El envío anterior habla de los mitos de Beauchef
El término «mito» ha adquirido en la práctica
un significado cotidiano que traiciona su contenido real.
Se ha convertido en una palabra mucho más perversa.
Decir que algo es «un mito»
o calificar de «míticas»
las convicciones de un político
es la manera periodística
de afirmar actualmente
que estas cosas son falsas
o carecen de credibilidad.
Por otro lado,
podemos sencillamente relacionar
los mitos con las leyendas, los cuentos de hadas
y todo tipo de literatura fantástica o imaginativa.
Pero al hacer esto pasamos por alto
un nivel de significado que es crucial
para nuestra investigación.
Un mito es un relato impregnado de significado.
El mensaje que cuyo contenido
trasciende el ámbito ingenuo del relato
y hace que quien lo escucha
entienda por qué las cosas son como son.
Al estudiar los mitos de una cultura particular,
no aprendemos nada terriblemente interesante
sobre el origen del universo o de la humanidad
en la forma en que lo hicieron sus oyentes originales;
antes bien, apreciamos cómo dichos mitos
definen los contornos exteriores
de la imaginación de sus autores.
Los mitos nos revelan las cosas
sobre las que pensaron
y hasta qué punto las desarrollaron,
las cosas que consideraron
suficientemente importantes
como para merecer ser explicadas
y la medida en la que consideraron
el mundo como una unidad.
En el momento en que comenzamos a preguntarnos
por el significado de los detalles en estos mitos,
nos hemos apartado de la mentalidad de sus primeros oyentes.
Es como preguntar por el significado de Caperucita Roja.
Ningún párvulo soñaría
con responder semejante pregunta
y si lo hiciera, dejaría de ser niño.
Al igual que los cuentos de hadas,
los mitos están cargados de significado
a muchos niveles inconscientes.
Un análisis demasiado preciso
de su mensaje y significado
eliminaría esta diversidad de niveles
y reduciría el número de oyentes
que podrían verse influidos por su mensaje.
Los mitos no surgen de los datos,
ni como soluciones a problemas prácticos.
Emergen como antídotos
contra la sospecha psicológica
de pequeñez e insignificancia
que abriga el ser humano
ante las cosas que no puede comprender.
Cuando comparamos las tentativas actuales
de explicar todo dentro de un marco científico global
con las elucubraciones especulativas de los antiguos,
vemos que entre unas y otras hay diferencias sutiles.
Para los antiguos, el único sello que garantizaba
el éxito de sus Teorías del Todo era su alcance.
Para nosotros es el alcance y la profundidad lo que cuenta.
Si afirmamos poder explicar
todo lo que se encuentra en el mundo
mediante un sistema de pensamiento
fundado en la idea de que el universo entero
nació hace cien años con todos
sus complejos componentes ya formados,
pero con las características
de haber existido desde hace siglos,
tendremos una «explicación» de gran alcance,
pero carente de profundidad.
No podremos extraer de nuestra teoría
más de lo que depositamos en ella.
Una teoría similar a la que acabamos de proponer
fue, de hecho, considerada por Philip Gosse en el siglo XIX,
en un intento de hallar una solución al conflicto surgido
entre la antigüedad de la tierra evidenciada por los fósiles
y la extendida creencia popular en una creación especial
acontecida solamente unos pocos miles de años atrás.
Gosse propuso que las rocas aparecieron
cuando ya se encontraban
presentes los fósiles predatados,
aportando un testimonio (falso)
de pasadas generaciones de evolución.
Una teoría profunda, por el contrario,
es una teoría capaz de dar explicaciones
sobre una gran variedad de cosas
con una contribución mínima
del número de suposiciones iniciales a la conclusión.
La profundidad de una consecuencia particular
podría caracterizarse por el esfuerzo realizado
en seguir la secuencia más corta de razonamiento lógico
desde las suposiciones hasta la conclusión:
la cantidad de calor disipado
que un ordenador habría de gastar
en el proceso de calcular la respuesta desde el principio.
