Por Iván de la Torre Compartir para Revista Replicante
La Tierra hueca, el universo de hielo, ovnis, hombres de negro, la Atlántida aria… Todas estas historias, por locas que suenen, han sido publicadas, difundidas y defendidas por miles de personas en todo el mundo.
Las pseudociencias parecen gozar de una larga vida y muchos seguidores. En 1849 Samuel Birley Rowbothan publicó un panfleto llamado Astronomía Zetética, donde describía los experimentos que le habían permitido descubrir que la Tierra era plana.
Durante los siguientes treinta años —y uno no puede menos que admirarle la constancia— se dedicó a editar panfletos, escribir artículos y hablar incansablemente sobre el tema. Cuando sus espectadores dudaban Rowbothan sacaba la Biblia y comenzaba a recitar salmos escogidos para probar sus palabras.
Según su teoría nuestro planeta es una gran planicie en el piso de una burbuja en un universo sólido de piedra, iluminada por dos globos: el Sol y la Luna. El Polo Norte está en el centro del disco, con los continentes en los extremos —igualito al logo de las Naciones Unidas— y la Antártida no existe porque después del mar viene una pared de hielo de unos cincuenta metros de alto.
Samuel Shenton, heredero de Rowbothan y presidente de la “Sociedad Internacional de la Tierra Plana”, al ver las fotos del primer alunizaje respondió: “Es simple ver cómo una foto como ésta engañaría a un ignorante”.
Cuando murió Shenton, en 1971, Charles K. Johnson fue nombrado su heredero. Johnson vivía en California con su mujer, Marjory, quien se ofendía si criticaban sus ideas; después de todo, ella nunca había visto gente caminado cabeza abajo pero no se burlaba de los demás por ello.
Los Johnson multiplicaron los asociados que suman hoy unas tres mil personas. Éste es el punto de encuentro de los creyentes.
Aún más antigua que la teoría de la Tierra Plana es la teoría de la Tierra Hueca: en 1665 un sacerdote católico alemán, Atanasio Kircher, publicó Mundo subterráneo, donde describía una tierra llena de cuevas y túneles donde dormían inmensos y feroces dragones que devoraban a quienes se animaban a descender hasta allí.
Aunque Henry Cavendish, científico inglés, demostró que, dada la masa de la Tierra, era imposible que hubiera un mundo secreto bajo nuestros pies, John Cleaves Symmes, exoficial del Ejército estadounidense, organizó en 1818, siguiendo las ideas de Kircher, una expedición para buscar esos accesos desde el Polo Norte.
Los planetas eran huecos, según Symmes, porque seguían una ley natural: los huesos de los animales y las aves, los tallos de trigo, las hierbas: todo es hueco. De hecho, las tribus perdidas de Israel no habían desaparecido: simplemente habían encontrado el acceso secreto y ahora vivían ocultas en el interior.
Para Cyrus “Koresh” Teed somos nosotros los que vivimos “adentro”. Según su versión, la Tierra es una burbuja de roca que contiene a los seres humanos, con el Sol y la Luna flotando en el vacío.
Teed fundó la Unidad Koreshana y sus discípulos se pusieron a trabajar midiendo la curvatura de la Tierra. Cuando los criticaban —muy a menudo—, Koresh se comparaba con Galileo, describiéndose como un visionario perseguido, un genio incomprendido.
Su teoría inspiró la teoría nazi del Mundo Hueco, según la cual la luz viaja formando una curva cerrada. Si es cierto, pensaron los altos mandos alemanes, usando una luz infrarroja podrían ver la flota británica en sus puertos. Una decena de hombres fue enviada a la isla de Rügen en el Báltico para que hicieran el trabajo de espionaje que les permitiera acabar con sus enemigos. Obviamente no pasó nada.
Si se cae una teoría siempre hay otra para reemplazarla, y ahí estaba la teoría del Mundo de Hielo de Hans Hörbiger, quien pensaba que la Luna no estaba girando en órbita alrededor de la Tierra sino cayendo en un espiral descendente.
