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Diario de un hombre antártico (y su vida en el último confín de la Tierra)

Diario El Mercurio, Revista del Domingo, 19 de junio de 2011

 http://diario.elmercurio.com/2011/06/19/revista_del_domingo/revista_del_domingo/noticias/EBC07C58-2BF5-4FB2-8942-54228B4B52FC.htm?id=



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El glaciólogo Ricardo Jaña lleva veinte años viajando a la Antártica
para estudiar su inexplorada geografía. Su última expedición lo tuvo
excavando durante 20 días -entre tormentas de viento blanco- un trozo
de hielo que permitiría descifrar el cambio climático de los últimos
dos mil años. Jaña conoce la Antártica como pocos: ha llegado a vivir
allí hasta tres meses dentro de una carpa e incluso en ese continente
ahora hay un cerro que lleva su nombre. Aquí cuenta, en primera
persona, cómo es vivir durante tanto tiempo en uno de los rincones más
inhóspitos de la Tierra.

Por Sebastián Montalva Wainer. "Si quieres cruzar una calle en la
ciudad hay que saber hacerlo. Para pararte arriba de un glaciar es lo
mismo: debes saber hacerlo. A mí me ha marcado mucho haber pasado
tanto tiempo viviendo lejos de la civilización. Recuerdo mi primera
vez en el continente blanco, hace exactos 20 años. Éramos cuatro
personas acampando en el remoto Cabo Shirreff, en la costa norte de la
isla Livingston. Monitoreábamos una colonia de lobos finos. Pasamos
tres meses allí, sólo conectados al mundo a través de una radio. Yo
vivía solo dentro de una carpa y fue extraño: después de un tiempo en
el lugar comencé a adaptarme a ese ambiente. Sentía el viento, sabía
cuándo iba a cambiar el clima, me daba cuenta si venía algún barco
aunque estuviera apenas apareciendo en el horizonte. En la Antártica
la percepción se exacerba. Logras que tus sentidos estén siempre
alerta y que hagan cosas que en la ciudad no harían. Cuando te paras,
sabes dónde pisar: piensas que ese musgo tiene tres mil años, o que tú
eres el extraño, el invitado en una playa llena de lobos. Y te mueves
intentando que nada perturbe ese ambiente. En la Antártica estás
realmente a escala humana. Y experimentas la naturaleza".

***

Ricardo Jaña tiene 49 años, pero se ve más joven. Tal vez sea por la
Antártica: buena parte de su vida la ha pasado dentro de un gigantesco
refrigerador natural. Jaña es una autoridad en la glaciología
nacional. Trabaja en el Instituto Antártico Chileno (Inach) y desde
1991 ha estado viajando constantemente al continente blanco -donde
incluso existe un cerro que lleva su apellido- para conducir diversos
estudios científicos sobre el tema. El más reciente, en noviembre de
2008, fue uno de los más difíciles: mientras intentaban extraer un
testigo de hielo de 500 metros de largo en el desolado plateau
Detroit, en plena península antártica, una fuerte tormenta de viento
blanco los mantuvo aislados por casi dos semanas.

De sitios como ése sólo se puede salir en avión... y sólo si se dan
las condiciones necesarias para que éste pueda aterrizar. Aquella vez,
la ventana de buen tiempo demoró mucho más de lo esperado. Como nunca
antes, el experimentado Ricardo Jaña llegó a temer lo peor.

***

"Una tormenta de viento blanco es como estar en una esfera blanca.
Cuesta distinguir lo horizontal de lo vertical. Te puedes perder
fácilmente. No tienes visión ni perspectiva. Y además está la baja
temperatura y el viento: 20 grados bajo cero con fuerte viento hacen
disminuir aún más la sensación térmica. El viento blanco es una
condición que esperas que ocurra, es parte de las probabilidades.
Todos nos asustamos, pues se hizo real algo que sabemos ocurrirá de
antemano.

"La Antártica sigue siendo un lugar complicado. Es un sitio donde te
puedes hacer daño fácilmente. Te puedes congelar las manos. Te puedes
morir. Si te caes el agua, no sobrevives más de tres minutos. Esta
última vez casi me congelo parte de los dedos: usé por mucho tiempo la
pala para excavar el trozo de hielo y al poco rato la mano se me
comenzó a adormecer. Cuando me saqué los guantes vi que tenía los
dedos negros. Me llevé la mano a la boca y comencé a chuparme los
dedos para calentarlos. Debía continuar paleando. Igual, me quedaron
algunas lesiones. La piel queda como adormecida.

