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Moderación y radicalidad: inversiones semánticas que construyen hegemonía


Francisco Ojeda

Como se sabe, la “lucha semántica” o construcción de sentido juega un rol fundamental en la disputa por la hegemonía entre los distintos actores políticos y sociales. En efecto, quien define el bien común o el bien de la sociedad bajo sus propios términos es quien detente la hegemonía política.


En la política nacional, cuya edad de oro (aquella de la “política de los acuerdos”) amenaza con quedar subordinada a los discursos que reclaman cambios sustantivos, un lugar protagónico lo ocupa el continuo moderado-radical. En esta lógica, promovida con fuerza por los medios pro-Gobierno (Copesa-El Mercurio) y adoptada por la mayoría de los “factótum” del sistema político, moderado es el sujeto que opera al interior de las reglas de nuestro sistema político, promoviendo los acuerdos y postergando indefinidamente aquello no susceptible de tales. Una suerte de “Homo Transitio” que apuesta siempre por las instituciones.
EL CONTEXTO OLVIDADO

El olvido fundamental de este punto de vista consiste en la naturaleza de nuestro sistema político y económico, en suma, de nuestra Carta Fundamental que lo consagra. Este es, en primer lugar ilegítimo tanto en su origen como en su ejercicio. No haciendo falta, creemos, ahondar en el carácter forzado de su ritual legitimador (Plebiscito de 1980), es más interesante constatar que el mero ejercicio electoral de un sistema político fundado en la exclusión de los actores sociales mayoritarios no puede constituir razonablemente (tampoco para un observador moderado) un ejercicio de legitimidad, al menos de acuerdo a las exigencias de una mirada republicana de la política.
Ante un modelo de sociedad tan extremo como el nuestro lo realmente razonable y moderado es la oposición radical, la exigencia de una Asamblea Constituyente o mecanismos democráticos análogos que hagan efectivo y vinculante un pronunciamiento de la ciudadanía sobre qué tipo de sociedad y de política quieren para sí, así como un Estado provisto de los mecanismos adecuados para hacer de los derechos sociales algo más que promesas de campaña.

En segundo lugar debemos situar su carácter extremo. Pese al empeño que manifiestan las élites en reflejar nuestro sistema político como una “democracia normal” y nuestro sistema económico como una “economía de mercado” promedio, lo cierto es que en pocos países del mundo se da una conjunción de una política excluyente de las mayorías sociales y una economía en la cual el Estado tiene tan escasos mecanismos de control de la misma y protección de los menos favorecidos. El binominalismo, la nula autonomía regional, los quórums calificados y la exclusión de los dirigentes sindicales del Parlamento se conjugan con el Estado Subsidiario, la Ley de Pesca, la desregulación de la actividad minera privada y transnacional, así como del lobby, y el oscurecimiento de los aportes privados a las campañas políticas. Se configura así un cuadro de conjunto en el cual no puede sostenerse satisfactoriamente la existencia de una democracia sustantiva, sino más bien una “tecnología política” que mantiene elementos democráticos formales en función de la limitación de la democracia y la fundación de una sociedad de mercado, versión totalizante de una economía de mercado.

Este cuadro de conjunto es olvidado permanentemente por quienes dicen defender la moderación y razonabilidad en política. Ante un modelo de sociedad tan extremo como el nuestro lo realmente razonable y moderado es la oposición radical, la exigencia de una Asamblea Constituyente o mecanismos democráticos análogos que hagan efectivo y vinculante un pronunciamiento de la ciudadanía sobre qué tipo de sociedad y de política quieren para sí, así como un Estado provisto de los mecanismos adecuados para hacer de los derechos sociales algo más que promesas de campaña.

La pregunta por el significado de la moderación se hace más pertinente cuando analizamos las consecuencias de las movilizaciones sociales de los dos últimos años. En efecto, la incapacidad de las instituciones de representar y canalizar demandas parciales indudablemente mayoritarias han fortalecido la idea de que es imposible modificar parcial o moderadamente el modelo de sociedad consagrado por la Constitución de 1980. No parece posible conseguir lo demandado en educación, salud o autonomía regional sin cuestionar previamente el conjunto de los “amarres institucionales” que limitan la soberanía de la mayoría. Y a su vez no parece posible modificar estos últimos sin cuestionar la existencia misma de la Carta Fundamental de 1980. Lo moderado y razonable parece hoy conducir a la radicalidad.
Moderación

Conceptualmente, la Concertación ha pretendido encarnar un camino estratégico “moderado” frente al orden constitucional imperante. Desde ese punto de vista, su origen estratégico no es la mera unión de partidos en la Alianza Democrática, sino el período en que el tándem Aylwin-Boerninger impone su tesis de aceptación de la Constitución para luego modificarla poco a poco.

