Por Josefina Licitra. Ilustración: Francisco Javier Olea. Diario El Mercurio, Revista Ya, martes 7 de febrero de 2012
http://diario.elmercurio.com/2012/02/07/ya/revista_ya/noticias/eb3ae33c-a1e8-4276-b6ff-266363d00df6.htm
Aprendí a andar en bicicleta a los ocho años. Todos los días iba a un parque, y luego volvía a casa con las rodillas sangrantes. No me quejaba, o al menos eso recuerdo. Me untaba las heridas con saliva, daba dos o tres soplidos, y luego me sentaba a tomar la merienda con escozor y deleite: mis piernas eran dos medallas, el indicador de que yo iba a lograrlo no por hábil sino por terca.
Así fue. Una de esas tardes aprendí. Y ahora, cuando pienso en las cuestiones del amor, la primera asociación que encuentro es aquella remota secuencia de mi infancia. El pedaleo en falso, los porrazos, los suelos pedregosos, la búsqueda desesperada de equilibrio y el viento libertario del final son metáforas bastante obvias -pero efectivas- de la única certeza que tengo sobre el tema: amamos con tracción a sangre; amamos a pedal. Por eso llevo a cada novio grabado en mis rodillas.
El primero -el primero digno de mención- era músico de rock y se llamaba I. Tocaba el bajo en una banda que tuvo sus cinco minutos -perdón: segundos- de fama y lo que más me gustaba de él, a los diecisiete años, era eso: verlo en el escenario con su remera sin mangas, tensando los brazos, absorto en su viaje mientras todos cantábamos a coro las canciones de turno. Me gustaba ser la novia de. Me gustaba que la palabra ni siquiera fuera "novia": éramos algo; algo que nos mantenía juntos. Algo muy lindo que degeneró en algo muy feo cuando supe que una amiga también era su chica. La noticia fue un shock. ¿Era eso el rock? Al día siguiente increpé a I, quien respondió -imperturbable- no sé qué cosa sobre la libertad.
Salí de ese noviazgo con el alma acalambrada y una primera enseñanza aprendida: también en el amor hay que leer bien el contrato. Y eso, encima -lo supe después-, nunca será suficiente.
La segunda lección fue a los veinte. Salí con un aprendiz de chef llamado A. ¿Qué puedo decir de él? Que cocinaba muy bien y que era hermoso, romántico y chistoso, o sea, un muñeco perfecto para el canal Gourmet. El punto culminante de esa relación se dio una noche, cuando el hombre maravilla me invitó a su casa y me esperó con la mesa puesta y encendió unas velas y comimos un pollo marinado en cerveza y miel. Lindo, ¿no? A la mañana siguiente, A preparó el desayuno y luego -dado que vivíamos cerca- por pedido suyo fuimos a hacer juntos los mandados. Más tarde llegó la noche. Y esa noche, sentado de espaldas a una gran ventana, A dijo la siguiente frase: "Creo que quiero terminar acá. No estoy enamorado". ¿Qué? Me quedé ciega. No supe qué decir. Solté la frase más idiota que tuve a mi alcance: "Pero... ¿vamos a seguir haciendo las compras juntos?". Él respondió que sí, pero nunca más hicimos nada juntos.
Con esa caída llegué a dos conclusiones: no hay mapa, no hay contrato y no hay elíxir que haga del amor un material previsible. Y -en segundo lugar- no hay que salir con vecinos.
Mi tercer novio también vivía cerca, pero al menos no en la misma cuadra. Se llamaba P, era periodista, era buena gente y fue el primer hombre con el que armé algo parecido a un proyecto. Al año y medio de estar en pareja compramos juntos un piso, lo refaccionamos, nos mudamos, hermanamos nuestras gatas y viajamos hasta vaciar la alcancía. Éramos una perfecta empresa. Pero en algún momento, por motivos que no ubico -pero que ya reconozco-, terminó pasándome lo mismo que alguna vez les pasó a otros: se me fue el amor. Tan simple, tan terrible.
Lo que vino después fue un final triste, un reparto engorroso (cuarta enseñanza: antes de comprar algo en común, ¡piénsenlo!) y un comienzo inesperado: el mismo día que me separé, conocí a Juan Fernández Burzaco: el padre de mi hijo. Mi marido desde hace diez años. El varón con el que construí un mundo entero (quinta lección: el amor también es trabajo) y el único hombre que -a través del tiempo- nombro.
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