Se suele asociar en calidad de sinónimo
el crecimiento económico con el progreso.
Está claro que es un indicador relevante
a la hora de cuantificar la prosperidad de un pueblo,
pero no es el único y muchas veces,
debido a una concepción económica estrecha
incapaz de integrar todos los factores relevantes
- un ejercicio más o menos hábil
pero mal utilizado de la calculadora-
no incluimos los costos
que tiene dicho crecimiento
al no contemplar otras variables
que poseen indudable relevancia
e inciden significativamente
en la calidad de vida
de los habitantes de un país
que supongo es uno
de los objetivos del crecimiento
más allá de exhibir un indicador
que muestra un incremento
en el ingreso promedio per cápita.
Y estas consideraciones no contempladas
no se oponen en principio al crecimiento,
si es que las ponderamos en su mérito,
cotejándolas con las demás variables
verificando su verdadera contribución,
los males y daños que evita,
su incidencia como factor de mitigación
ante externalidades que conlleva
todo crecimiento o intervención
antrópica que resulte insoslayable
y, en general, valorando
su aporte al crecimiento integral.
Es cuestión de cultura,
en su sentido más amplio y profundo,
no necesariamente como conocimiento erudito,
sino como elemental comprensión del medio
y una sabiduría de vida básica
que nos permita incorporarla
en un conjunto de saludables hábitos
que se integren al círculo virtuoso
de una sociedad sana y próspera.
Cotidianamente escuchamos
la repetida lamentación de que no hay recursos,
o que estos son claramente insuficientes.
Y es verdad.
El problema es que, al mismo tiempo
uno observa cantidades significativas
de recursos mal administrados,
o incluso invertidos en proyectos
mal concebidos desde un comienzo.
Y para ellos,
cuando el daño está hecho,
tienen que encontrarse los recursos
a fin de no causar caos o males mayores
en proyectos en funcionamiento
para los que no existen alternativas viables.
Lo urgente no deja espacio
para lo verdaderamente importante.
La próxima elección tiene prioridad
sobre la próxima generación.
El capital no va donde se le necesita
sino donde renta más, etc.
Y así nos encontramos
que no por fatalidad ni por falta de medios,
sino más bien por falta de visión
y adecuada administración
vamos paulatina y sistemáticamente
perdiendo, por ejemplo,
nuestro patrimonio natural y cultural.
Parte de nuestro patrimonio arqueológico
es arrasado y no se protege debidamente;
nuestros bosques continúan incendiándose
y nuestros lagos, embalses, pozos y lagunas secándose.
Este es un tema que da para largo,
analizando institución por institución,
problema tras problema,
desde el energético al ambiental,
la educación y la salud,
lo público y lo privado,
la familia hasta el empleo,
nuestro sistema político
el combate a la delincuencia
y los problemas del sistema carcelario,
los urgentes desafíos en lo urbano y lo rural, etc.
Para no alargar más, quisiera plantear,
como un muy humilde ejemplo,
una idea muy marginal,
que tal vez sí, tal vez no,
sea algo muy difícil de implementar.
En barrios acomodados (y no tanto)
es común ver en época de crecimiento
una febril actividad inmobiliaria.
El problema es que ésta
no sólo trae por consiguiente
una comprensible cantidad de molestias
en tráfico de camiones, levantamiento de polvo
ruidos de betoneras, martilleos, etc.
Inevitable la mayoría de ellos.
Pero hay algo perfectamente evitable.
La entusiasta tala de árboles.
Y si dicha tala de verdad resulta inevitable
por ser irreconciliable con la rentabilidad del proyecto,
los metros cuadrados construidos estrujados al límite,
al menos se debería reponer la biomasa perdida.
Dicha biomasa no se repone
con prados y flores o unos pocos arbolillos.
Pareciera que no tenemos una idea cabal
de la multitud de beneficios que proporcionan los árboles.
Bastaría para que que leyeran los capítulos «El árbol, un ser vivo»
y «El uso de los árboles en el paisaje chileno»
del libro de Adriana Hoffmann, 'El Árbol Urbano en Chile',
para hacerse una idea al respecto.
Sugiero plantar el equivalente
a la biomasa perdida, en árboles,
de preferencia nativos,
de los que abundan
en nuestro bosque esclerófilo,
que consumen poca agua
(un quillay debe consumir
una cuarta o quinta parte
de un 'tulipero' que hoy superabunda
en los nuevos barrios -incluyendo
varios en los que han desaparecido
nobles y añosos quillayes).
Y para que constituya progreso
no se trata sólo de reponer,
hay que ir un poco más allá.
Por ejemplo, plantar el equivalente
a lo repuesto en la comuna en que se taló
y otro tanto en una comuna
que presente déficit arbóreo.
Allí habría una clara señal de cultura,
conocimiento del medio, progreso, solidaridad,
genuina responsabilidad empresarial
y contribuiría como gesto ciudadano
a un crecimiento urbano más integral.
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