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Costalazo...‏




Para los que nos aproximamos 
a pasos agigantados, 
-a salto de mata más bien-
a los temidos umbrales de la tercera edad,
más temprano que tarde nos damos cuenta
y vamos tomamos conciencia de que el tránsito 
hacia esta venerable etapa de la vida
rara vez se hace sin estrépito y/o ridiculez
constituyéndose en un llamado a la humildad, 
a la precaución y, por qué no, también,
a recurrir a las reservas del humor que nos queden.

No estamos hablando aquí, ciertamente,
de percances mayores, producto
de enfermedades o accidentes graves,
sino de los imponderables que sufrimos
a consecuencia de nuestro caminar,
supuestamente erguido, 
para no mandarnos las partes
ni como homo habilis,
ni como homo erectus,
ni menos como homo sapiens.

Un error de cálculo,
una vereda irregular,
una saliente de la baldosa,
un escalón que pasó desapercibido
tierra suelta de la ladera de un cerro,
cualquiera de éstas y otras causas
puede ser el detonante 
de una serie de contorsiones 
o elongaciones inútiles
-entre los más atléticos-
que llevarán indefectiblemente
a nuestra frágil humanidad
-para decirlo suavemente-
de una forma poco elegante
a que haga contacto con el suelo.

Proporcional al peso
e inversamente proporcional
al cuadrado de nuestra torpe agilidad,
la más débil, por lejos, 
de las fuerzas de la naturaleza
se encargarça de humillarnos
no sin antes hacernos pasar
en pocos instantes por un 
sinnúmero de sensaciones y reflexiones.

Primero, claro, 
está el pie en falso.

Después nos percatamos
de que estamos en medio
de un proceso irreversible,
y lo más que podemos hacer
es intentar amortiguar
las inevitables consecuencias.

Nos encontramos como en un film
de Sam Peckinpah volando por
los aires en cámara lenta, 
más que por una andanada de balas,
porque algo que nos movió el piso.

Con tiempo incluso para disfrutar
primero, por un instante eterno,
esa sensación de liviandad,
de flotabilidad, fruto de la caída libre.

Pero dicha sensación se va en un suspiro
-o, a veces, en un grito ahogado-
para pasar a continuación 
a la inquietud de intentar detectar 
cuál pieza de nuestra estructura ósea;
o qué ligamentos, tendones o articulaciones varias
sufrirán los rigores del impacto.

Una vez efectuado el aterrizaje forzoso,
rápidamente el cuerpo acusa recibo,
enviando las señales correspondientes
a los terminales nerviosos y se produce
una saturación de información:
el reconocimiento de la zona afectada;
la sensación haber sido superado 
por el vértigo de los acontecimientos sucesivos,
reflejado en magulladuras, 
cuerpo adolorido en diversas partes
acompañado de una mezcla 
de vergüenza e impotencia.

Luego viene el control de daños,
eventualmente la verificación rápida
del estado de situación 
en la afiliación al sistema de salud, etc.

Esto ocurre, por supuesto, si uno ha podido
levantarse del suelo, o ha acudido
un buen samaritano en nuestra ayuda.

Como le ocurrió 
al padre de un querido 
amigo y compadre,
quien hace algunas décadas,
en un centro atestado de gente,
resbaló paradojalmente
en los rebajes de las esquinas
para facilitar la circulación
de los minusválidos
en silla de ruedas.

La persona que acudió
en su auxilio, un héroe
deportivo cuya figura
se acrecentó desde
la perspectiva del padre
de mi amigo, 
que magullado y adolorido
lo contemplaba desde el suelo
mientras el gran Elías Figueroa,
-don Elías- le tendía la mano
para levantarlo,
como tantas veces lo hizo
caballerosamente en las
grandes justas deportivas
-incluyendo mundiales-,
tras una disputada jugada
en que los contrincantes
terminaban en el suelo...

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