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Henry Kissinger y China


por Jorge Edwards
Diario La Segunda, viernes 24 de Junio de 2011http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2011/06/24/henry-kissinger-y-china.asp
 
A sus ochenta y ocho años de edad, Henry Kissinger acaba de publicar
un grueso volumen sobre China. Es una memoria personal, un testimonio
político, un relato bastante bien narrado, de pluma ágil, y una
reflexión acerca de todo el proceso que le tocó iniciar, en su
condición de consejero de seguridad del gobierno de Richard Nixon, y
que condujo al final al establecimiento de relaciones entre China y
los Estados Unidos. Ya sabemos que Kissinger tiene feroces
detractores, en Chile y en todas partes, pero también sabemos que es
un analista agudo, un diplomático de talento indudable, superior, y
una persona que contribuyó a moldear el panorama internacional de la
segunda mitad del siglo XX, para bien o para mal. Me parece que
conviene mantener la calma, dejar a un lado los prejuicios de
cualquier naturaleza, y leer On China, el libro que figura en estos
días en los mesones principales de todas las librerías de Occidente.
Supongo que ya se encuentra en Buenos Aires, en Río de Janeiro,
probablemente en Bogotá y en Ciudad de México, y que se demorará un
año o más en llegar hasta nosotros, si es que llega alguna vez. Y
nosotros seguiremos tan contentos, tan inocentes como siempre.
 
Lo que es único en el libro de Kissinger es la visión directa, de
primera mano, autosatisfecha, sin duda, pero capaz también de
autocrítica. Ahora se olvidan las circunstancias mundiales de ese
comienzo de la década de los setenta: el embajador de China en los
Estados Unidos era el de Taiwán, y el de Washington en China tenía su
residencia en Taipei, no en Beijing. En otras palabras, no había
ningún funcionario norteamericano que representara los intereses de su
país en China continental y tampoco se presentaba la situación
inversa. Poco después aparecieron los agentes oficiosos, pero antes no
había contacto ninguno.
 
Chile, por ejemplo, había negociado en París sus relaciones con la
China de Mao y las había establecido, mientras la Casa Blanca todavía
no tenía el menor vínculo formal o informal con ese gobierno. Si se
piensa bien, era una situación inquietante, profundamente peligrosa,
agravada por el hecho de que los Estados Unidos condujeran una guerra
sin cuartel en Vietnam, es decir, en las fronteras mismas del enorme
país continente. Leí en estos días un artículo en El País y corrí sin
perder un minuto a una librería internacional que frecuento desde hace
medio siglo a comprar el mamotreto de Kissinger.
 
Pensé en el privilegio de poder leer un comentario de prensa y
disponer del libro en el velador una hora más tarde. Leo más, duermo
menos y, como decía Edith Piaf, no me arrepiento de nada. Compruebo
que la decisión de Kissinger y el respaldo que obtuvo de Richard Nixon
son pasos históricos. Los dos personajes, que habían intentado
intervenir en Chile y que al final se habían desentendido, no del
todo, pero en buena parte, del tema, actuaron en China con una lucidez
impresionante.
 
Su primera medida, largamente discutida y al final bien pensada,
consistió en que la visita exploratoria de Kissinger a Beijing,
seguida de dos días de conversaciones con Chou en Lai, fuera
absolutamente secreta. No sé si los detalles de este viaje se conocían
con anterioridad, pero en el relato de su protagonista, conciso, de
notable eficacia narrativa, son curiosamente reveladores. Se resolvió,
en primer lugar, que Henry Kissinger y su pequeña comitiva viajaran
por etapas, a fin, se supone, de mantener mejor el secreto. Pues bien,
en cada aeropuerto al que llegaban en forma supuestamente anónima los
recibía un pequeño grupo de altos funcionarios chinos perfectamente
informados y que hablaban en un inglés impecable.
 
Kissinger y sus colaboradores aterrizaron por fin en el aeropuerto de
Beijing en un mediodía de comienzos de julio de 1971. Había mucho
ruido, mucha agitación, en Vietnam, en Chile, en otras partes del
mundo, pero quizá se podría sostener, hoy, con todos los elementos de
juicio en la mano, que la verdadera historia, no divulgada por la
prensa en ese momento, pasaba por ese aeropuerto y en ese mediodía de
julio: el día 9, para ser más preciso. La primera perplejidad de
Kissinger se produjo en el momento de su llegada y de ser conducido a
la Casa de Huéspedes del Estado. Chou en Lai le hizo saber que le
daría cuatro horas para descansar, ya que él debería ocuparse de una
visita oficial de Corea del Norte. Sugería que aprovecharan para hacer
una visita de la Ciudad Prohibida.
 
Me pregunto, ahora, después de haber examinado este libro, si no se
trataba de un primer encuentro entre la mentalidad de los Henry Ford,
de los Herbert Spencer, de los Rockefeller, y la de unos seguidores
remotos, a pesar de su declarado marxismo, de Confucio. A juzgar por
unas pocas citas, Confucio propone siempre una vía moderada, armónica,
ajena a la excitación, al permanente nerviosismo, a la manía
occidental de tomar las cosas al pie de la letra, sin permitirse el
menor respiro. El consejero norteamericano estuvo escandalizado en un
principio a causa del tiempo que se perdía, dentro de una visita que
no podía durar más de cuarenta y ocho horas, pero se ve que pronto
empezó a entender la filosofía de la parte contraria.
 
Cuando los jefes de las delegaciones se encontraron, hacia las cinco
de la tarde de esa primera jornada, hubo un largo tiempo dedicado a
ponerse de acuerdo sobre el procedimiento que presidiría las
conversaciones. Por ejemplo, ¿quién debía tomar la palabra primero,
qué sugerían a este respecto Confucio, Maquiavelo, Adam Smith, Carlos
Marx? Hubo una sutileza extrema de ambos lados, y un deseo evidente de
no provocar dificultades, de no llevar este primer encuentro a una
encrucijada. Me imagino que la situación debería estudiarse en los
manuales, en las academias, pero no creo que esto ocurra. Por el lado
chino existía el problema grave de Taiwán. Por el de Washington, el de
Vietnam. Parecían obstáculos imposibles, pero ambas partes, de alguna
manera, se las arreglaron para cortar los nudos gordianos sin que
siquiera se notara.
 
Voy a contar una anécdota políticamente incorrecta y que me costará
recibir algunos de los dardos a los que estoy acostumbrado. Por esos
días, en París, me tocó acompañar al entonces Canciller Clodomiro
Almeyda a una conversación con madame Bihn, la ministro del Vietcong.
Se habló de muchas cosas, entre ellas, de los comienzos complicados en
Chile de la Unidad Popular, y madame Bihn, al final, con una especie
de inocencia, nos dijo: ¿no les convendría conversar a ustedes con el
doctor Kissinger? Lo repito de buena fe, tal como lo escuché, y ya no
me queda espacio para sacar las conclusiones correspondientes.

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