La debilidad de las Teorías del Todo mitológicas
desempeñó un papel esencial en su estructura y evolución.
Si se tiene una explicación débil,
carece de todo poder explicativo real.
En consecuencia,
cualquier hecho nuevo que se descubra
precisa de un nuevo ingrediente
para poder ser incorporado al tapiz preexistente.
Una prueba clara de ello
es la proliferación de dioses
en las culturas más antiguas.
Toda vez que una breve secuencia
de explicaciones concluye
(«¿por qué llueve?:
porque el dios de la lluvia está llorando»),
lo hace un dios.
En cualquier tentativa
de dar una explicación fundamental
-ya sea mitológica o matemática-
hay recursos últimos
psicológicamente aceptables.
Así, en la mayoría de los relatos mitológicos,
la aparición de una deidad,
que no se había tenido en cuenta,
aporta un final aceptable
a la secuencia regresiva de «porqués».
Cuanto más arbitraria y disparatada
sea la explicación que se dé
a los sucesos de la naturaleza,
más acusada será la tendencia
a inventar deidades.
Al principio,
los mitos debieron ser sencillos
y girar en torno a una sola cuestión.
Con el paso del tiempo,
se volvieron intrincados e inmanejables,
viéndose constreñidos solamente
por las leyes de la forma poética.
Una nueva fantasía, un nuevo dios:
uno a uno iban siendo incorporados al collage.
No existía sensibilidad alguna
hacia la necesidad de economizar
en la multiplicación de causas
y explicaciones arbitrarias;
lo único que importaba
era que éstas encajaran
unas con otras
de una manera plausible.
Hoy día, semejantes modelos
de explicación, no son aceptables.
Una explicación fundamental
ya no significa únicamente
un relato que lo abarca todo.
Una multiplicación indiscriminada
de deidades crea otros problemas.
Supone un conflicto
de legislación en el mundo natural.
No será fácil que emerja
un cuadro de leyes universales
impuestas al mundo por un Ser Supremo.
De hecho, ni siquiera cuando examinamos
la relativamente sofisticada sociedad
de los dioses griegos, se hace muy evidente
la idea de un legislador cósmico y omnipotente.
Los acontecimientos se deciden
por negociación, engaño o discusión,
antes que por un mandato omnipotente.
La creación avanza
mediante comisiones
antes que por órdenes.
Al final, cualquier apelación
a una colección tan caprichosa de causas iniciales
conduce a la multiplicación de las explicaciones ad hoc,
a la proliferación de una complejidad innecesaria
que va a requerir más de lo mismo
para poder continuar desarrollándose en el futuro.
No hay ningún camino plausible hacia la simplicidad.
Interrelacionando causas,
buscando siempre la unidad
frente a la diversidad superficial,
las explicaciones científicas modernas
priman la profundidad sobre la amplitud.
Una teoría profunda y estrecha
puede modificarse gradualmente
hasta convertirse
en una teoría profunda y amplia,
y de hecho lo hace.
En el caso de una teoría amplia
y poco profunda esto no es posible.
No está claro cómo deberíamos considerar
a los inventores de las primeras
Teorías del Todo mitológicas.
Tendemos a pensar que describían el mundo
de manera realista por lo que eran unos necios,
en el peor de los casos, o que estaban equivocados,
en el mejor de ellos.
Pero, si bien la mayor parte de sus oyentes
tomaba sin duda tales relatos al pie de la letra,
-de hecho, hoy en día mucha gente adopta
actitudes en cierta forma similares-,
tuvo que haber quienes los entendieron
sólo como imágenes de alguna verdad inalcanzable,
o cínicos que vieron en ellos fábulas
o instrumentos apropiados para mantener el statu quo.
Para no relegar a los hacedores de mitos
y a sus objetivos
a las nieblas miasmáticas del pasado,
deberíamos tener presente
cómo se expresó en los siglos posteriores,
el anhelo de perfección en la explicación.