"Por eso en la Antártica debes ser muy cuidadoso y siempre tomar
buenas decisiones. Recuerdo 1996, cuando participé de una expedición
invernal con científicos estadounidenses a bordo del rompehielos
Palmer. Debíamos explorar los hielos antárticos del mar de Ross. La
temperatura a veces llegaba a 40 grados bajo cero, y con viento bajaba
fácil a menos 60. En esas condiciones debíamos trabajar y hacer
mediciones. Siempre nos teníamos que estar mirando unos con otros para
ver que no se nos hubiera puesto blanca la nariz, signo claro de
congelamiento. A veces trabajábamos sobre una delgada capa de hielo y
corríamos peligro de caernos al agua, más aún porque siempre estaba
oscuro, o en penumbras.

"Esa vez tuve la ocasión de ver una aurora australis, que sólo ocurre
en invierno. Los vikingos estaban absolutamente ciertos cuando
inventaron toda su mitología. Yo no sé si era mi propia imaginación,
pero escuchaba música con el viento que se colaba entre los pedazos de
esta sábana de hielo que era este mar congelado. Nos bajamos del buque
y estuvimos observando el fenómeno por unos cuatro minutos. Fue mágico
ver estos velos, estas cortinas de luz. Ese tipo de regalos de la
naturaleza te nutren. Te alimentan".

***

Oriundo de Maipú, pero radicado en Punta Arenas, desde niño siempre le
atrajo la aventura y la vida al aire libre. Fue por eso que en la
Usach, mientras estudiaba ingeniería, decidió tomar el curso de
montañismo en el que conocería a su maestro: el fallecido andinista
Claudio Gálvez. Con él subió varias cumbres y aprendió técnicas que,
en los años posteriores, serían invaluables en sus experiencias
antárticas. Ricardo Jaña, por ejemplo, sabe hacer nudos con una sola
mano.

***

"En mi oficina siempre tengo lista mi ropa de expedición. Un polar,
una primera capa, zapatos y la misma parka que he usado durante estos
20 años. Para ir a la Antártica el peso siempre es una limitante.
Debes llevar lo mínimo. En mis primeros años, como eran estadías
largas, recuerdo haber llevado un pequeño tocacedés a pilas que
conectaba con parlantes en la carpa. Escuchaba música clásica y algo
de rock: Pink Floyd, Jethro Tull.

"Tampoco se puede llevar demasiada comida. Durante las campañas se
toma un desayuno muy fuerte: café, quaker con frutos secos, galletas.
Hacemos agua con nieve hervida. En general no almorzamos sino que
preferimos comer a la noche, al volver de terreno a eso de las ocho.
Esa vez en Cabo Shirreff llevábamos carne congelada en una caja y la
enterrábamos en la nieve. Ése era nuestro refrigerador. Siempre debía
estar tapada para que las escúas (aves rapaces de la Antártica) no
pudieran sacarla.

"Todos los días nos comunicábamos por radio con las otras bases, en la
mañana y en la noche. Al principio escribía un diario en mi carpa con
lo que iba ocurriendo, pero esa costumbre duró poco y, finalmente,
nunca más lo hice. Entre el trabajo científico se nos iban los días de
manera bastante intensa. Los temas de conversación eran, casi siempre,
relativos a lo que veíamos: cómo el gaviotín se ubicaba en ciertos
lugares y lo territoriales que eran; cómo los pájaros a veces volaban
para atrás durante los temporales; cómo colapsaban los gigantescos
hielos en la bahía.

"Sé que hay personas a los que la Antártica no los conmueve. No es mi
caso. Yo me considero un romántico en ese sentido. Y siempre digo lo
mismo: creo que hoy vamos a la Antártica en limusina. De niño siempre
leí mucho. Así fue como conocí a exploradores como Shackleton, un
héroe para mí. Es increíble cuando lees los relatos de esa época y ves
que sus sacos de dormir estaban congelados todo el tiempo y tenían que
calentarlos para meterse adentro. Hoy tenemos mapas, GPS, teléfonos
satelitales, generadores eléctricos, cuerdas que no pesan nada, ropa
técnica... Antes sólo había brújulas y sextantes. Eran condiciones muy
duras. Yo no soy masoquista, pero valoro altamente lo que ellos
hicieron, lanzarse a la aventura con tanta incertidumbre. No me
comparo en absoluto con ellos.

"Está claro que no tienes las comodidades de otros sitios, pero al
final terminas adaptándote. Yo me he llegado a bañar en un estero
antártico, aunque sé que no todos lo hacen. Cuando estás medio
congelado la piel se te pone como goma, no la sientes. Lo mismo pasa
con los olores. El frío te inhibe un poco el olfato. Los animales son
hediondos, los lobos marinos, los pingüinos, el elefante tiene un olor
fuerte, pero en campamento no sientes nada, ni un olor. Son las otras
personas, cuando vuelves al barco o a la base, las que te sienten. Al
final esas cosas terminan siendo anecdóticas. Son pocos los que
sufren. No recuerdo a nadie que haya dicho 'No vuelvo más'. Yo cada
vez que voy me maravillo. Siempre es algo nuevo, vivificante".

