A propósito de los últimos casos que nos ha ofrecido la contingencia judicial en los últimos días (bombas, Pitronello, ADN, etc.), nuestro sistema de enjuiciamiento penal ha vuelto a recibir una serie de críticas por sus decisiones. Ello es sano. Ni el Poder Judicial ni el resto de los actores públicos que intervienen en ellos pueden sustraerse -so pretexto de una supuesta e inviolable independencia- del escrutinio público. Sin embargo, para una crítica acertada probablemente sea útil revisar algunos de los presupuestos de su actividad, tal como se fijaron históricamente y tal como parecen aplicarse hoy.
Para aproximarse a estas cuestiones, muchas veces se ha echado mano a la existencia de un supuesto “contrato social” suscrito en algún momento de la historia entre los cuidadanos para delimitar las potestades que le delegaban al Estado. De este modo, y fruto de ese acuerdo, se habrían transferido voluntariamente una serie de atribuciones al Estado, con la condición de que ciñiéndose a ellas, nos otorgara la seguridad que necesitábamos para desarrollar nuestras vidas en libertad.
Si hubiera existido ese contrato (se notará por el pluscuamperfecto del subjuntivo utilizado que personalmente no me lo trago mucho) uno de los capítulos más importantes habría sido el relativo a las potestades de carácter penal. Esto es simple, si dentro de las potestades que le delegabamos al Estado estaba la de privarnos de nuestros propios derechos (y hasta de la vida mientras existía la pena de muerte), evidentemente había que regularlo con muchísimo cuidado. Por eso como contrapartida a esta enorme facultad sancionadora, la exigíamos al poder estatal una serie de garantías previas, antes de que pudiera aplicarnos alguna pena. Incluso, para que no se le olvidara de lo que estábamos hablando, a sus sanciones le pusimos el nombre de lo que nos producía (“pena”). Ni por un momento debía perderse de vista que le estábamos permitiendo inflingirnos dolor.
En la vida de dicho contrato, no podía ser de otra forma, debieron darse muchas repactaciones. La realidad obligó a los ciudadanos a pedir la revisión de algunos de sus términos pues el dinamismo de la vida hacía que incluso algunos de los valores fundamentales sobre los que se había suscrito ese contrato fueran variando.
Uno de los hitos más radicales de renegociación de los términos contractuales fue la revolución francesa y las revoluciones liberales de comienzos y mediados del siglo XIX. Tan potentes fueron las demandas de reforma, que en gran parte los términos de esa revisión han marcado los siguientes dos siglos sin que haya sido necesario volver (cuando menos revolucionariamente) sobre ellos.
Sin embargo, en este capítulo sobre las penas y los dolores, sí ha habido una serie de cambios que no se deben pasar por alto. Es necesario, de hecho, que revisemos nuestros acuerdos y veamos si el Estado democrático (que en esa época se decía a sí mismo Estado liberal) los está cumpliendo.
Si pudiésemos sintetizarlos, probablemente serían varios los grandes acuerdos en estas materias que debían regir al Estado. Primero, usar estas sanciones dolorosas en nuestra contra sólo cuando no hubiera más remedio (esto se conoció como el principio de última ratio). Al estado le era lícito aplicar la pena sólo cuando hubieran fracasado todos los mecanismos con que contaba (civiles, sanciones administrativas, etc.) que fueran menos agresivos contra nuestros derechos ciudadanos. Segundo, nunca sorprendernos. Siempre antes de aplicarnos una pena tan dolorosa, el Estado debía habernos advertido claramente acerca de la existencia de esas prohibiciones y debía habernos anunciado las consecuencias (las penas y su cuantía) que nos aplicaría si transgredíamos sus mandatos. Tercero, sólo se echaría mano a la pena cuando fuera estrictamente necesario para defender los bienes más valiosos de la sociedad (para proteger la vida, el patrimonio, el honor, etc.), de modo que sólo cuando se atentara contra ellos (o se les pusiera em peligro, agregamos después), responderíamos con dolor. Cuarto, las sanciones penales tendrían una relación de proporcionalidad con la gravedad de los hechos que las motivaban. De este modo, las penas debían guardar una relación de proporción también entre ellas que asegurara que hechos más graves recibían penas más graves y los menos graves recibían penas leves. Por último, para la imposición de las penas era necesaria previamente la celebración de un juicio que asegurara correctamente la defensa de aquel de nosotros que tenía en frente a un adversario tan grande como el Estado. Era necesario paliar la tremenda asimetría de poder entre él y nosotros, de modo que nos guardamos una serie de garantías fundamentales que el Estado debía respetar para castigarnos legítimamemente. Estas no son todas, pero las demás fueron surgiendo después.
Personalmente no creo en la existencia de un contrato social, no creo que lo hayamos suscrito ni modificado. Eso no pasó nunca en la historia y probablemente responde a un intento inconsciente del ser humano de negar que muchas veces el devenir histórico toma las decisiones por él. Es bastante probable que las cláusulas se escribieran más por la mano de la evolución social y no por las negociaciones de uno o más delegados del pueblo (que en realidad nunca fue el pueblo, sino un élite que decidía creyendo saber lo que era mejor para él).
Sin embargo -con contrato o sin contrato- sí es cierto que había una serie de acuerdos respecto de cuándo, cómo y por qué impondríamos penas y los términos de ese acuerdo parecen haber cambiado. Eso no puede pasársenos por alto, pues nunca llegaremos a entender lo que está pasando hoy con nuestro sistema de imputación penal, si no revisamos cuáles de esos acuerdos iniciales siguen aún vigentes.
Por razones de espacio, sobre cada uno de ellos me detendré en los posteos de las próximas semanas.
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