El ejemplo más sorprendente
es el de los medievales
con su prepotente deseo
de codificar y ordenar
todas las cosas del cielo y de la tierra
que conocemos o podemos llegar a conocer.
Los grandes sistemas,
como la Summa de Tomás de Aquino
o la Divina comedia de Dante,
buscaron unificar el conocimiento existente
en una unidad laberíntica.
Todas las cosas tenían un lugar y un significado.
Pero, como C. S. Lewis observa,
en su conjunto resultaba demasiado rígido:
«Rara vez ha tenido
la imaginación humana ante sí
un objeto tan sublimemente ordenado
como el cosmos medieval.
Si tiene un defecto estético
es, quizás, para nosotros
que hemos conocido el romanticismo,
el ser una pizca demasiado ordenado.
A pesar de sus vastos espacios,
puede que al final nos aflija
una especie de claustrofobia.
En ninguna parte hay vaguedad alguna.
¿Ningún camino apartado sin descubrir?
¿Ningún crepúsculo? ¿No hay forma
realmente de que podamos respirar aire libre?»
Y, así como la gente primitiva
había encontrado
que la unidad y la perfección
conducían a un vasto e inmanejable collage
de incómodas alianzas para lograr
que cada cosa tuviera su lugar,
así el deseo de los medievales
de armonizar todo conocimiento
en una Teoría del Todo
se hizo extremadamente complicado.
Mientras la mente primitiva
respondió con la invención imaginativa
al reto que le planteaba la perfección
y tuvo que hacer frente al problema
de encajar unas con otras
todas estas imaginaciones,
la mente medieval se vio obstaculizada
por su respeto hacia los libros
y las autoridades existentes.
Otorgó a las palabras escritas
que había heredado de los filósofos antiguos
una autoridad máxima,
similar a la que los físicos modernos
conceden a la evidencia experimental.
Sin embargo,
el volumen de estas autoridades escritas
ponían ya de manifiesto
que la unificación de su pensamiento filosófico
era una vasta empresa.
Nuestro siglo XX
tampoco es inmune a tales deseos.
Basta con considerar los problemas
en torno a la definición
y el significado de las matemáticas
que tuvimos que afrontar
cerca del cambio de siglo.
Los formalistas querían proteger
a la matemática de las paradojas:
la definieron como la suma total
de todas las deducciones lógicas
que pueden hacerse, utilizando
todas las reglas de inferencia posibles
a partir de todas las suposiciones iniciales posibles.
Esta tentativa de colocar un trasmallo
sobre todas las posibles
consecuencias matemáticas
resultó imposible.
Ni siquiera aquí,
en el dominio del conocimiento humano
más formalizado y controlable,
pudo verse colmado el deseo de perfección.
Paralelamente a esta imperiosa
necesidad moderna de perfección
se había desarrollado el anhelo
de una imagen unificada del mundo.
Mientras los antiguos se contentaban
con la creación de deidades menores,
cada una de las cuales desempeñaba
su papel en la explicación
de los orígenes de las cosas particulares,
aunque a menudo entraban
en conflicto unas con otras,
el legado de las grandes religiones monoteístas
es la aspiración a una única explicación global del universo.
La unidad del universo es un anhelo profundamente arraigado.
Una descripción del universo que,
en lugar de presentar un modo unificado de descripción,
se encontrase fragmentada en trozos,
invitaría a nuestras mentes a buscar algún otro principio
que relacionase sus partes con una única fuente.
Una vez más hacemos constar
que esta motivación es esencialmente religiosa.
No hay ninguna razón lógica
por la que el universo no pueda contener
elementos irracionales o arbitrarios
que no están relacionados con el resto.
• Mitos de la creación
«Es necesario reconocer que,
en lo que a unidad y coherencia respecta,
la explicación mítica lleva mucho más lejos
que la explicación científica.
Pues el objetivo primario de la ciencia
no es hallar una explicación completa
y definitiva del universo.
La ciencia se conforma
con respuestas parciales y condicionales.
