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La fuerza de la resaca


por Héctor Soto
DIARIO LA TERCERA, SÁBADO 12 DE OCTUBRE DE 2013
Una explicacion procesal para la fiesta de ofertones, vaguedades,diatribas y simplismos a la que el país asistió el miércoles pasado, con motivo del debate presidencial organizado por la Asociación Nacional de la Prensa, es que la barrera de entrada para ser candidato presidencial es demasiado baja y el premio demasiado alto. Al margen de toda consideración de convocatoria o representatividad, el solo hecho de ser candidato garantiza presencia mediática y oportunidades para articular un discurso político cuya ferocidad pareciera ser inversamente proporcional a su representatividad. A menor rating, mayor fiereza y descalificación. Así las cosas, figurar hoy en la papeleta presidencial da derecho a meter bulla, a simplificar y denigrar; da también la posibilidad de meter cuñas populistas y ruidosas en espacios de alta sintonía y, sobre todo, de rayarles la carrocería a los candidatos más calificados en términos estrictamente electorales.En un contexto histórico muy diferente, el país ya había visto en la presidencial de 1993 una competencia entre seis candidatos. Pero el impacto disociador de entonces nunca llegó a tanto. Ahora, en cambio, con nueve figuras en carrera, el cuadro se ve bien distinto.
Desde esta perspectiva -y sólo desde ésta- se puede entender la decisión de Bachelet de saltarse la cita de Coquimbo. El temor que su comando manejaba es que podía ser un show y, bueno, efectivamente terminó siendo un show.
Desde luego que aquí el sistema político tiene un problema. La verdad es que tiene muchos. Es lo que ocurre cada vez que los incentivos están mal orientados y se deja la puerta abierta al ingreso de lógicas perversas que, lejos de fortalecer la majestad de una instancia democrática tan crucial como una elección presidencial, la terminan instrumentalizando y banalizando.
Puesto que por lo visto la figura del riflero llegó para quedarse en la política chilena -entendamos por riflero al político de ocasión, al majadero que interpreta la totalidad de los asuntos públicos desde un solo prisma, al supuesto estadista de cocción rápida que advierte poco antes del cierre de las inscripciones que el país lo está pidiendo a gritos-, los chilenos ya estamos notificados: los debates, que entre nosotros nunca fueron muy rigurosos, se van a ir transformando de aquí en adelante en la corte de los milagros y, si el país no hace algo para reaccionar, llegará el día en que las propias elecciones se decidan al boleo.
Hagan sus apuestas, señores
Con todo, la proliferación de candidatos no se explica sólo en función de las deficiencias de una normativa poco restrictiva. Hay otros factores que también están incidiendo, el principal de los cuales está asociado al relajamiento del sistema político general como efecto del desprestigio de la función pública, de los partidos y de las coaliciones que han sido rectoras. Tampoco es irrelevante en este sentido la inminente reforma del binominal, que como quiera que sea debería abrir un espacio más amplio que hasta ahora a alternativas políticas distintas a las de los dos grandes bloques.
Está además el factor descontento que nadie ha logrado identificar ni interpretar con absoluta claridad y a ciencia cierta en la política chilena. Obviamente, mientras no se sepa qué diablos quisieron decir los masivos movimientos sociales del 2011 -entre otras cosas, si cambiar el modelo, si pararles el carro a los frescos, si apostar al socialismo chavista o al coreano, si ponerle las cosas un poco más difíciles a la derecha y sobre todo a Piñera, que se estaba sobregirando en eso de ir de exitoso por la vida- el tablero está despejado para recibir apuestas. Y lo que estamos viendo es una política de timba, donde cada cual hace su diagnóstico y extiende consiguientemente su receta por si le achunta.
Tal vez sea este factor el que explica el actual furor de los discursos antisistémicos. Hemos vuelto a estados anímicos parecidos a los de los años 60, cuando la izquierda nos quería hacer creer que no sólo el desarrollo sino también la historia pasaban por La Habana, Moscú, Hanoi y Pyongyang. No obstante que en términos de indicadores sociales y económicos nunca a Chile le ha ido mejor que en los últimos 25 años, el diagnóstico es que todo lo que se ha hecho está malo. La transición política fue una vergüenza. Que se vayan todos para su casa. Partamos de cero. Esta es una sociedad explotada y engañada, esclavizada y violada. La Constitución fue un fraude. El modelo, una trampa.
Si ya antes de esta borrachera de juicios patibularios la política chilena se había alejado de la realidad de la gente, lo más probable es que hoy esa distancia, como el debate de esta semana lo prueba, se haya hecho mayor.
Luego de dos o tres décadas de predominio intelectual -un poco conformista y borrego, es cierto- de los dogmas del Estado subsidiario, el equilibrio fiscal, la moneda dura y los mercados competitivos y supuestamente perfectos, el péndulo de las sensaciones térmicas de la sociedad chilena pareciera haberse ido al otro extremo. Es tiempo de resaca. El solo cantinfleo en torno al modelo dice mucho al respecto, porque transmite la engañosa idea de que existen muchos otros esquemas que el país podría adoptar para seguir desarrollándose en un contexto tanto o más estimulante para la superación de las personas pero de objetiva mayor igualdad social. ¿Qué esquemas, se preguntará cualquiera? ¿El de Venezuela, el de Cuba, el que han estado intentando los Kirchner en Argentina?
Pamplinas
A estas alturas, tanto la cátedra como los organismos internacionales y las dirigencias políticas más responsables saben que sólo hay una manera de generar trabajo y riqueza. Se podrá discutir por supuesto en cada momento o mercado específico sobre los óptimos acerca de cuánto Estado y cuánta iniciativa privada, cuánta regulación y cuánta desregulación se puede requerir en las distintas coyunturas. Esa discusión no sólo es lícita. Es imprescindible. Pero eso es muy distinto a seguir repitiendo chollos populistas que no tienen presentación alguna y que siguen circulando con patente de progresismo y también de impunidad: entre otros, que es posible generar riqueza por decreto, que los problemas endémicos de Chile se solucionan en un dos por tres, que basta meter un rosario de derechos sociales en la Constitución para que Chile se vuelva una suerte de paraíso terrenal o que bastaría con nacionalizar el cobre para que todos fuésemos ricos. Está claro que son pamplinas, pero en un contexto donde el debate serio se ha hecho difícil y donde el oportunismo político invita a no desentonar estas simplificaciones pueden llegar a hacer mucho daño.
A la política, desde luego. Pero al país como proyecto y fuente de oportunidades, mucho más.

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