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El tren detenido...‏


A veces duermo sobre la tabla de mi escritorio

que queda junto a la ventana de mi oficina

que mira al imponente cordón del Manquehue,

junto a la parte norte de la precordillera andina de Santiago

y en primer plano, el variopinto colorido otoñal

del valle de San Damián.



La sensación es parecida

a la que sentía de niño,

a comienzos de los años sesenta,

cuando viajábamos al sur

en el tren a Puerto Montt

en los coches dormitorios

un paisaje cambiante

de nuestro increíble país.



Mis padres dormían

en un privado aparte

que se llamaba departamento

y el resto de mi familia

lo hacían en los asientos

que eran adaptados como camas,

incluyendo camarotes

ubicados muy cerca

del borde superior curvo

de los vagones, en una ubicación

en que habitualmente se ubican

pequeñas maletas, maletines y bolsos.



Partíamos desde la Estación Central,

a eso de las nueve de la noche

y amanecíamos ya en pleno sur,

contemplando los verdes

y extensos potreros

con vacas pastando,

o el imponente paisaje

de volcanes y cumbres nevadas del sur,

mientras tomábamos desayuno

en el coche comedor.



Nos dirigíamos

a un campo de unas amistades

de mis padres, en la costa de Arauco,

bajándonos en la estación Renaico

y desde allí tomábamos el Buscarril

en el que el conductor iba

en el mismo compartimento

de los pasajeros, como en un bus.



El buscarril cruzaba

la cordillera de Nahuelbuta

y bordeaba el lago Lanalhue,

pasando por varios túneles

y deteniéndose en algunas estaciones,

como Angol, Contulmo

hasta llegar a Peleco

que quedaba a un par de horas

de Antiquina, una hacienda de más

de ocho mil hectáreas cuya extensión

iba desde Nahuelbuta hasta el mar,

con una espléndida vista a la Isla Mocha;

ubicada un poco al norte de Quidico, Tirúa

y el Lago Lleu-lleu, cuerpo de agua

que alguna vez crucé en barcaza

que transportaba los jeeps en que viajábamos,

hasta desembarcar junto a una mina de hierro

que recién estaba siendo explotada

y cuya entrada quedaba junto

a una magnífica cascada.



Pero me distraje de lo que estaba contando:

la sensación que siento

al permancer recostado

junto a la ventana de mi oficina

es parecida a la que sentía en el tren.



La forma en que,

dependiendo

de la hora del día, la luz

va confiriendo relieve

a los cerros, o cómo

la contaminación y la bruma

lo van difuminando todo;

las nubes que navegan por el cielo

hacen que el paisaje cambie permanentemente

sin que necesariamente cambie la vista.



Falta sólo el movimiento del tren.



Pero para eso estamos

en un país telúrico,

en nuestro caso, más encima,

sobre la falla de San Ramón,

que en cualquier momento

nos hará ver que el tren

se pondrá nuevamente en marcha,

tal como me pareció una noche

de la primera vez que fuimos

a Antiquina, en 1962,

cuando un temblor

grado 7.4 en la escala de Richter

con epicentro en Angol,

y que duró algo así

como un minuto y medio

-un acomodo de la tierra después

del megasismo y maremoto de 1960-

nos despertó con la sensación

de que me encontraba

nuevamente en algún tren.



Dicho sismo con carácter

de terremoto si hubiese ocurrido

en alguna ciudad importante,

a escala local y en un lugar apartado

pasó casi desapercibido.



Hubo réplicas diarias

por más de una semana,

hasta que tuvimos que regresar a Santiago

porque había fallecido mi abuela materna,

quien vivía en Santiago poniente,

en la calle Santo Domingo

entre Manuel Rodríguez y Riquelme,

un entorno de casas de dos o tres patios,

de galerías y de fachadas afrancesadas

con calles adoquinadas

y veredas angostas con faroles,

y por supuesto, el infaltable

almacén de la esquina

con dueño de ascendencia italiana.



La partida de la inolvidable Nana,

-mis otros abuelos habían muerto

antes de que yo naciera-

coincidió con el primer terremoto

de que tengo conciencia

y ahora estoy pensando

el comienzo del fin de mi infancia...Acciones




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