo está lleno de tu presencia,
pero sobre todo, has dejado la huella
de tu gloria en el hombre creado a tu imagen.
Tú lo llamas a cooperar con el trabajo cotidiano
en el proyecto de la creación y le das tu Espíritu
para que sea artífice de justicia y de paz,
en Cristo, el hombre nuevo.
Quien al venir por vez primera
en la humildad de nuestra carne,
realizó el plan de redención
trazado desde antiguo
y nos abrió el camino de la salvación;
para que cuando venga de nuevo
en la majestad de su gloria,
revelando así la plenitud de su obra,
podamos recibir los bienes prometidos
que ahora, en vigilante espera,
confiamos alcanzar.
A quien los profetas anunciaron,
la Virgen esperó con inefable amor de Madre,
Juan lo proclamó ya próximo
y señaló después entre los hombres.
El mismo Señor nos concede ahora
prepararnos con alegría
al misterio de su nacimiento,
para encontrarnos así, cuando llegue,
velando en oración y cantando su alabanza.
Tú nos has ocultado
el día y la hora en que Cristo,
tu Hijo, Señor y Juez de la historia,
aparecerá revestido de poder y de gloria,
sobre las nubes del cielo.
En aquel día terrible y glorioso
pasará la figura de este mundo
y nacerán los cielos nuevos y la tierra nueva.
El mismo Señor
que se nos mostrará entonces
lleno de gloria viene ahora
a nuestro encuentro en cada hombre
y en cada acontecimiento,
para que lo recibamos en la fe
y por el amor demos testimonio
de la esperanza dichosa de su reino.
Te alabamos, te bendecimos y te glorificamos
por el misterio de la Virgen Madre.
Porque, si del antiguo adversario
nos vino la ruina, en el seno virginal
de la hija de Sión ha germinado
aquel que nos nutre con el pan de los ángeles,
y ha brotado para todo el género humano
la salvación y la paz.
La gracia que Eva nos arrebató
nos ha sido devuelta en María.
En ella, madre de todos los hombres,
la maternidad, redimida del pecado y de la muerte,
se abre al don de una vida nueva.
Así, donde había crecido el pecado,
se ha desbordado tu misericordia
en Cristo, nuestro Salvador.
Porque gracias al misterio
de la Palabra hecha carne,
la luz de tu gloria brilló
ante nuestros ojos
con nuevo resplandor,
para que, conociendo
a Dios visiblemente,
él nos lleve al amor de lo invisible.
Porque en el misterio santo
que hoy celebramos, Cristo, el Señor,
sin dejar la gloria del Padre,
se hace presente entre nosotros
de un modo nuevo:
el que era invisible en su naturaleza
se hace visible al adoptar la nuestra;
el eterno, engendrado antes del tiempo,
comparte nuestra vida temporal
para asumir en sí todo lo creado,
para reconstruir lo que estaba caído
y restaurar de este modo el universo,
para llamar de nuevo al reino de los cielos
al hombre sumergido en el pecado.
Por él, hoy resplandece ante el mundo
el maravilloso intercambio que nos salva,
pues al revestirse tu Hijo
de nuestra frágil condición,
no sólo confiere dignidad eterna
a la naturaleza humana sino que
por esta unión admirable,
nos hace a nosotros eternos.
Por él concedes a tus hijos anhelar,
año tras año, con el gozo
de habernos purificado,
la solemnidad de la Pascua,
para que, dedicados con mayor entrega
a la alabanza divina y al amor fraterno,
por la celebración de los misterios
que nos dieron nueva vida,
lleguemos a ser con plenitud hijos de Dios.
Porque has establecido generosamente
este tiempo de gracia
para renovar en santidad a tus hijos,
de modo que, libres de todo afecto desordenado,
vivamos las realidades temporales
como primicias de las realidades eternas.
