Para ser viable la zona Euro tendría que avanzar hacia una forma federativa, en la que cada nación perdería su soberanía.
por Daniel Mansuy - Profesor de Filosofía Política - Diario La Tercera, 02/11/2011 -
Los dirigentes europeos alcanzaron un enésimo acuerdo para evitar el desplome de Grecia. Y aunque en un primer momento los mercados recibieron bien la noticia, es innegable que el futuro del Euro sigue rodeado de muchas más dudas que certezas. Los líderes del Viejo Continente llevan demasiado tiempo acumulando desacuerdos, impericias, desequilibrios y miopía política.
En lo económico, el problema actual tiene que ver con una política monetaria muy rígida impuesta por una Alemania que aún no se sacude de sus traumas ligados a la hiperinflación, pero cuyo rigorismo perjudica a las endeudadas economías del sur de Europa, que ven cómo su competitividad se sigue deteriorando sin tener las herramientas monetarias para salir de allí. Así las cosas, no es difícil predecir que las tensiones se seguirán acumulando en el futuro próximo.
Con todo, y a pesar de las apariencias, el problema europeo no es económico. En rigor, quienes pensaron la actual Unión nunca consideraron seriamente lo que Raymond Aron llamaba la primacía de lo político. La construcción europea adolece de una falla estructural, pues fue erigida con una fe tan ciega como infundada en que la unidad económica generaría por sí sola la unidad política. Por eso pudo concebirse algo tan demencial como una moneda común sin atisbo de gobierno económico común, y por eso también el problema del Euro es uno de esos problemas sin solución. Los europeos son demasiado progresistas como para siquiera pensar en retroceder y demasiado conservadores como para seguir avanzando en la integración. Están así entre dos mundos, en el peor de los mundos.
Para ser viable la zona Euro tendría que avanzar hacia una forma federativa, en la que cada nación perdería su soberanía. Esta posibilidad es evocada de modo cada vez más explícito por los líderes europeos, pero de momento sigue enfrentando muchos obstáculos, y el fastidio de David Cameron es el menos importante.
Por de pronto, habría que empezar por dotar de legitimidad democrática a los órganos ejecutivos europeos antes de darle mayores atribuciones. Hoy, éstos son percibidos por la población como instituciones burocráticas y desconectadas de la realidad, y la sola mención de Bruselas (especie de capital europea) se ha convertido en algo parecido a un insulto. También urge entablar un diálogo con los ciudadanos para intentar persuadirlos de las bondades del federalismo, y abandonar el camino de la imposición iluminada desde arriba. No olvidemos que el tratado constitucional de 2005 fue rechazado en las urnas y aprobado luego por los parlamentos.
Pero sobre todo, los partidarios de la federación deberían meditar más esa reflexión del filósofo Pierre Manent: el cambio de forma política debe ser la operación más delicada y profunda que un cuerpo social pueda padecer. Salir de la nación es menos fácil de lo que parece, pues ésta configura todos los aspectos de la vida humana, aunque no siempre seamos conscientes. En ese sentido, la crisis del Euro no es más que el aspecto más visible e inmediato de una crisis de identidad: Europa (y el Euro) navega a la deriva, porque no sabe lo que es ni lo que quiere ser.
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