Los nazis recibieron la teoría como una alternativa a la “ciencia judía”, que importantes físicos alemanes —como los premios Nobel Phillip Lenard y Johannes Stark— condenaban.
No fue lo único que reclamaron o retocaron a su gusto: la Atlántida había sido una leyenda relativamente conocida pero el libro de Ignatis Donnelly, Atlántida, el continente perdido, de 1882, la hizo mundialmente famosa.
Según Donnelly, los antiguos dioses —griegos, fenicios, hindúes, escandinavos— eran reyes, reinas y héroes del viejo continente que colonizaron Egipto y Perú, fundaron la mayoría de las civilizaciones antiguas de Europa, África y las Américas, introdujeron las edades del bronce y el hierro e inventaron alfabetos para los fenicios. Cuando la Atlántida se hundió sólo unos pocos pudieron escapar para contar la historia disfrazada como mito.
La idea de la Atlántida como una “familia indoeuropea de naciones” despertó, por supuesto, el interés de los pseudocientíficos nazis. En 1922 Karl George Zschartzsch publicó Atlántida, la patria original de los arios, demostrando lo buenos que eran los atlantes hasta que una mujer —no aria— trajo bebidas alcohólicas y la isla se hundió.
Las diferencias entre científicos y charlatanes puede ser graciosa en un debate público, pero cuando se introduce en el tema la política las cosas se complican hasta extremos increíbles.
En Las raíces ocultas del nazismo Goodrick-Clarke nombra dos casos extremos: Guido von List y Jörg Lanz von Liebenfels. Von List construyo una historia germánica paralela, basada en una tradición esotérica que, decía, habría sido reprimida por la Iglesia, los judíos y la modernidad.
Basándose en los chamanes germanos llamados“hermiones” por Tácito, Von List creó el “armanismo”. Los templarios, los rosacruces y Giordano Bruno habían sido, según Von List, “armanistas secretos”. La Cábala también era una creación germánica, robada por los pérfidos judíos.
Jörg Lanz, por su parte, había sido monje, discípulo del biblista Schlögl, cuyas obras antisemitas había prohibido la Iglesia. En una lápida medieval Lanz “descubrió” la imagen de un caballero acompañado por un simio y creyó encontrar figuras semejantes en el arte babilónico.
De estas “pruebas” dedujo que junto al verdadero hombre ario había existido una especie bestial, derivada de otra rama de la evolución, capaz de cruzarse con los humanos. De la mezcla entre arios y “bestias” derivaban las razas inferiores.
Lanz publicó sus conclusiones en La teozoología o La ciencia de los simios de Sodoma y el electrón de los Dioses (1905).
Para Lanz había tres grandes peligros: el feminismo, el socialismo y la democracia, y se proponía luchar contra ellos a través de su Orden de los Nuevos Templarios, que usaba una esvástica como símbolo.
Como otros pseudocientíficos, Lanz no dudó en “tomar prestadas” ideas ajenas para darle veracidad a sus dichos: en esos años estaba de moda el “rayo N” que atravesaba el metal y la madera, Lanz se lo dio a sus arios primitivos cuyos órganos sensoriales permitían emitirlos mientras recibían “señales eléctricas”; lamentablemente, había caído en las manos de un fraude científico del francés René Blondlot, quien creyó encontrar un nuevo tipo de radiaciones a las que llamó “N” en honor a la facultad donde trabajaba: Nancy.
Blondlot era miembro de la Academia de Ciencias francesa y escribió una veintena de artículos y hasta un libro sobre su descubrimiento.
Entre 1903 y 1906 más de un centenar de investigadores “corroboraron” sus resultados mientras se publicaban centenares de artículos doctorales basados en el descubrimiento. Pero Heinrich Rubens, a quien el Káiser había ordenado estudiar las posibles aplicaciones del rayo, no había logrado reproducir los resultados de Blondlot y dudaba. Por su iniciativa, se envió un veedor, Robert Wood, a comprobar el descubrimiento, quien concluyó que los rayos no existían y escribió un artículo en la prestigiosa revista Nature denunciando el fraude.