Porque con nuestras privaciones voluntarias
nos enseñas a reconocer y agradecer tus dones,
a dominar nuestro afán de suficiencia
y a repartir nuestros bienes con los necesitados,
imitando así tu generosidad.
Porque con el ayuno corporal
refrenas nuestras pasiones,
elevas nuestro espíritu,
nos das fuerza y recompensa,
por Cristo, Señor nuestro.
En verdad es justo bendecir tu nombre,
Padre rico en misericordia, ahora que,
en nuestro itinerario hacia la luz pascual,
seguimos los pasos de Cristo,
maestro y modelo de la humanidad
reconciliada en el amor.
Tu abres a la Iglesia
el camino de un nuevo éxodo
a través del desierto cuaresmal,
para que, llegados a la montaña santa,
con el corazón contrito y humillado,
reavivemos nuestra vocación de pueblo de alianza,
convocado para bendecir tu nombre,
escuchar tu Palabra y experimentar con gozo
tus maravillas. Por estos signos de salvación.
Porque en la pasión salvadora de tu Hijo
el universo aprende a proclamar tu grandeza
y, por la fuerza de la cruz,
el mundo es juzgado como reo
y el Crucificado exaltado como juez poderoso.
Porque se acercan los días santos
de su pasión salvadora
y de su resurrección gloriosa;
en ellos celebramos su triunfo
sobre el poder de nuestro enemigo
y renovamos el misterio de nuestra redención.
En verdad es justo y necesario,
es nuestro deber y salvación
glorificarte siempre, Señor,
pero más que nunca en este tiempo,
en que Cristo, nuestra pascua, ha sido inmolado.
Porque Él es el verdadero Cordero
que quitó el pecado del mundo:
muriendo, destruyó nuestra muerte,
y resucitando, restauró la vida.
Por Él los hijos de la luz
amanecen a la vida eterna,
los creyentes atraviesan
los umbrales del reino de los cielos;
porque en la muerte de Cristo
nuestra muerte ha sido vencida
y en su resurrección hemos resucitado todos.
Porque Él no cesa de ofrecerse por nosotros,
de interceder por todos ante ti; inmolado,
ya no vuelve a morir; sacrificado, vive para siempre.
Porque en Él fue demolida
nuestra antigua miseria,
reconstruido cuanto estaba derrumbado
y renovada en plenitud la salvación.
Porque Él, con la inmolación
de su cuerpo en la cruz,
dio pleno cumplimiento
a lo que anunciaban
los sacrificios de la antigua alianza,
y ofreciéndose a sí mismo
por nuestra salvación
quiso ser al mismo tiempo
sacerdote, víctima y altar.
Por eso, con esta efusión de gozo pascual,
el mundo entero se desborda de alegría…
En verdad es justo y necesario,
es nuestro deber y salvación darte gracias, Señor,
y proclamar tus maravillas en la perfección de tus santos;
y, al conmemorar a la bienaventurada Virgen María,
exaltar especialmente tu generosidad inspirándonos
en su mismo cántico de alabanza.
En verdad hiciste obras grandes
en favor de los pueblos,
y has mantenido tu misericordia
de generación en generación,
cuando, al mirar la humillación de tu esclava,
por ella nos diste al autor de la vida,
Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro.
Y alabarte debidamente
en esta celebración en honor
de la Virgen María.
Ella, al aceptar tu Palabra
con limpio corazón,
mereció concebirla en su seno virginal,
y al dar a luz a su Hijo
preparó el nacimiento de la Iglesia.
Ella, al recibir junto a la cruz
el testamento de tu amor divino,
tomó como hijos a todos los hombres,
nacidos a la vida sobrenatural
por la muerte de Cristo.
Ella, en la espera pentecostal del Espíritu,
al unir sus oraciones a las de los discípulos,
se convirtió en el modelo de la Iglesia suplicante.
Desde su asunción a los cielos,
acompaña con amor materno
a la Iglesia peregrina,
y protege sus pasos
hacia la patria celeste,
hasta la venida gloriosa del Señor.
