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Del descontento, la calle, las movilizaciones y la violencia

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Tres extractos de las columnas de Lucas Sierra, 
Cristóbal Bellolio y Luis Larraín respectivamente
publicadas en el diario El Mercurio, sábado 11 de junio de 2011


1

La sociedad parece estar movilizada. Una ciudadanía en la calle: 
manifestaciones, paros, tomas, huelgas de hambre. 
Hay un cierto estado de crispación colectiva que no se veía desde hace tiempo.

Algunos lo celebran. Los ciudadanos, dicen, por fin han despertado. 
Una verdadera democracia se estaría fraguando 
en medio del inconformismo que camina a paso firme por la calle. 

Otros, en cambio, se alarman. 
Ven en la barricada un camino directo al caos. 
De nuevo la UP, se ha oído decir a los apocalípticos.

Toda democracia debe poder tolerar un grado importante de agitación social. 
Ésta no debe entenderse como un síntoma de debilidad, sino, por el contrario, 
como un signo de que sus raíces han alcanzado tal profundidad, 
que los remezones de la acción directa de los ciudadanos no la comprometen mayormente. 
En lugar de agitación caótica hay, en el fondo, ejercicio de derechos constitucionales, 
como el de reunión y de libertad de expresión.

Pero sí hay un peligro. No está en la movilización misma, 
sino en la respuesta que el sistema político pueda dar frente a ella. 
El sistema político debe oír, procesar y decidir sobre las demandas que vienen de la calle. 
Pero lo que no puede hacer es trasladar la decisión a la calle. 
Debe resistir a toda costa esta tentación. 

¿Por qué? Porque como foro de decisión política, la calle es el paradigma de la desigualdad. 
Carece de reglas que permitan recibir y contar con neutralidad todas las opiniones. 
Desde el punto de vista de las decisiones, la calle es el espacio del oportunismo y la fuerza, 
en el que los intereses de ciertos grupos particulares -los mejor organizados- 
se presentan e imponen como si fueran universales. 

Toda la igualdad de la urna se esfuma en la desigualdad de la barricada...

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2

"Para mí sería ideal que tú no existieras", 
me dijo la ex líder del movimiento pingüino. 

"Me imagino que lo dirás en sentido figurado", 
atinó a decir rápidamente el moderador del panel, 
quien posee un pasado de izquierda revolucionaria. 
Luego de pensarlo unos segundos, ella contestó: "Bueno, igual sí".

El contexto de este particular diálogo 
fue una discusión universitaria 
sobre el impacto de la llamada "revolución pingüina".

¿Qué fue lo que motivó a mi compañera de panel 
a interpelarme  y dar a conocer su preferencia sobre mi no existencia? 

El haber sostenido con argumentos 
que el rol del Estado en la educación es subsidiario, 
que los padres y apoderados deben tener la posibilidad 
de elegir y que la educación es un bien público en sí misma, 
sin depender de quien la provea. Pero el uso de la racionalidad no importó.

En una sociedad democrática se parte de la base 
-tal como lo dice nuestra Constitución y la de otros muchos países- 
de la igualdad de las personas en dignidad y de la libertad. 

Si este mismo intercambio de palabras hubiese ocurrido hace 30 ó 40 años, 
habría sido una velada amenaza contra la vida de alguien. 
Dicho en el contexto actual, parece más bien una simple anécdota.

El problema surge cuando ese titubeo 
y escaso convencimiento 
que se desprende de la respuesta de la ex dirigente 
se transforma en algo cada vez más repetido y usual, 
generando un modus operandi 
entre algunos dirigentes estudiantiles y universitarios. 

En el fondo, todo acto de violencia contra un individuo 
está precedido de un convencimiento 
de que alguna vez fue una mera expresión. 

Ese es el primer paso para la violencia, 
que, de no ser rectificado a tiempo, 
corre el riesgo de crecer...

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3

Chile tiene un triste registro en materia de violencia política. 

Es innegable que la violencia jugó algún rol 
en la pérdida de la democracia en nuestro país. 

La Mesa de Diálogo sobre Derechos Humanos, 
convocada por el Gobierno el 2000, declaró 
que "Chile sufrió a partir de la década de los 60 
una espiral de violencia política 
que los actores de entonces 
provocaron o no supieron evitar. 

Este grave conflicto social y político 
culminó con los hechos del 11 de septiembre de 1973, 
sobre los cuales los chilenos sostienen legítimamente distintas opiniones."

No se trata de ser alarmistas, pero estos procesos son largos 
y los gérmenes de violencia deben detenerse apenas aparecen. 

El 2003 Libertad y Desarrollo y la Universidad Finis Terrae publicaron el libro 
"Los Hechos de Violencia en Chile: del discurso a la acción", en que se constata 
que entre el 4 de noviembre de 1958 y el 10 de septiembre de 1973 
se produjeron 1.175 hechos de violencia política. 

Están clasificados entre Incidentes, Tomas, Agresiones, 
Enfrentamientos, Atentados. Allanamientos, Asaltos y Secuestros, 
y fueron aumentando progresivamente hasta el año 1973...

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(1) Elogio de la mediocridad

por Lucas Sierra 
Diario El Mercurio, sábado 11 de junio de 2011

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