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El combate del frío por Roberto Merino

Diario Las Últimas Noticias,
lunes 27 de junio de 2011
 
Al ver la televisión en estos días
-noticiarios y matinales-
queda la impresión
de que el frío del invierno
fuera una noticia, una novedad.
 
Lo más gracioso son los expertos
que instruyen al televidente
sobre la manera adecuada de abrigarse:
varias capas de ropa, camisetas,
camisas de franela, chalecos, chaquetones.
 
Hace poco apareció una señora
entendida en estas cosas
enseñando a la gente
a ponerse la bufanda.
 
Hasta el momento yo pensaba
que había una sola forma
de usar la famosa bufanda,
pero entiendo que hasta
se pueden improvisar con ella
chales y turbantes.
 
Se habla de "combatir el frío"
tal como en verano se hablará
de "combatir el calor".
 
Debe ser esta idea errada
la que provoca que por las calles
pasen individuos ataviados
como para atravesar Siberia.
 
La verdad es que
todos nos criamos con el frío
y que no hay que darnos al respecto
ninguna instrucción.
 
En otra época, de hecho,
las casas eran
tan difíciles de calefaccionar
que nos acostumbramos
a deambular en su interior
con abrigos y parkas
 
Estudiamos en salas de clases enormes
donde no se consideraba necesario
encender una estufa, y las informaciones
nos entraban en la mollera
a ritmo de castañeteo de dientes.
 
De cualquier forma,
las heladas tienen una belleza particular.
 
Las canchas de fútbol escarchadas,
el vaho de la respiración,
los vidrios empañados,
ese tipo de cosas
que pareciera despertarnos
un sentimiento atávico
y adoptamos una tristeza de primates
mirando por la ventana gris
los cerros rematados de hielo.
 
En las noches de lluvia
el asfalto de las calles,
en cuyas grietas se asoman
los rieles de los viejos tranvías,
proporciona un reflejo diluido
de las luces anónimas de la ciudad:
semáforos luminosos
y otros destellos intermitentes.
 
Las veredas están cubiertas
de hojas doradas y húmedas,
una especie de turba
sobre la que pasamos generando
la leve música del chapoteo.
 
En los parques de rejas oxidadas
se insinúa el musgo estacional
sobre las piedras
y hasta el maní confitado
trae un reclamo de intimidad.
 
De repente, en el último piso
de una casa de 1910, divisamos la luz cálida
de una pequeña lámpara, y nos imaginamos
que allá dentro la vida se configura
como la hubiéramos querido cuando niños:
silenciosa, protegida en medio del vértigo del mundo.
 
Recuerdo, cuando adolescente,
haberle hablado de estas instituciones a una polola,
acodados en uno de los parapetos de cemento del Mapocho.
 
Su respuesta me fregó el ánimo:
me dijo que no se podía disfrutar del invierno
porque había pobres a los que se les anegaban las casas.
 
Me miró como si yo fuera una oruga
engordada en una crisálida de cachemira
y de calefacción central.
 
Era injusto, porque mi casa
estaba llena de chiflones y de goteras
y uno vacilaba un poco
antes de acostarse
a causa de que las sábanas
siempre estaban como mármol.
 
Había unas cuantas estufas piñuflas
y unos braseros de bronce
que muy de vez en cuando
a alguien se le ocurría encender.

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