Francia está enlutada tras el atentado que tuvo lugar ayer en la redacción de Charlie Hebdo, donde murieron doce personas (entre las cuales se cuentan cuatro dibujantes y un periodista [no olvidar al policía que custodiaba el lugar y que fue rematado mientras permanecía en el suelo en plena calle]), y otras ocho quedaron heridas. El atentado llama la atención tanto por su premeditación como por su brutalidad, y todo indica que los asesinos recibieron un entrenamiento ultra especializado: mostraron sangre fría, perfecto manejo de los fusiles AK-47 y acabado conocimiento de sus objetivos. Según testigos, los asesinos reivindicaron el atentado para Al Quaeda, y afirmaron estar vengando a Mahoma (Charlie Hebdo es el semanario que, hace años, reprodujo caricaturas de Mahoma provocando una ola de indignación en el mundo musulmán).
Es muy difícil concebir un acto de este tipo, y más aún explicarlo. Se trata de un crimen que excede nuestro horizonte de comprensión, y frente al cual, más allá de la indignación, quedamos con pocas herramientas. En el caso francés, esto se agrava porque el tema musulmán es un polvorín por donde se le mire, pues toca fibras muy sensibles: ¿cómo integrar a los musulmanes a una cultura tan fuerte como la francesa? ¿O bien esa aspiración es de por sí un poco racista, y habría que virar entonces más bien a un modelo multicultural? ¿Pueden convivir el modelo republicano nacional con el multiculturalismo? ¿Están dispuestos los musulmanes a someterse de verdad al orden republicano? ¿Qué tensiones produce y cómo resolverlas?
La cornisa es bien estrecha, y los franceses —me parece— no saben bien cómo caminar sobre ella. Digamos que cierto laicismo francés suele impedir siquiera formular la pregunta por la relación entre cultura y religión, o entre política y religión. El hecho religioso es considerado como parte del ámbito estrictamente privado, y por tanto cualquier reflexión política sobre él es mirada con sospecha. Por lo mismo, buena parte de la intelligentsia francesa lleva años cerrando sistemáticamente los ojos respecto de los efectos culturales de la masiva inmigración musulmana, que en algunos lugares de Francia ha modificado completamente la configuración urbana y sociológica. Esto explica, por ejemplo, el extraordinario auge de la extrema derecha.
Naturalmente, no se trata de culpar a todos los musulmanes, que en su inmensa mayoría profesan pacíficamente su religión, de los atentados. Con todo, hay fenómenos bien preocupantes, que deberían llamar la atención: Francia se ha convertido en tierra fértil para el reclutamiento de yihadistas. Si esto ocurre, es porque han fallado los mecanismos tradicionales, y han fallado justamente porque no fueron concebidos para operar en el contexto actual (baste mencionar, por ejemplo, las dificultades que encuentran los profesores franceses en los suburbios para enseñar en cursos de mayoría musulmana). Por otro lado, enfrentar el fundamentalismo islámico exige una convicción muy sólida respecto de los bienes que se quieren defender, pero a Occidente ya no le gusta afirmar su superioridad (o cuando lo hace, lo hace al estilo Bush….): para muchos, el fundamentalismo musulmán se introduce justamente en esa brecha, como respuesta a un relativismo hedonista que, en el fondo, no ofrece nada sustantivo. No tengo respuestas claras para estas preguntas, pero creo que el horror de lo acontecido no puede impedirnos reflexionar sobre las causas profundas de procesos que están en marcha hace mucho tiempo, y que —creo— son algo más que hechos aislados. En ese sentido, dar con las preguntas correctas es indispensable si acaso queremos comprender por qué diablos mueren dibujantes y periodistas a manos del fanatismo religioso.
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Cristián Warnken
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