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Claudio Bravo por Jorge Edwards

Diario La Segunda, Viernes 10 de Junio de 2011http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2011/06/10/claudio-bravo.asp
 
Por la razón que fuera —para ser artista, para ser independiente, para
superar la visión provinciana, insular, nuestra—, Claudio Bravo había
desaparecido de la vida y hasta del paisaje chileno. Se había ido de
Chile y no había regresado. Era un mito lejano, nebuloso, que a veces
se manifestaba en una pintura de una neofiguración impecable,
sorprendente, y que en seguida desaparecía. Llegaban rumores sobre
Claudio Bravo en Madrid, en Nueva York, en Tánger o en Marrakesh, y
uno tenía la impresión de que aquellos rumores nunca se confirmaban.
Era el artista nuestro más cercano a la irrealidad, a pesar del
realismo intenso, inquietante, de su pintura. Se habría podido
sostener que su obra era la negación de la vanguardia pictórica:
rechazo, crítica, reivindicación de los valores fundamentales. Volver
a la pintura a través de la negación apasionada de la pintura
contemporánea. Leí hace menos de un año las memorias de Balthus, otra
excepción, otra contradicción, y encontré que el gran artista de
origen polaco escribía en términos parecidos. En sus palabras
textuales, no se resignaba a pintar “cubitos”: quería llegar más lejos
que eso.
 
Claudio Bravo me había mandado decir alguna vez que se interesaba en
que escribiera un texto para un catálogo suyo. Tenía que viajar a un
lago del sur de Chile para conocer sus trabajos más recientes, los que
iban a ser expuestos en una galería de Santiago, y al final, por
razones que ya no recuerdo, no pude ir. Hace un par de meses, un amigo
común me dijo que se encontraba en París y los invité a un almuerzo
informal, de día sábado. Vino una señora de nuestra juventud, bella
todavía, y Claudio, que la recordaba como personaje de su barrio, de
la calle Condell, de la Plaza Bernarda Morín de los años cincuenta, de
parajes cercanos e igualmente pasados de moda, quedó impresionado. Era
el regreso de Chile, de la adolescencia, de una belleza terrenal
posible, entre arbustos perfumados, pimientos, plátanos orientales,
calles transitadas por un ocasional Ford “de bigote”.
 
Lo invité por segunda vez, y sólo pudo confirmar que asistía en el
último minuto. Había estado sometido a exámenes médicos durante una
semana entera y había pasado mucha angustia. Pero ahora podía sentirse
más tranquilo. Le habían diagnosticado una forma leve de epilepsia,
fácil de controlar, y tenía la sensación de que la vida normal
continuaba. Parece, sin embargo, que no hay vida normal que valga, y
que todos los diagnósticos pueden equivocarse. Regresó a una de sus
casas en el interior de Marruecos, sufrió un nuevo ataque de
epilepsia, que tuvo esta vez complicaciones cardíacas, y su corazón se
detuvo en los momentos en que la ambulancia todavía se encontraba en
la mitad del camino. Habíamos hecho muy buenas migas, quizá porque
ambos veníamos de vuelta de muchas cosas, y tuve una impresión intensa
de pérdida: no tanto de un amigo, sino de una amistad posible,
abierta, divertida, estimulante, que estaba entera por desarrollar.
El mito coincidía, se enriquecía, se ramificaba, y el proceso continúa
después de la tumba. El arquitecto Borja Huidobro, que estuvo presente
en el segundo de mis encuentros con Claudio Bravo, me llama,
absolutamente conmovido, “sin habla”, y me dice que el pintor, a sus
diez u once años de edad, se sentaba en el pupitre de atrás en la
división del Colegio de San Ignacio, ya que en las divisiones, bajo la
mirada severa y el puntero amenazante del padre Lorenzo, convergían
cursos diferentes, de diferentes edades. “¿Y sabes lo que hacía?
Dibujaba todo el tiempo, sin parar, con una perfección increíble”.
Bravo era el Ingres de la pintura contemporánea. No tenía necesidad de
hacerse demasiado presente, ya que los compradores, en México, en
Nueva York, en muchos otros lados, se arrebataban sus cuadros, y
aprovechaba esa marginalidad con inteligencia, con algo de ironía, con
un buen ingrediente de astucia. Habría que estudiar mejor a estos
excéntricos de una especie nueva, a estos campeones de la
contracorriente: Balthus, Claudio Bravo, ¿Giorgio de Chirico?, algún
norteamericano del Medio Oeste, algún brasileño, algún uruguayo que se
nos escapa. No sé si alguno de los numerosos seguidores de Bravo tiene
su precisión, su perfección de dibujo, su luz controlada y tamizada,
su pátina. Algunos caen en el más estrepitoso colorinche. Parecen
ilustradores de cajas de chocolate.
 
Conversé en unas jornadas organizadas por los jesuitas de hoy con el
actor Héctor Noguera, que fue compañero de curso en el San Ignacio con
el pintor, y también contó que dibujaba todo el santo día,
impertérrito, con un virtuosismo precoz que deslumbraba. En una
ocasión tuvieron que rendir exámenes de matemáticas y Héctor, el
futuro actor, fue testigo del siguiente diálogo. “No me pregunte de
matemáticas, porque no sé nada”, le dijo Bravo a su examinador. “¿Y de
qué le pregunto, entonces?” “Pregúnteme”, respondió el pintor en
ciernes, “sobre el Renacimiento en Italia”. El examinador hizo un
gesto de asentimiento, el examinado desarrolló una explicación
brillante, y la comisión examinadora, después de una breve
deliberación, le puso un siete, la nota máxima. Un siete en
matemáticas y sin saber las cuatro operaciones. Es una demostración de
flexibilidad pedagógica, de modernidad en la pedagogía, digna de ser
estudiada.
En buenas cuentas, he perdido a un amigo posible y me he quedado sin
casa de vacaciones, o de hibernación, en algún lugar de Marruecos. Hay
conversaciones virtuales que ya no se realizarán y confrontaciones,
contradicciones, chispazos, que no tendrán lugar. Perdí algo que no
existía y gané algo que no había previsto. El balance, después de
todo, tiene un lado triste, pero no es tan malo.

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