Y alabar y bendecir y proclamar tu gloria
en la fiesta de Santa María siempre virgen,
porque ella concibió a tu único Hijo
por obra del Espíritu Santo,
y, sin perder la gloria de su virginidad,
derramó sobre el mundo la Luz eterna,
Jesucristo, Señor nuestro.
Te alabamos y te bendecimos,
por Jesucristo, tu Hijo, en esta fiesta
de la bienaventurada Virgen María.
Ella, como humilde sierva,
escuchó tu palabra
y la conservó en su corazón;
admirablemente unida
al misterio de la redención,
perseveró con los apóstoles en la plegaria,
mientras esperaban al Espíritu Santo,
y ahora brilla en nuestro camino
como signo de consuelo y de firme esperanza.
En verdad es justo darte gracias, Padre Santo,
fuente de la vida y de la alegría.
Porque en esta etapa final de la Historia
has querido revelarnos
el misterio escondido desde siglos,
para que así el mundo entero
retorne a la vida y recobre la esperanza.
En Cristo, nuevo Adán, y en María, nueva Eva,
se revela el misterio de tu Iglesia,
como primicia de la humanidad redimida.
Por este inefable don, la creación entera,
con la fuerza del Espíritu Santo,
emprende de nuevo su camino
hacia la Pascua eterna.
Porque no abandonas nunca a tu rebaño,
sino que por medio de los santos Apóstoles
lo proteges y conservas, y quieres
que tenga siempre por guía
la palabra de aquellos mismos pastores
a quienes tu Hijo dio la misión
de anunciar el Evangelio.
Porque has cimentado tu Iglesia
sobre la roca de los Apóstoles,
para que permanezca en el mundo
como signo de santidad y señale
a todos los hombres el camino
que nos lleva hacia Ti.
Porque nos concedes
la alegría de celebrar hoy
la fiesta de tus santos,
fortaleciendo a tu Iglesia
con el ejemplo de sus vidas,
instruyéndola con su palabra
y protegiéndola con su intercesión.
Porque la sangre
de tus gloriosos mártires
derramada, como la de Cristo,
para confesar tu nombre,
manifiesta las maravillas de tu poder;
pues en su martirio, Señor,
has sacado fuerza de lo débil,
haciendo de la fragilidad
tu propio testimonio,
por Cristo, Señor nuestro.
En verdad es justo y necesario,
que te alaben, Señor,
tus criaturas del cielo y de la tierra,
y, al recordar a los santos
que por el reino de los cielos
se consagraron a Cristo,
celebremos la grandeza de tus designios.
En ellos recobra el hombre
la santidad primera,
que de ti había recibido,
y gusta ya en la tierra
los dones reservados para el cielo.
Porque manifiestas tu gloria
en la asamblea de los santos,
y, al coronar sus méritos,
coronas tu propia obra.
Tú nos ofreces el ejemplo de su vida,
la ayuda de su intercesión
y la participación en su destino,
para que, animados
por su presencia alentadora,
luchemos sin desfallecer
en la carrera y alcancemos, como ellos,
la corona de gloria que no se marchita,
por Cristo, Señor nuestro.
Porque mediante
el testimonio admirable de tus santos
fecundas sin cesar a tu Iglesia
con vitalidad siempre nueva,
dándonos así pruebas evidentes de tu amor.
Ellos nos estimulan con su ejemplo
en el camino de la vida
y nos ayudan con su intercesión.
En él brilla la esperanza
de nuestra feliz resurrección;
y así, aunque la certeza de morir nos entristece,
nos consuela la promesa de la futura inmortalidad.
Porque la vida de los que en ti creemos,
Señor, no termina, se transforma;
y, al deshacerse nuestra morada terrenal
adquirimos una mansión eterna en el cielo.
Porque él aceptó la muerte, uno por todos,
para librarnos del morir eterno;
es más, quiso entregar su vida
para que todos tuviéramos vida eterna.
