El centro desplazado
Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias
Lunes 10 de Noviembre de 2014
A comienzos de los años noventa,
en una de sus crónicas, José Donoso
constataba que la gente de Santiago
había dejado de vivir en el centro
buscando los espacios
aislados de los suburbios.
El fenómeno venía
de antiguo en todo caso:
un lento proceso iniciado
al menos sesenta años antes.
Alcancé de niño a hacer visitas
a departamentos del centro,
llevado de la mano de mi mamá,
sin saber que era testigo
de una forma de vida
que estaba llegando a su fin.
En uno de esos lugares
vi por primera vez un televisor,
que a pesar de estar apagado
irradiaba lo que en
ese momento se consideraba
la magia de las imágenes
transmitidas a distancia.
Hemos dejado de entender
la televisión como un milagro,
pero somos incapaces de explicar
cabalmente cómo funciona el asunto.
De cualquier forma,
mi idea inicial de los televisores,
a raíz de esa experiencia,
era la de unos objetos
más bien solemnes, casi fúnebres,
en armonía con interiores
grises o verdosos,
mobiliarios austeros,
señoras serias, persianas cerradas
y separadores de ambiente
corredizos de cuero tipo fuelle.
El centro se ha ido desplazando
con el paso del tiempo.
Algo de las viejas formas
de sociabilidad urbana
-privativas antes del cuadrante
delimitado aproximadamente
por Miraflores, Alameda,
Monjitas y Teatinos-
se podría verificar hoy
quizás en Providencia.
No estoy seguro
de cualquier forma
si se pueden comparar
dos épocas tan distintas,
con la mutación
de las costumbres
que los años implican.
Claro, el centro
de hace medio siglo
estaba saturado de cines
y de viejos con corbata.
Todavía se conservaba el escrúpulo
de presentarse bien vestido en público.
Yo mismo con la chasca y la barba
y los bluyines rotos en la basta,
hubiera pasado en esas circunstancias
por mendigo u orate.
Hoy, por el contrario,
con esa facha desmañada
me tratan bien en todas partes,
e incluso diría que
con un exceso de respeto
que me devuelve una imagen
de mí mismo marcada
por la senectud.
Las calles centrales de Providencia,
donde vivo ahora, cargadas de
«población flotante», generan
durante la mayor parte del día
una cierta tensión, perceptible
sobre todo cuando se acumula
en los músculos del cuello.
He experimentado
una sensación distinta
merodeando hace poco
por los viejos barrios
medianamente apartados:
Plaza Yungay, Plaza Brasil,
San Isidro adentro.
Nunca pensé
que alguna vez
iba a contemplar
con lánguido deseo
los beneficios
de la «vida de barrio»:
las tardes largas
con los manchones
de sol y de sombra
proyectados por los árboles
sobre veredas irregulares;
la profundidad del silencio
a ciertas horas, interrumpido
de lejos por música, imprecaciones,
chistes gritados y ocasionales ladridos;
la detención del tiempo
al anochecer al interior
de las viejas largas casas,
torcidas bajo las pesadas techumbres;
el talante metafísico de los patios
con palmeras que todavía quedan
en medio de las demoliciones,
las remodelaciones y las transformaciones.
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