Los otros sistemas de explicación,
ya sean mágicos, míticos o religiosos,
incluyen todas las cosas,
se aplican a todos los dominios,
responden todas las preguntas,
dan cuenta del origen, del presente
e incluso de la evolución del universo».
François Jacob
Estamos tan familiarizados con los mitos
y con las explicaciones científicas
acerca de todo lo que nos rodea,
que no es una tarea fácil
ponernos en el lugar
de la mentalidad prehistórica,
que existió antes de que
ninguna de dichas abstracciones
se convirtiese en lugar común.
Podríamos pensar que las alternativas disponibles
se apoyaban simplemente en una confianza
en la razón o en la percepción, o bien en la creencia
en algunas personalidades invisibles o espíritus.
Pero esto no es más que una falsa dicotomía.
En un estadio tan primitivo,
la búsqueda de algún paralelismo
entre nuestros pensamientos
y la forma en que las cosas son en el mundo exterior
es en gran medida un acto de fe.
En ningún caso es obvio
que las grandes fuerzas impersonales
del mundo natural puedan someterse
a discusión o explicación,
mucho menos a una predicción.
De hecho, muchos de sus efectos
son tan imponentes y devastadores,
que parecen más bien
ser un enemigo o, peor aún,
las fuerzas irracionales
del caos y la oscuridad.
Con estas escalas en mente
es como deberíamos abordar
las ideas sobre los orígenes del mundo
que encontramos desarrolladas en la mitología
y en las tradiciones de cualquier cultura.
Con frecuencia, estos relatos se presentan
para ilustrar la presciencia de unos pocos antiguos
sobre alguna idea moderna predilecta,
como la creación del universo
a partir de la nada o su edad infinita;
pero no debería existir ninguna intención seria
detrás de dicha yuxtaposición
de lo antiguo y lo moderno.
Esta perspectiva distorsionada del pasado
es la única responsable de que éste
sólo adquiera importancia
cuando presagia nuestro pensamiento actual.
La cosmología antigua no era científica.
Su razón de ser no era explicar
las observaciones o hacer predicciones.
Antes bien, se trataba
de tejer un tapiz de significado
en el que sus autores pudieran
representarse a sí mismos
y que les sirviese de referencia
para poder evaluar la condición
de lo desconocido y misterioso.
La organización de su caótica sociedad
podía justificarse y reforzarse
haciéndola conmensurable
con el relato sobre el origen
y la forma del mundo.
El fuerte contraste entre sus objetivos y los nuestros
ha sido captado sorprendentemente por Frances Yates:
«La diferencia básica entre la actitud del mago
y la actitud del científico frente al mundo
es que mientras el primero
quiere atraer el mundo hacia sí mismo,
el científico hace justamente lo contrario,
externaliza y despersonaliza el mundo
mediante un movimiento de la voluntad
en la dirección diametralmente opuesta.»
La creencia primitiva en el orden
y en la secuencia de causa y efecto
exhibida por los mitos
es consistente con la creencia
de que es necesario disponer
de alguna razón que explique
la existencia de cada cosa
-una razón que rinda el debido respeto
a las fuerzas naturales en cuyas manos
se encuentra la vida y la muerte.
Si nuestra visión de la naturaleza
conlleva una personificación de las fuerzas naturales,
entonces esa búsqueda en pos de una razón
se reduce a la atribución de culpa.
Semejantes suposiciones generalizadas
no conducen en forma alguna
a una única colección de ideas
sobre cómo comenzó a existir el universo.
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Si alguien intentara integrar
en un todo todo el conocimiento,
probablemente se vería
más como un mosaico de contradicciones,
un puzzle con muchos vacíos
en que que cada cierto tiempo
su imagen cambia.
The bottom line es
la ley científica se basta a sí misma,
es el último de los referentes,
o como dijo Stephen Hawking
en su libro Una Breve Historia del Tiempo:
«What breathes fire into the equations
and makes a universe for them to describe?»
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