Porque te has dignado habitar
en toda casa consagrada a la oración,
para hacer de nosotros,
con la ayuda constante de tu gracia,
templos del Espíritu Santo,
resplandecientes por la santidad de vida.
Con tu acción constante, Señor,
santificas a la Iglesia, esposa de Cristo,
simbolizada en edificios visibles,
para que así, como madre gozosa
por la multitud de sus hijos,
pueda ser presentada en la gloria de tu reino.
Por estos dones de tu benevolencia
unidos a los ángeles y a los arcángeles,
ministros de tu gloria,
te cantan con júbilo eterno
con los santos y mártires
y todos los coros celestiales,
proclamamos sin cesar
el canto de alabanza y el himno de tu gloria:
Santo, Santo, Santo,
es el Señor, Dios del universo
llenos están los cielos y la tierra de tu gloria
Hosanna en el cielo
Bendito el que viene en el nombre del Señor
Hosanna en el cielo.
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En verdad es justo y necesario,
es nuestro deber y salvación,
darte gracias siempre y en todo lugar,
Señor, Padre Santo,
Dios todopoderoso, Pastor eterno,
por Cristo, Señor nuestro,
en todos los momentos
y circunstancias de la vida,
en la salud y en la enfermedad,
en el sufrimiento y en el gozo,
por tu siervo, Jesús, nuestro Redentor.
Porque él, en su vida terrena,
pasó haciendo el bien
y curando a los oprimidos por el mal.
También hoy, como buen samaritano,
se acerca a todo hombre
que sufre en su cuerpo o en su espíritu,
y cura sus heridas con el aceite del consuelo
y el vino de la esperanza.
Por este don de tu gracia,
incluso cuando nos vemos
sumergidos en la noche del dolor,
vislumbramos la luz pascual en tu Hijo,
muerto y resucitado.
Quien, por su misterio pascual,
realizó la obra maravillosa
de llamarnos del pecado y de la muerte
al honor de ser estirpe elegida,
sacerdocio real, nación consagrada,
pueblo de su propiedad, para que,
trasladados de las tinieblas a tu luz admirable,
proclamemos ante el mundo tus maravillas.
Nuestro Señor, compadecido
del extravío de los hombres,
quiso nacer de la Virgen;
sufriendo la cruz
nos libró de eterna muerte,
y, resucitando, nos dio vida eterna.
Porque reconocemos
como obra de tu poder admirable
no sólo haber socorrido
nuestra débil naturaleza
con la fuerza de tu divinidad,
sino haber previsto el remedio
en la misma debilidad humana,
y de lo que era nuestra ruina
haber hecho nuestra salvación,
por Cristo, Señor nuestro.
Porque Él, con su nacimiento,
restauró nuestra naturaleza caída;
con su muerte, destruyó nuestro pecado;
al resucitar, nos dio nueva vida;
y en su ascensión,
nos abrió el camino de tu reino.
Porque creaste el universo entero,
estableciste el continuo retorno de las estaciones,
y al hombre, formado a tu imagen y semejanza,
sometiste las maravillas del mundo,
para que, en nombre tuyo, dominara la creación,
y, al contemplar tus grandezas,
en todo momento te alabara,
por Cristo, Señor nuestro.
En ti vivimos,
nos movemos y existimos;
y, todavía peregrinos en este mundo,
no sólo experimentamos
las pruebas cotidianas de tu amor,
sino que poseemos ya en prenda la vida futura,
pues esperamos gozar de la pascua eterna,
porque tenemos las primicias del Espíritu
por el que resucitaste a Jesús de entre los muertos.
Porque tu amor al mundo
fue tan misericordioso
que no sólo nos enviaste
como redentor a tu propio Hijo,
sino que en todo
lo quisiste semejante al hombre,
menos en el pecado,
para poder así amar en nosotros
lo que amabas en él.
Con su obediencia
has restaurado aquellos dones
que por nuestra desobediencia
habíamos perdido.
