Diario El Mercurio, Viernes 06 de Abril de 2012
Según Borges, "Las Malvinas fue una guerra de dos calvos por un peine". Hace poco, la frase fue repetida en Argentina por Roger Waters, pero el locuaz músico inglés la atribuyó a un chileno. Tal vez se la soplaron cuando pasó por Chile, y la fuente se perdió en traducción. ¿O pensó que Borges era chileno? En todo caso, ¿tenía Waters razón cuando dijo que las Malvinas deberían ser argentinas? ¿Y son tan inútiles como las creía Borges? La verdad es que la confusa historia de las islas les da argumentos tanto a Argentina como a Gran Bretaña. Si el caso llegara a La Haya, los abogados se darían un festín.
No hay duda de que los británicos las han poseído durante unos elocuentes 179 años, y -lo que contradice cualquier noción de colonia- nadie en las islas quiere que se vayan. Es más, Gran Bretaña quisiera que las Malvinas fueran independientes, si sólo hubiera cómo defenderlas de otra invasión argentina. Eso le da bastante ascendencia moral.
Sin embargo, nadie tiene derecho a un territorio por el mero hecho de haberlo colonizado, y los británicos no se asentaron en una mera terra nullius , o tierra de nadie. En las islas no había población indígena, pero en forma intermitente compitieron por ellas Francia, Gran Bretaña y España, y su sucesora, Argentina, desde el siglo XVII. Hasta que el comandante Onslow izó la bandera británica, definitivamente, el 3 de enero de 1833. Pero de allí, el caso nunca prescribió por falta de reclamos rioplatenses. Manuel Moreno, el ministro argentino en Londres, fue rápido en protestar contra la acción de Onslow, y desde entonces los argentinos no se han resignado a su "pérdida", a pesar de que sus intentos de asentarse en las islas antes de 1833 fueron bastante erráticos.
En realidad, las pretensiones argentinas son tan debatibles como las británicas. Desde ya, no basta que las islas estén cerca de Argentina y lejos de Gran Bretaña. Si la cercanía fuera siempre un determinante de dominio, cada país se sentiría con el derecho de codiciar el territorio de su vecino. Una anécdota para ilustrar el punto. El 15 de septiembre de 1763, Louis-Antoine de Bougainville, un almirante francés que dio su nombre a una de las plantas más alegres de nuestro verano, zarpó de San Malo rumbo a las remotas islas, que un inglés había bautizado como Falkland en 1690. Bougainville iba nada menos que a colonizarlas, con el apoyo de su gobierno. Al salir del puerto, no pudo no avistar Jersey, una de varias islas británicas en el Golfo de St. Malo. ¿Se preguntó por qué había islas foráneas tan cerca de Francia? No lo creo. Ni a Bougainville ni a su gobierno les era extraño ir a colonizar islas a 12 mil kilómetros de distancia, habiendo otras en manos ajenas a sólo 48 kilómetros. La existencia de estas islas británicas frente a la costa bretona no les ha amargado la vida a los franceses. Por cierto fue Bougainville -y no los españoles- quien les dio a las Falkland el nombre de Malouines, o Malvinas, en homenaje a los nativos de St. Malo, que llevó de colonos.
Hasta hace poco, los derechos de los isleños eran el mayor obstáculo para un entendimiento entre Gran Bretaña y Argentina. Pero ahora hay otro: las islas, con su buena pesca y su potencial petrolero, ya no son inútiles como las creía Borges. A los calvos les salió pelo y les vendría bien una peineta.
Ni Argentina ni Gran Bretaña tienen argumentos irrebatibles en esta disputa. Si fueran empresas, eso las llevaría a negociar. Deberían intentarlo. Por ejemplo, Gran Bretaña le podría ceder la soberanía a Argentina, a cambio de un arriendo de 100 años y cooperación en el desarrollo de los recursos de las islas. Los países amigos deberían animarlos a ese tipo de solución, en vez de ser obsecuentes con uno u otro.
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