Los mismos expertos, como se ve, pueden convertirse en pseudocientíficos si la ocasión es adecuada y sus principios endebles: antes de la existencia del microscopio el biólogo Ernest Haeckel asombró a sus compañeros con sus ilustraciones de embriones y microorganismos; el único problema era que esas imágenes habían sido dibujadas por él.
Haeckel era profesor de la Universidad de Jena cuando tuvo una revelación al leer El origen de las especies, de Darwin, y se dedicó a difundirlo por toda Alemania; pero mientras Darwin daba un origen común al hombre y al mono remarcando la escasez de evidencia existente, Haeckel divulgó la frase “el hombre viene del mono” convencido de que sólo faltaba encontrar “el” eslabón perdido que los conectara. ¡Era todo tan simple! Un par de huesos y el mundo tendría una nueva religión que adorar.
En 1906 Haeckel fundó su Liga Monista, que acusaba al cristianismo de pervertir al orden natural al no hacer distinciones raciales. Para los “monistas” la “cuestión judía” era un problema racial.
Los “ariosofistas” encontraron en Haeckel la justificación “científica” que necesitaban y uno de ellos, Jörg Lanz —de quien ya hablamos—, solía colaborar con los monistas antes de fundar su propia revista.
Los alemanes no fueron, por supuesto, los únicos en caer deslumbrados ante leyendas difíciles de comprobar (de hecho, parece que cuanto más difícil de comprobar sea una historia más credibilidad consigue, más tiempo perdura, más seguidores atrae), empujados por su deseo de creer. Lo mismo sucede en Estados Unidos, donde existe la leyenda de los “hombres de negro”, culpables, según la leyenda urbana, del “experimento Filadelfia”, en el cual el Ejército logro “teletransportar” todo un acorazado de un punto X a un punto Y.
Los “hombres de negro” serían agentes secretos al servicio de una agencia llamada MJ-12 creada por el presidente Truman en 1947, cuando —otra leyenda— un ovni se estrelló en Roswell, Nuevo México.
Siete años después, el presidente Eisenhower habría firmado un tratado diplomático con los extraterrestres dándoles amplias concesiones a cambio de su tecnología obsoleta.
El buen Ike, no contento con lo hecho por su predecesor Truman, reformó al grupo convirtiéndolo en una mafia, la Jason Society, liderada por treinta y dos poderosos estadounidenses que todavía dominan el mundo, financiándose con el narcotráfico y controlando la población a través de enfermedades como el sida y el ébola, creadas en laboratorios militares para eliminar a negros, indios, latinos, etcétera.
La historia, mucho más pedestre, dice que fue el director de la International Flying Saucer Bureau, Albert K. Bender, quien en 1953 denunció que tres misteriosos “hombres de negro” lo habían visitado para impedir que siguiera investigando. “Estamos entre vosotros y conocemos todos vuestros procesos mentales. ¡Ten bien presente que estamos aquí, en vuestra Tierra!”, le dijeron los visitantes inesperados, poniendo voz de serie policiaca para hacer su amenaza.
En 1965 Bender publicó Flying saucers and the three men (Los platillos volantes y los tres hombres), en el que contaba ésta y otras historias increíbles con todo detalle.
Con el tiempo esta leyenda sirvió para justificar hechos como las disecciones de animales. Aunque un informe oficial de 1980 explicaba la mortandad por efecto de predadores naturales, la versión pseudocientífica era más interesante: Linda Moulton Howe, exreina de belleza, escribió dos libros y filmó un documental que ganó un premio Emmy en 1980 al explicar el misterio con una combinación de ovnis y misteriosos helicópteros negros que surcaban la noche amarados en secreto por las fuerzas armadas.
Para ella, el gobierno era cómplice de los extraterrestres a través de los hombres de negro: todo era una conspiración.
Todas estas historias, por locas que suenen, fueron publicadas, difundidas y defendidas por miles de personas en todo el mundo. Ayer, hoy y, seguramente, mañana también.
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