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Los carteros inteligentes

por Jorge Edwards
Diario La Segunda, Viernes 03 de Junio de 2011
http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2011/06/03/los-carteros-inteligentes.asp
Me piden que explique Chile a unos viajeros. No sé por dónde comenzar: ¿por la historia, por la geografía, por el mar, por la cordillera de los Andes, por el desierto de Atacama, por la Patagonia? Me digo que la mitad de nuestra literatura es una explicación del país, y que la otra mitad a lo mejor también lo es. Los cuatro puntos cardinales son tres, el norte y el sur, sentenciaba Vicente Huidobro, afrancesado, poeta de vanguardia, y que, sin embargo, con esos versos creacionistas, escribía un verdadero manual de geografía. Vean ustedes el mapa con un poco de distancia, con un poco de perspectiva, y se convencerán. Tenemos mucha más altura que anchura, más norte y sur que este y oeste. Carlos Barral, mi viejo amigo y editor, se asombraba porque su avión había cruzado la cordillera y de inmediato, a relativa distancia, en un crepúsculo glorioso, se había divisado el océano. Carlos Barral, claro está, como Vicente Huidobro, era poeta.
Pedro de Valdivia, en cambio, era conquistador y soldado, y las cartas que enviaba desde el valle central chileno a Su Cesárea Majestad (así escribía) eran los primeros intentos de explicación. Decía que los indios se alimentaban de tubérculos, y nosotros creíamos que era una descripción despectiva, pero deberíamos saber que esos tubérculos del capitán Valdivia eran las papas o patatas, que poco después revolucionaron la gastronomía europea. Como el “xocolate” de los mexicanos. ¿Qué sería de los restaurantes de lujo de París y de Londres sin las papas y sin el chocolate? ¿Qué sería del café de la esquina de mi casa sin las heroicas papas fritas? Valdivia contaba en sus cartas que tenían que cultivar la tierra con las armas al alcance de la mano, ya que los indios atacaban a cada rato y sin dar aviso. Si él los hubiera estudiado mejor, con más calma, sin arrogancias imperiales, habría podido salvar la vida. Ambrosio O’Higgins, por ejemplo, el padre de nuestro héroe, había sido jefe militar en la frontera, en la región del Biobío, y había estudiado el mundo araucano con lucidez, y me atrevo a sostener que sin prejuicios, sin antipatía. Fue el gran impulsor de los parlamentos entre araucanos y españoles: comilonas que duraban una semana entera y donde se pactaban condiciones de paz, de convivencia. Después, cuando ya era gobernador de Chile, hubo embajadores araucanos acreditados en la ciudad de Santiago. Encontré el dato en papeles que revisé cuando escribía sobre el arquitecto Joaquín Toesca. Es probable que los historiadores profesionales arrisquen la nariz, a pesar de que respeto y hasta cierto punto envidio su profesión. En Chile no existe en forma seria la profesión de escritor, como sería fácil de demostrar, y en cambio la de historiador tiene raíces antiguas y está rodeada de una especie de tranquilidad substanciosa.
Tenemos historiadores y cronistas desde los tiempos fundacionales. Alonso de Ovalle, por ejemplo, con su magnífica, poética, cultivada histórica relación. Recuerdo unas páginas sobre el agua de nuestras vertientes y me inclino. Si nos enseñaran en los colegios a qué corresponden nuestros nombres de calle, seríamos bastante más cultos de lo que somos: además de Alonso de Ovalle, Gorbea, Domeyko, Argomedo, y un largo etcétera. También debería existir alguna Calle del Viejo Imbécil. Saco la historia de una anécdota de don Ramón María del Valle Inclán, el autor de Divinas Palabras, de Luces de Bohemia, de tantas cosas. Cuando los suecos le dieron el Premio Nobel de Literatura a don José Echegaray, los españoles le consagraron un nombre de calle, que todavía existe, en el centro de Madrid, a pocos pasos de la Puerta del Sol. Pues bien, Valle Inclán le dirigió una carta a un amigo que vivía en ese lugar y se limitó a escribir en el sobre el nombre del destinatario, el número, y: Calle del Viejo Imbécil. La carta llegó a su destino, y el gran escritor llegó a la conclusión de que los carteros de su tiempo eran personas inteligentes.
En España, a pesar de todo, sí ha existido la profesión literaria, o la escritura, al menos, como actividad que se respeta. En Chile, desde que tengo uso de razón, me han encargado necrologías, discursos, frases para pronunciar en una asamblea o en un cementerio. Después de divagar un rato, paso a la parte “seria” de mi explicación a viajeros: el perfil bioquímico de nuestra deuda pública, el índice de crecimiento anual, el estado de situación de nuestras finanzas. Se diría que gozamos de una relativa buena salud, y esto, en el mundo contemporáneo, aunque parezca mentira, no es la regla general.
En el siglo XIX, la mejor explicación de Chile se encuentra en las páginas de Vicente Pérez Rosales, sobre todo en las que usó para contarles a los alemanes en qué consistía esta nación remota. También incluyo el conjunto novelesco de Alberto Blest Gana, que un buen día se dedicó a leer la obra de Balzac, quemó las “efusiones líricas” de su juventud y se propuso crear una Comedia Humana a partir de las cosas nuestras. Fue un empeño quijotesco y, sin embargo, tengo a la vista la última edición de Durante la Reconquista, que leí a mis trece años de edad, y me propongo releerla desde la primera línea hasta la última. Entre Blest Gana y Bolaño, me quedo (por ahora) con Alberto Blest Gana.
Si comentara las explicaciones de Chile del siglo XX, desde cartas, diarios, ensayos de las primeras décadas, pasando por Canto General, que en sus borradores iniciales se llamaba Canto General de Chile, tendría que escribir un libro completo. Y me pregunto, por otra parte, cuáles serán las explicaciones que producirá este zarandeado y terremoteado siglo XXI. La tarea no termina, y nosotros, para bien o para mal, no terminamos de entendernos.

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