Desde un análisis político-conceptual, que es lo que nos interesa aquí, no es necesario cuestionar (como haría un análisis político contingente) esas intenciones de modificar la Constitución. Aceptando entonces la tesis de la disculpa según la cual no se reformó nada sustancial por “el veto de la derecha” surge la pregunta del significado de esta pretendida estrategia de moderación en el contexto de una Constitución hecha para ser modificada solo con el acuerdo de los sectores políticos y sociales más profunda y doctrinariamente comprometidos con el proyecto de sociedad de mercado.

En este contexto, la Concertación es una apuesta estratégica que representa el estancamiento entre el poder soberano que generó nuestro actual modelo de sociedad y aquel que busca cambiarlo. La manifiesta imposibilidad de ella para cambiar lo fundamental del modelo instalado en dictadura se conjuga con la progresiva permeabilidad de un gran número de sus cuadros dirigentes y técnicos más la mantención (cada vez más dificultosa) de lealtades en sectores de la ciudadanía que quisieran una nueva Constitución. Ese cuadro de conjunto expresa una situación de tablas, en tanto la expresión política representada por la Concertación dificulta el avance político de los movimientos sociales pero a la vez, en la necesidad de legitimarse a sí misma, busca representarlos, de modo que tampoco logra que el modelo de sociedad de mercado recupere legitimidad. Finalmente, el esfuerzo de la Concertación por representar a la mayoría de la población que comparte los objetivos de los movimientos sociales es un ejercicio de cálculo costo-beneficio. Esto es en efecto lo único en que ella es radical, pero (como esto es politics y no policies) resulta ineficiente para regenerar la legitimación de nuestro modelo de sociedad.

Hoy, la moderación concertacionista no es sino la frágil estabilidad a la cual da su apoyo el empresariado. Tal fragilidad estriba en que no resuelve el conflicto sino que lo posterga.
Nueva Mayoría

Dado lo anterior, la estrategia de la Nueva Mayoría propugnado por la actual candidatura de Michelle Bachelet resulta sumamente peligrosa. En efecto, tal peligrosidad es advertida por los sectores burocráticos que llaman a “bajar las expectativas” o “no fumar opio”. Sin embargo en el contexto actual de crisis de representatividad democrática todos los esfuerzos para evitar que la Nueva Mayoría signifique para la ciudadanía otra cosa que no sea un camino para un cambio del modelo de sociedad heredado de la dictadura serán inútiles.

La peligrosidad de la estrategia es principalmente debido a su dudosa factibilidad. Cuesta imaginar que, bajo las actuales reglas institucionales, la Oposición Unida alcance los altísimos quórum exigidos para la sustitución de lo fundamental de la Constitución. Incluso la derecha ya está preparando respuestas si se produjera aquel escenario improbable, apelando a un nuevo status del Tribunal Constitucional como “protector del espíritu de 1980”. Y el escenario más probable que se desprende de esto no es sino la crisis final de la Concertación como estrategia política. Es difícil definir racionalmente esto como moderación.

En realidad, la Nueva Mayoría ya ha nacido y se encuentra en las calles. No es sino la ciudadanía movilizada. Fue concebida lentamente a lo largo de los 90′ y los 2000: en las asambleas universitarias donde quienes defendíamos la educación gratuita éramos minoría y sindicados como utópicos; en las asambleas de allegados, de deudores habitacionales, de sindicatos formados secretamente a escondidas de las leyes laborales.

En un sistema político-social cerrado, tecnología de limitación democrática, la Nueva Mayoría ha sido construida por el propio sistema. Es él quien ha agrupado a una pluralidad de excluidos. La novedad de los últimos años es su despertar a la política, que es precisamente el proceso que la Concertación busca sustituir.

En realidad, es la inclusión subordinada en la Concertación lo que divide a un movimiento social empujado por la institucionalidad a actuar con independencia de los bloques políticos institucionales. Los sectores políticos surgidos del movimiento estudiantil (RD, parte del PC, Iván Fuentes y líderes sociales sueltos) debieran poder sopesar con mayor sentido táctico las consecuencias de sus decisiones actuales. Su inclusión en bloque con la Concertación es subordinada no solo por el hecho de que es esta última la que parece estar imponiendo las reglas del juego, sino principalmente porque aun llegando al Parlamento, su éxito resulta difícil dado que no formarían parte de un bloque políticamente compacto sino de un entramado burocrático profundamente permeado por los discursos y las políticas de la sociedad de mercado que han prevalecido las cuatro últimas décadas.

Estas tácticas, pretendidamente razonables, no reflejan sino una radical ingenuidad. El costo a pagar por ellos es no menos radical: se priva de unidad política al movimiento social. Se limita su impacto electoral y discursivo en la coyuntura del presente año.

La Nueva Mayoría social, que es la que realmente ha logrado disputar con éxito la hegemonía política, es en realidad radical respecto a lo que tiene que serlo, aquello que no admite sino radicalidad desde una posición democrática: la Constitución, y es así a causa de la Constitución misma. Pero también es y debe ser moderada respecto a la Concertación y los discursos carentes de perspectiva política, que es lo único que hace razonable a un movimiento político.

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