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Los pasos perdidos de Mario Rivas



por Roberto Merino


Los pasos perdidos de Mario Rivas
Me asombra el interés que pueda concitar en estos días la figura de Mario Rivas. Sus libros, casi supuestos, dormitan en algún punto impreciso de la inexistencia. Sus crónicas sociales, motivo por el cual se lo recuerda preferentemente (junto, por cierto, a sus anécdotas) hay que ir a revisarlas a uno de los subterráneos de la Biblioteca Nacional, donde Las Noticias Gráficas y Última Hora, los diarios amarillos en los que escribió, son entregados al usuario en formato de microfilm.
Estas crónicas, publicadas día a día en una página titulada “High life” durante un par de décadas (40 y 50), son en primera instancia, leídas hoy, una bulliciosa y masiva reunión de fantasmas. No creo que nadie haya hecho el trabajo de contabilizar y clasificar los nombres propios mencionados por Rivas a través de los años –aunque haya gente que se dedique a estas cosas–, pero podemos entender que son decenas de miles. “Nunca creí que fueran tantos...”, escribe Eliot parafraseando a Dante y refiriéndose a los que se llevaba la muerte. En este caso no sucede otra cosa: es esa insinuación suspirante del verso de Eliot lo que a uno le resuena en la mente cuando se retira del subterráneo de los diarios, recupera su carnet de identidad y traspasando unas cuantas puertas solemnes sale a la calle y se reintegra al flujo anónimo de sus semejantes y a la circunstancia de una tarde nublada.

Si hay algo que está pendiente en la literatura chilena es la publicación de las crónicas de Rivas en forma de libro. Digo “en la literatura” y no “en el periodismo” en tanto este es un caso donde una categoría es intercambiable con la otra. En términos formales, Rivas ejercitó el tipo de periodismo que vemos habitualmente en las páginas de vida social de cualquier revista. Sin embargo, lo hizo en periódicos dirigidos a un público totalmente ajeno al gran mundo local de cuyas alternativas informó. Es improbable que alguno de los lectores de Las Noticias Gráficas tuviera idea de quien haya sido “la estupenda Mariana Larraín”, a no ser que hubiese formado parte de su personal de servicio. Si uno revisa las restantes secciones del diario se encontrará con registros gráficos muy crudos de crímenes ocurridos en conventillos, cogoteos y hechos delictuales en general.

Esta vendría a ser la primera gran broma de Mario Rivas, si bien es verosímil suponer que su enrolamiento en la redacción de Las Noticias Gráficas se debió a razones de pura subsistencia y no a una deliberación literaria. La otra corresponde a su escritura corrosiva, a su tendencia a dejar en ridículo a muchas de las personas de las que hablaba, a revelarlas en su estupidez, en su mal gusto o en su arribismo. El efecto era, por cierto, humorístico. Humorístico para los lectores, letal para los afectados.

Mario Rivas conocía, sin duda, todos los códigos de la alta sociedad santiaguina de su época. Era, además, parte de ese mundo que se empeñó en escarnecer en incontables oportunidades, pero que salvó moralmente en tantas otras. Sabía lo que hay que saber: qué trajes eran los adecuados para ocasiones específicas, quiénes eran las bellezas del momento, a qué lugares asistían, qué definía a un roto, a un siútico o a un caballero. Conocía igualmente los chismes, las infidelidades de tocador, las pillerías monetarias que podían ensuciar un buen nombre.

No obstante, su posición pública era marginal a todo esto. Su biografía –si un día nos decidiéramos a componerla– mostraría una grieta, un dolor prolongado, un desacomodo feroz. Rafael Gumucio, sobrino-nieto suyo, atribuye este desajuste existencial al hecho de que Mario y Manuel –su hermano mellizo– se criaron en el extranjero: Francia, Inglaterra, Turquía, lo que les dio una perspectiva un tanto distante de los acontecimientos del país y, por lo tanto, una mirada distinta a la del resto de sus conciudadanos. El padre de ambos, el eminente Manuel Rivas Vicuña, político liberal famoso por su capacidad conciliadora –Ricardo Donoso le atribuye un estilo “florentino”– fue varias veces parlamentario y ministro, y además creador de la Liga de las Naciones. Sin duda hubiera querido que sus hijos siguieran sus pasos, pero éstos no manifestaron interés en la política. En algún momento los sacó de la universidad y los puso a trabajar. Rivas Vicuña murió tempranamente, en 1937, y de una forma u otra la pobreza empezó a acechar a su familia.

Hay en los textos y en la actitud existencial de Mario Rivas una amargura, por así decirlo, muy chilena. Una especie de resentimiento de sello inverso que apela de una manera muy efectiva al humor para canalizar su acidez. Sus ojos, en ciertos momentos, son los de la vieja agria y señera que es capaz de destruir con la sola imposición de la mirada. Su desprecio nos recuerda a la abuela de Stepton –uno de los personajes de Valparaíso, la ciudad del viento, de Joaquín Edwards Bello– cuando el niño lleva a su casa a unos compañeros de curso: “¡Quienes son estos siúticos!”, grazna la anciana, congelando a los niños con una recusación para ellos desconocida.

“No era un resentido”, me aclaró en París su hijo Mario Rivas Espejo en una conversación que tuvimos en su departamento, situado en una calle de la que he olvidado el nombre pero cuya sonoridad adornaría mucho este párrafo. “Lo pasaba bien, se reía con estas cosas. A los que odiaba era a los siúticos, al paco Ibáñez y a O’Higgins, ese roto colorín. Fíjate que una vez O’Higgins se reunió con el general Osorio y le tiró un escupo en el ojo. Osorio se retiró, si esa rotería no podía ser”.

Esa noche con Rivas Espejo (octubre de 1998) dedicamos un porcentaje significativo de la conversación al recuerdo de su padre, con una evidente y comprensible admiración de su parte. Por algún motivo yo había llegado ahí buscando indicios sobre el desaparecido periodista y prospecto de escritor. Su personalidad me intrigaba particularmente y había disfrutado mucho sus crónicas. Habiendo leído muchas veces páginas chilenas dictadas por el resentimiento, jamás me había encontrado con crónicas como las suyas, en las que el francotirador dispara desde la propia torre de marfil hacia sus proximidades inmediatas.

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