***

Ricardo Jaña conoció a su esposa en la Antártica, durante una
expedición científica a fines de los noventa. Ella había ido a
estudiar polen fósil en el continente y, claro, durante el viaje se
enamoraron. Más tarde partieron a hacer un doctorado en Alemania y
tuvieron a su primera hija. La llamaron Renate Teresa Antártica, en
honor a la fría y lejana tierra de sus amores.

***

"Para ir a una expedición a la Antártica primero debes demostrar que
estás apto y someterte a una batería de exámenes médicos. No te puedes
transformar en un peligro y forzar un rescate. Yo creo que por mi
afición a la montaña siempre tuve ciertas condiciones especiales, así
es que con el tiempo me convertí en la persona más disponible para ir.
Eso continúa hasta ahora, aunque honestamente hoy quiero que mis
expediciones sean más cortas, de máximo 20 días.

"Cuando no tenía familia no echaba de menos nada. Hubo varias cosas
que me perdí, y a veces fue bueno: no vi, por ejemplo, la guerra del
Golfo. Supimos por radio que algo estaba ocurriendo, pero nunca
dimensionamos la magnitud de los ataques ni que podían verse en tiempo
real por televisión. He pasado muchas Navidades y Años Nuevos en la
Antártica. Por eso, en mis últimos años, como ya tengo hijos,
definitivamente he comenzado a echar de menos. A veces, cuando estoy
allá, imagino a mi mujer llevando a los niños al colegio, me pregunto
si les habrá costado levantarse, esas cosas. Además, las situaciones
de riesgo ya no son tan inocuas. Antes eras tú solo y daba lo mismo,
pero con familia comienzas a calcular mucho más tus riesgos.

"Aunque nunca me ha pasado nada grave, en mi memoria está la primera
vez en cabo Shirreff, donde de entrada tuve un incidente. Llegamos a
tierra en helicóptero desde el buque Piloto Pardo, que permanecía mar
adentro. Yo estaba armando mi carpa tipo Scott -de lona pesada, con
forma piramidal- cuando sentí que el viento aumentó drásticamente y
que el helicóptero pasaba muy cerca de la carpa. Salí a ver afuera y
no había nadie: mis otros tres colegas no estaban y el helicóptero se
había ido. Unos metros más allá divisé las piezas de una estación que
pretendíamos armar, yéndose dentro de un remolino. Corrí a buscarlas,
agarré un pedazo de cuerda y me anclé con una de ellas, esperando que
el viento pasara y tratando de entender qué había pasado. Podía ser un
accidente, no tenía la radio y había que actuar de inmediato. Como
pude me arrastré, logré incorporarme y comencé a observar: a lo lejos
estaban mis colegas, que habían ido a buscar una de estas piezas que
se habían volado. Las otras las encontramos dos o tres días después.

"En la Antártica siempre estás enfrentando situaciones como ésta y
solucionando problemas. Abrigándote porque hace frío, tratando de
encontrar cosas, de comunicarte. Sin embargo, viajando hacia allá he
aprendido lo que es la resignación. He navegado el paso Drake con olas
que de verdad tapaban el buque. Esa primera vez, recuerdo, viajamos
con gente que no eran todos marinos. Iban mareados, vomitando. Pero tú
estabas en medio del océano y no podías hacer nada. Estabas condenado.
En el Drake te das cuenta de lo descomunal e incontenible que es la
fuerza de la naturaleza. Allí tú eres sólo una cáscara de nuez movida
por un mar insomne que nunca descansa".

***

En su más reciente expedición, Ricardo Jaña y su equipo no lograron
extraer completamente el testigo de hielo del plateau Detroit, una
meseta de dos mil metros de altitud ubicada en la llamada Tierra de
Graham. Por eso, el proyecto es volver en 2013, para lo que están
buscando financiamiento. El resultado podría ser sorprendente: el
trozo contendría hasta dos mil años de historia climática, vital para
entender los procesos de cambio actuales. Al menos los científicos ya
tienen una certeza: ese hielo antártico es un auténtico tesoro.

***

"Espero seguir yendo a la Antártica. Forma parte de mi mundo. Es
difícil capturar la real dimensión de la Antártica si nunca has estado
allá. Una vez que vas, que has respirado ese aire, que te has
atemorizado con el poder del viento y te has preguntado si vale
realmente la pena estar allí; una vez que has visto la luz de los
hielos, que te has dado cuenta de cómo salta una ballena o cómo brilla
una aurora australis, ahí comienzas a entender: no hay nada como estar
allí en vivo y en directo.

"Esto para mí ha sido un regalo. He sido bastante afortunado. Conozco
la Antártica. Me he enfrentado a lugares desconocidos, he
experimentado la fuerza conmovedora de la naturaleza y me he sentido
más pequeño que una hormiga. La Antártica es un sitio inhóspito, vasto
y salvaje. Allá siempre estás al límite. Estar en la Antártica es lo
más parecido a ser un astronauta en la Tierra".

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