Ricardo Baeza
Profesor de la Escuela de Psicología de la UAI
En la actual era del conocimiento vivimos sumergidos y bombardeados por información de todo tipo, a toda hora y por innumerables canales. La sociedad de consumo nos incita a adquirirla, creando medios y sistemas para procesarla y que ésta llegue a cada rincón posible. Hace rato que el problema ya no es poder acceder a la información, sino más bien ser capaces de filtrarla en forma adecuada y convertirla en conocimiento útil.
No es casual que prácticamente todos los grupos de poder económico cuenten con medios de comunicación entre sus actividades estratégicas. Las personas intuyen que detrás de todo eso existe un afán de manipulación, que según las líneas editoriales –es decir, de acuerdo a los intereses de sus propietarios– se va seleccionando qué decir y cómo decirlo, creando una suerte de realidad oficial favorable a los poderosos. Se instala así una cultura de la sospecha, en la que se asumiría que todo lo dicho y difundido está al servicio de intereses creados. Por lo tanto, una persona medianamente inteligente no comprará lo que le cuentan en forma directa, sino que tratará de reinterpretar la información buscándole un sentido menos parcial, menos contaminado, algo supuestamente más cercano a la verdad.
No es casual que prácticamente todos los grupos de poder económico cuenten con medios de comunicación entre sus actividades estratégicas. Las personas intuyen que detrás de todo eso existe un afán de manipulación, que según las líneas editoriales –es decir, de acuerdo a los intereses de sus propietarios– se va seleccionando qué decir y cómo decirlo, creando una suerte de realidad oficial favorable a los poderosos.
Pero ¿qué tan responsables somos en este proceso reinterpretativo? ¿Somos igual de rigurosos a la hora de reinterpretar la información cuando viene de medios oficiales que cuando proviene de fuentes alternativas?
Es un ejercicio intelectual atractivo creer en teorías conspirativas, que el hombre no llegó a la luna, sino que fue una acción de propaganda para la carrera espacial; que las grandes petroleras pagan el silencio de investigadores que han dado con fuentes alternativas masivas y limpias para generar energía; que EE.UU. es capaz de hacerse auto atentados con el fin de legitimar intervenciones militares allí donde le convenga; que la saga de las sombras de Grey fue escrita por el encarcelado psicópata Josef Fritzl y no por E. L. James. Pero raramente nos damos el trabajo de verificar las fuentes, de analizar la coherencia de la información, de investigar más allá antes de darla por buena. Resulta curioso que, así como sospechamos con relativa facilidad de lo que cuentan los medios oficiales, no apliquemos la misma regla con la información que proviene de canales alternativos. ¿Por qué suponer que no habrá también intereses creados en personas o sectores fuera del establishment?
Tal parece que si ya estamos sensibilizados emocionalmente en contra de lo oficial, por la razón que fuera, nos volvemos fácilmente crédulos ante cualquier dato o información que avale la teoría conspirativa. Por el contrario, si estamos emocionalmente a favor, por más antecedentes que se nos presenten no creeremos nada más que lo que los medios formales sostengan. Nuestra capacidad de pensamiento crítico limita con nuestros automatismos emocionales.
Hace mucho tiempo que venimos presenciando en Chile una caída en picada de la credibilidad de las personas hacia la institucionalidad, tanto pública como privada. La sospecha se instaló en el alma de la sociedad como mecanismo predilecto para aproximarse a los fenómenos públicos. Las personas se reconocen dañadas por el sistema, abusadas. Y en ese contexto la emocionalidad se activa y es desde el dolor que se escucha. La tendencia parece ser creer todo lo malo que se cuenta y sospechar de todo lo bueno que se dice. Y bajo ese principio, la desconfianza hacia el sistema se instala y termina siendo mucho más fácil destruir que construir.
A la sociedad le cuesta llegar a acuerdos de fondo y sólo termina asumiendo como causa común el querer un cambio. Y con un simplismo abismal las personas se adscriben acríticamente a cualquier eslogan que se esgrima en ese sentido: “no al lucro”; “si a la asamblea constituyente”; “educación gratuita”; “educación y salud como derechos”; “no al sistema binominal”. Cada una de esas frases termina apareciendo como una supuesta salvación para la sociedad ¿Pero quién se toma el trabajo de analizar de verdad qué significa cada una, qué tan pertinentes pueden ser como respuesta a sus inquietudes y dolores de fondo, o qué consecuencias de verdad tendrían para el ordenamiento social? Eso parece ser secundario comparado con su carácter casi viral y memético, con su efecto congregante y que permite canalizar masivamente el descontento hacia el más que sospechoso sistema de poder.
Pero hay un riesgo en esto. Un slogan sin mayor contenido resulta absolutamente manipulable en términos políticos –mucho más en períodos electorales. Muchos se querrán apropiar de ellos y sustentarán sus críticas al sistema en forma tan categórica que alimentarán aún más la cultura de la sospecha. Cada vez reforzaremos más la convicción sobre lo que no queremos, pero sin alcanzar un consenso sobre lo qué si queremos; porque eso implicaría generar espacios de discusión que son difíciles de sostener en un contexto de desconfianza. La construcción de soluciones debe incluir a todos, no sólo a los que concuerdan con uno.
Si no nos esforzamos por superar nuestros automatismos emocionales, abriéndonos a entender las posiciones y argumentos de otros, difícilmente podremos construir un diálogo constructivo. Tampoco comprenderemos los argumentos ni veremos las razones de los demás más allá de la mera caricatura. Sin activar nuestra capacidad crítica, jamás superaremos el entendimiento superficial ni construiremos la sociedad que realmente necesitamos. La mera sospecha no nos bastará si no somos capaces de matizarla con la construcción de confianzas. Eses es nuestro gran desafío.
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