Porque has querido reunir de nuevo,
por la sangre de tu Hijo y la fuerza del Espíritu,
a tus hijos dispersos por el pecado;
de este modo tu Iglesia, unificada
por virtud y a imagen de la Trinidad,
aparece ante el mundo
como cuerpo de Cristo
y templo del Espíritu,
para alabanza de tu infinita sabiduría.
Porque nos concedes
en cada momento lo que más conviene
y diriges sabiamente la nave de tu Iglesia,
asistiéndola siempre con la fuerza del Espíritu Santo,
para que, a impulso de su amor confiado,
no abandone la plegaria en la tribulación,
ni la acción de gracias en el gozo,
por Cristo, Señor nuestro.
A quien hiciste
fundamento de todo
y de cuya plenitud
quisiste que participáramos todos.
Siendo él de condición divina
se despojó de su rango,
y por su sangre derramada en la Cruz,
puso en paz todas las cosas;
y así, constituido Señor del universo,
es fuente de salvación eterna
para cuantos creen en él.
Que por amor creaste al hombre,
y, aunque condenado justamente,
con tu misericordia lo redimiste,
por Cristo, Señor nuestro.
Porque has querido ser,
por medio de tu amado Hijo,
no sólo el creador del género humano,
sino también el autor generoso
de la nueva creación.
Por eso, con razón
te sirven todas las criaturas,
con justicia te alaban todos los redimidos
y unánimes te bendicen tus santos.
Pues aunque no necesitas nuestra alabanza,
ni nuestras bendiciones te enriquecen,
tú inspiras y haces tuya nuestra acción de gracias,
para que nos sirva de salvación,
por Cristo, Señor nuestro.
Porque, unidos en la caridad,
celebramos la muerte de tu Hijo,
con fe viva proclamamos su resurrección,
y con esperanza firme anhelamos su venida gloriosa.
Por él, que es tu palabra,
hiciste todas las cosas;
tú nos lo enviaste para que,
hecho hombre
por obra del Espíritu Santo
y nacido de María la Virgen,
fuera nuestro Salvador y Redentor.
Él, en cumplimiento de tu voluntad,
para destruir la muerte
y manifestar la resurrección
extendió sus brazos en la cruz,
y así adquirió para ti un pueblo santo
Porque tú llamaste a Abrahán
y le mandaste salir de su tierra,
para constituirlo padre de todas las naciones.
Tú suscitaste a Moisés para librar a tu pueblo
y guiarlo a la tierra de promisión.
Tú, en la etapa final de la historia,
has enviado a tu Hijo,
como huésped y peregrino
en medio de nosotros,
para redimirnos del pecado y de la muerte;
y has derramado el Espíritu,
para hacer de todas las naciones
un solo pueblo nuevo, que tiene
como meta, tu reino,
como estado, la libertad de tus hijos,
como ley, el precepto del amor.
Tú eres el Dios vivo y verdadero;
el universo está lleno de tu presencia,
pero sobre todo, has dejado la huella
de tu gloria en el hombre creado a tu imagen.
Tú lo llamas a cooperar con el trabajo cotidiano
en el proyecto de la creación y le das tu Espíritu
para que sea artífice de justicia y de paz,
en Cristo, el hombre nuevo.
Quien al venir por vez primera
en la humildad de nuestra carne,
realizó el plan de redención
trazado desde antiguo
y nos abrió el camino de la salvación;
para que cuando venga de nuevo
en la majestad de su gloria,
revelando así la plenitud de su obra,
podamos recibir los bienes prometidos
que ahora, en vigilante espera,
confiamos alcanzar.
A quien los profetas anunciaron,
la Virgen esperó con inefable amor de Madre,
Juan lo proclamó ya próximo
y señaló después entre los hombres.
El mismo Señor nos concede ahora
prepararnos con alegría
al misterio de su nacimiento,
para encontrarnos así, cuando llegue,
velando en oración y cantando su alabanza.
