Conspiración del abandono
por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias, lunes 9 de abril de 2012
De un día para otro
el tiempo comienza
a pasar demasiado rápido.
Una vez con extrañeza
que dos años, tres años
se consumen en lo que dura
una maldita distracción.
Nunca más
nos echamos a dormir siesta
con el relajo de quien tiene una
interminable perspectiva por delante:
la perspectiva de una pradera dorada
con fardos de heno
y nubes acrisoladas en el lejano fondo.
Los deberes y las culpas
aúllan a cualquier hora.
El sueño se torna
inconcluso e insatisfactorio
como traspasado
de borra o de lavasa.
En mitad de la noche,
mientras nos levantamos dormidos
a buscar un vaso de agua,
nos damos cuenta
de que nos suenan las vértebras
y que algo nos presiona
la garganta por dentro.
Constatamos que
cualquier pelafustán con energía
nos transfiere sus urgencias
mediante un simple llamado telefónico.
Se nos ocurre que la vieja
a la que no dimos plata
hace unas horas en la calle
nos dejó en el antebrazo
-al que se aferró según
el libreto de su súplica-
la palabra miseria
tatuada con fuego frío.
Por más que queramos entender el presente,
sus signos y sus códigos rebasan
nuestra capacidad mental de adaptación.
De los gritos reivindicacionistas
escuchamos tan sólo el sonsonete,
imaginamos la mueca que desfigura
el rostro del que exige justicia.
Nos sentimos como
esos personajes de ciertas películas
que -persiguiendo
angustiosamente a un asesino-
quedan varados y confundidos en medio
de una manifestación política
o del desfile del día de san Patricio.
Claro, pasan cosas raras.
¿No será Santiago entero un manicomio?
Esta ciudad sin mar, sin un río aparente,
que no se asoma a una llanura
ni está rodeado de silenciosos bosques.
Una ciudad sin un sentido geográfico claro,
diseñada para una guerra que se acabó,
penosamente protegida de las invasiones,
de los vientos y de las tormentas.
Es posible que hayamos crecido
en un lugar simbólicamente abandonado.
Por eso nos da pavor
la inminencia de los feriados,
cuando la gente empieza
a hacer los preparativos
para mandarse a cambiar
a las playas o al campo.
Se van una vez más, y uno -el enfermo-
se queda varado en las calles de siempre
y a la orilla de nada, consultando
consabidos letreros luminosos
sobre cortinas metálicas firmemente cerradas.
Alguien me contó que para
uno de los últimos temblores
se asomó a la puerta
de su departamento
y esperó sin resultado
a que saliera algún vecino:
no había nadie en todo el edificio.
La soledad tiende a operar
en forma de conspiración.
Se presenta de un día para otro
en una acción u omisión colectiva.
Los amigos no contestan
los celulares, abrimos el mail
buscando comunicación humana
y sólo hay, en la cúspide de la lista,
algo de portal inmobiliario,
algo de hace tres días,
algo sin utilidad inmediata.
No queda nada
sino guardar silencio obligado
y tomarse, a la salud de quien sea,
el whisky del estribo
de esta noche o de otra cualquiera.
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