Tú nos has ocultado
el día y la hora en que Cristo,
tu Hijo, Señor y Juez de la historia,
aparecerá revestido de poder y de gloria,
sobre las nubes del cielo.
En aquel día terrible y glorioso
pasará la figura de este mundo
y nacerán los cielos nuevos y la tierra nueva.
El mismo Señor
que se nos mostrará entonces
lleno de gloria viene ahora
a nuestro encuentro en cada hombre
y en cada acontecimiento,
para que lo recibamos en la fe
y por el amor demos testimonio
de la esperanza dichosa de su reino.
Te alabamos, te bendecimos y te glorificamos
por el misterio de la Virgen Madre.
Porque, si del antiguo adversario
nos vino la ruina, en el seno virginal
de la hija de Sión ha germinado
aquel que nos nutre con el pan de los ángeles,
y ha brotado para todo el género humano
la salvación y la paz.
La gracia que Eva nos arrebató
nos ha sido devuelta en María.
En ella, madre de todos los hombres,
la maternidad, redimida del pecado y de la muerte,
se abre al don de una vida nueva.
Así, donde había crecido el pecado,
se ha desbordado tu misericordia
en Cristo, nuestro Salvador.
Porque gracias al misterio
de la Palabra hecha carne,
la luz de tu gloria brilló
ante nuestros ojos
con nuevo resplandor,
para que, conociendo
a Dios visiblemente,
él nos lleve al amor de lo invisible.
Porque en el misterio santo
que hoy celebramos, Cristo, el Señor,
sin dejar la gloria del Padre,
se hace presente entre nosotros
de un modo nuevo:
el que era invisible en su naturaleza
se hace visible al adoptar la nuestra;
el eterno, engendrado antes del tiempo,
comparte nuestra vida temporal
para asumir en sí todo lo creado,
para reconstruir lo que estaba caído
y restaurar de este modo el universo,
para llamar de nuevo al reino de los cielos
al hombre sumergido en el pecado.
Por él, hoy resplandece ante el mundo
el maravilloso intercambio que nos salva,
pues al revestirse tu Hijo
de nuestra frágil condición,
no sólo confiere dignidad eterna
a la naturaleza humana sino que
por esta unión admirable,
nos hace a nosotros eternos.
Por él concedes a tus hijos anhelar,
año tras año, con el gozo
de habernos purificado,
la solemnidad de la Pascua,
para que, dedicados con mayor entrega
a la alabanza divina y al amor fraterno,
por la celebración de los misterios
que nos dieron nueva vida,
lleguemos a ser con plenitud hijos de Dios.
Porque has establecido generosamente
este tiempo de gracia
para renovar en santidad a tus hijos,
de modo que, libres de todo afecto desordenado,
vivamos las realidades temporales
como primicias de las realidades eternas.
Porque con nuestras privaciones voluntarias
nos enseñas a reconocer y agradecer tus dones,
a dominar nuestro afán de suficiencia
y a repartir nuestros bienes con los necesitados,
imitando así tu generosidad.
Porque con el ayuno corporal
refrenas nuestras pasiones,
elevas nuestro espíritu,
nos das fuerza y recompensa,
por Cristo, Señor nuestro.
En verdad es justo bendecir tu nombre,
Padre rico en misericordia, ahora que,
en nuestro itinerario hacia la luz pascual,
seguimos los pasos de Cristo,
maestro y modelo de la humanidad
reconciliada en el amor.
Tu abres a la Iglesia
el camino de un nuevo éxodo
a través del desierto cuaresmal,
para que, llegados a la montaña santa,
con el corazón contrito y humillado,
reavivemos nuestra vocación de pueblo de alianza,
convocado para bendecir tu nombre,
escuchar tu Palabra y experimentar con gozo
tus maravillas. Por estos signos de salvación.
Porque en la pasión salvadora de tu Hijo
el universo aprende a proclamar tu grandeza
y, por la fuerza de la cruz,
el mundo es juzgado como reo
y el Crucificado exaltado como juez poderoso.
Porque se acercan los días santos
de su pasión salvadora
y de su resurrección gloriosa;
en ellos celebramos su triunfo
sobre el poder de nuestro enemigo
y renovamos el misterio de nuestra redención.
En verdad es justo y necesario,
es nuestro deber y salvación
glorificarte siempre, Señor,
pero más que nunca en este tiempo,
en que Cristo, nuestra pascua, ha sido inmolado.
Porque Él es el verdadero Cordero
que quitó el pecado del mundo:
muriendo, destruyó nuestra muerte,
y resucitando, restauró la vida.
Por Él los hijos de la luz
amanecen a la vida eterna,
los creyentes atraviesan
los umbrales del reino de los cielos;
porque en la muerte de Cristo
nuestra muerte ha sido vencida
y en su resurrección hemos resucitado todos.
Porque Él no cesa de ofrecerse por nosotros,
de interceder por todos ante ti; inmolado,
ya no vuelve a morir; sacrificado, vive para siempre.
Porque en Él fue demolida
nuestra antigua miseria,
reconstruido cuanto estaba derrumbado
y renovada en plenitud la salvación.
Porque Él, con la inmolación
de su cuerpo en la cruz,
dio pleno cumplimiento
a lo que anunciaban
los sacrificios de la antigua alianza,
y ofreciéndose a sí mismo
por nuestra salvación
quiso ser al mismo tiempo
sacerdote, víctima y altar.
Por eso, con esta efusión de gozo pascual,
el mundo entero se desborda de alegría…
En verdad es justo y necesario,
es nuestro deber y salvación darte gracias, Señor,
y proclamar tus maravillas en la perfección de tus santos;
y, al conmemorar a la bienaventurada Virgen María,
exaltar especialmente tu generosidad inspirándonos
en su mismo cántico de alabanza.
En verdad hiciste obras grandes
en favor de los pueblos,
y has mantenido tu misericordia
de generación en generación,
cuando, al mirar la humillación de tu esclava,
por ella nos diste al autor de la vida,
Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro.
Y alabarte debidamente
en esta celebración en honor
de la Virgen María.
Ella, al aceptar tu Palabra
con limpio corazón,
mereció concebirla en su seno virginal,
y al dar a luz a su Hijo
preparó el nacimiento de la Iglesia.
Ella, al recibir junto a la cruz
el testamento de tu amor divino,
tomó como hijos a todos los hombres,
nacidos a la vida sobrenatural
por la muerte de Cristo.
Ella, en la espera pentecostal del Espíritu,
al unir sus oraciones a las de los discípulos,
se convirtió en el modelo de la Iglesia suplicante.
Desde su asunción a los cielos,
acompaña con amor materno
a la Iglesia peregrina,
y protege sus pasos
hacia la patria celeste,
hasta la venida gloriosa del Señor.
Y alabar y bendecir y proclamar tu gloria
en la fiesta de Santa María siempre virgen,
porque ella concibió a tu único Hijo
por obra del Espíritu Santo,
y, sin perder la gloria de su virginidad,
derramó sobre el mundo la Luz eterna,
Jesucristo, Señor nuestro.
Te alabamos y te bendecimos,
por Jesucristo, tu Hijo, en esta fiesta
de la bienaventurada Virgen María.
Ella, como humilde sierva,
escuchó tu palabra
y la conservó en su corazón;
admirablemente unida
al misterio de la redención,
perseveró con los apóstoles en la plegaria,
mientras esperaban al Espíritu Santo,
y ahora brilla en nuestro camino
como signo de consuelo y de firme esperanza.
En verdad es justo darte gracias, Padre Santo,
fuente de la vida y de la alegría.
Porque en esta etapa final de la Historia
has querido revelarnos
el misterio escondido desde siglos,
para que así el mundo entero
retorne a la vida y recobre la esperanza.
En Cristo, nuevo Adán, y en María, nueva Eva,
se revela el misterio de tu Iglesia,
como primicia de la humanidad redimida.
Por este inefable don, la creación entera,
con la fuerza del Espíritu Santo,
emprende de nuevo su camino
hacia la Pascua eterna.
Porque no abandonas nunca a tu rebaño,
sino que por medio de los santos Apóstoles
lo proteges y conservas, y quieres
que tenga siempre por guía
la palabra de aquellos mismos pastores
a quienes tu Hijo dio la misión
de anunciar el Evangelio.
Porque has cimentado tu Iglesia
sobre la roca de los Apóstoles,
para que permanezca en el mundo
como signo de santidad y señale
a todos los hombres el camino
que nos lleva hacia Ti.
Porque nos concedes
la alegría de celebrar hoy
la fiesta de tus santos,
fortaleciendo a tu Iglesia
con el ejemplo de sus vidas,
instruyéndola con su palabra
y protegiéndola con su intercesión.
Porque la sangre
de tus gloriosos mártires
derramada, como la de Cristo,
para confesar tu nombre,
manifiesta las maravillas de tu poder;
pues en su martirio, Señor,
has sacado fuerza de lo débil,
haciendo de la fragilidad
tu propio testimonio,
por Cristo, Señor nuestro.
En verdad es justo y necesario,
que te alaben, Señor,
tus criaturas del cielo y de la tierra,
y, al recordar a los santos
que por el reino de los cielos
se consagraron a Cristo,
celebremos la grandeza de tus designios.
En ellos recobra el hombre
la santidad primera,
que de ti había recibido,
y gusta ya en la tierra
los dones reservados para el cielo.
Porque manifiestas tu gloria
en la asamblea de los santos,
y, al coronar sus méritos,
coronas tu propia obra.
Tú nos ofreces el ejemplo de su vida,
la ayuda de su intercesión
y la participación en su destino,
para que, animados
por su presencia alentadora,
luchemos sin desfallecer
en la carrera y alcancemos, como ellos,
la corona de gloria que no se marchita,
por Cristo, Señor nuestro.
Porque mediante
el testimonio admirable de tus santos
fecundas sin cesar a tu Iglesia
con vitalidad siempre nueva,
dándonos así pruebas evidentes de tu amor.
Ellos nos estimulan con su ejemplo
en el camino de la vida
y nos ayudan con su intercesión.
En él brilla la esperanza
de nuestra feliz resurrección;
y así, aunque la certeza de morir nos entristece,
nos consuela la promesa de la futura inmortalidad.
Porque la vida de los que en ti creemos,
Señor, no termina, se transforma;
y, al deshacerse nuestra morada terrenal
adquirimos una mansión eterna en el cielo.
Porque él aceptó la muerte, uno por todos,
para librarnos del morir eterno;
es más, quiso entregar su vida
para que todos tuviéramos vida eterna.
Porque te has dignado habitar
en toda casa consagrada a la oración,
para hacer de nosotros,
con la ayuda constante de tu gracia,
templos del Espíritu Santo,
resplandecientes por la santidad de vida.
Con tu acción constante, Señor,
santificas a la Iglesia, esposa de Cristo,
simbolizada en edificios visibles,
para que así, como madre gozosa
por la multitud de sus hijos,
pueda ser presentada en la gloria de tu reino.
Por estos dones de tu benevolencia
unidos a los ángeles y a los arcángeles,
ministros de tu gloria,
te cantan con júbilo eterno
con los santos y mártires
y todos los coros celestiales,
proclamamos sin cesar
el canto de alabanza y el himno de tu gloria:
Santo, Santo, Santo,
es el Señor, Dios del universo
llenos están los cielos y la tierra de tu gloria
Hosanna en el cielo
Bendito el que viene en el nombre del Señor
Hosanna en el cielo.
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